miércoles, 29 de julio de 2009

SACRIFICIO






El post anterior terminaba con una cita de Alexandr Sokurov. En este, cito a quien fue, de algún modo, su maestro, o por lo menos un referente muy importante de su obra: Andrei Tarkovski. El libro del cual extraigo las citas se llama Esculpir en el tiempo (1984). Al final hay una escena de su anteúltima película, Nostalghia (1983).



Del hombre me interesa, sobre todo, su disponibilidad para servir a algo superior, su rechazo, su incapacidad de conformarse con la "moral" normal del aburguesado. Me interesa aquella persona que ve el sentido de su vida en la lucha contra el mal y que, de este modo, a lo largo de su vida alcanza en su interior un nivel un poquito más alto. La única alternativa al perfeccionamiento interior es la degradación interior, un camino al que parecen invitarnos nuestra vida cotidiana y el proceso de adaptación a esta vida.

(...)

La debilidad humana me interesa como contrapartida a la expansión exterior de la persona, al comportamiento agresivo frente a otras personas y frente al mundo, al deseo de someter a otros a las propias intenciones, con el fin de autoafirmarse. Me fascina, pues, esa energía humana que se abalanza contra la rutina materialista.

(...)







(Sobre Sacrificio -1986)

Es fácil responder, sin rodeos, a la pregunta de qué es lo que me fascinaba en el tema del sacrificio. A mí, como persona con convicciones religiosas, me interesa sobre todo alguien capaz de entregarse en sacrificio, ya sea por un principio espiritual, ya sea para salvarse a sí mismo, o por ambos motivos a la vez. Un paso así presupone apartarse radicalmente de toda intención primaria y egoísta; es decir, esa persona actúa en un estado existencial más allá de la lógica "normal" de los acontecimientos, ha quedado libre del mundo material y de sus leyes. A pesar de ello (o quizá incluso precisamente por ello) su acción origina transformaciones visibles. El espacio en que se mueve quien está dispuesto a sacrificarlo todo, e incluso a entregarse a él mismo en sacrificio, es algo así como el contrapeso de nuestros espacios de experiencias empíricas; pero no por ello es menos real que éstos.

Hubo momentos en que este punto de partida me iba acercando paso a paso a la realización práctica de una idea: rodar una película importante sobre el tema del sacrificio. Cuanto más duras se iban haciendo mis experiencias con el materialismo del mundo occidental, cuanto más iba reconociendo el sufrimiento a que conduce a una buena parte de la humanidad el haber sido educada en un pensamiento materialista, con esas psicosis omnipresentes que expresan la incapacidad del hombre moderno para comprender por qué la vida ha perdido para él todo incentivo y le parece cada vez más podrida, sin sentido y angustiosamente exigua...; cuando más sucedía todo esto, tanto más clara sentía la necesidad de rodar esa película.

Porque uno de los aspectos del retorno de la persona a una vida normal, llena de espiritualidad, es su actitud frente a sí mismo: o se vive la vida de un consumidor dependiente de los desarrollos tecnológicos o materiales en general, entregado ciegamente al supuesto progreso, o se reencuentra la propia responsabilidad interior, que se dirige no sólo hacia uno mismo, sino también hacia los demás. Es aquí, en este paso conciente a la responsabilidad y a lo que sucede en ella y con ella, donde se hace posible lo que solemos llamar "sacrificio", la realización de la idea cristiana del entregarse a sí mismo. Si lo tomamos en sus últimas consecuencias, deberíamos decir que una persona que no sienta (aunque sea en términos muy modestos) la capacidad de entregarse por una persona o una cosa, ha dejado de ser persona. Está a punto de cambiar su vida por la de un robot, que funciona mecánicamente.

Por supuesto, soy conciente de que la idea del sacrificio no es muy popular hoy en día. Casi nadie tiene el deseo de sacrificarse por otra persona o por alguna cosa. Lo que resulta decisivo son las implacables consecuencias de este comportamiento: la pérdida de la personalidad, sustituida por un egocentrismo aún más acusado que el que impregna ya muchas relaciones interpersonales y también las de muchos grupos de población en su convivir con otros, incluso con sus vecinos. Y sobre todo la pérdida de la última oportunidad existente para dar espacio al desarrollo interior en vez del "progreso" material, posibilitando así de nuevo una existencia llena de dignidad.

(...)






En la medida en que la mayor parte de la humanidad civilizada ha ido perdiendo la fe, ha perdido también la comprensión del milagro: hoy muchos son incapaces de poner su esperanza en cambios sorprendentes, al margen de cualquier lógica experimental, cambios en acontecimientos, en percepciones o conocimientos. Y mucho menos están dispuestos a permitir que tales fenómenos no programados entren en la propia vida, confiando en su fuerza transformadora. La sequía interior que acompaña este déficit podría reducirse si cada persona comprendiera que no puede configurar su camino según sus propios gustos, sino que tiene que actuar dependiendo del Creador, sometido a su voluntad. Pero el hecho es que hoy ni siquiera goza de simpatías el hecho de debatir los más sencillos problemas éticos-morales. Y mucho menos en el cine.

(...)

A pesar de todo, a pesar del gran silencio apocalíptico del que nos habla la revelación, ¿hay motivos de esperanza? La respuesta la da quizá la vieja leyenda del riego paciente y perseverante de un árbol seco que he elaborado en esta película, que para mí es la más importante. Porque el monje, que contra toda razón fue subiendo año tras año los cubos de agua a la cima del monte, creía de forma concreta y fiel en los milagros de Dios. Por eso, un buen día se le reveló uno de esos milagros: por la noche, las ramas secas habían florecido.




viernes, 24 de julio de 2009

EL LÍMITE



-->
Es esencial entender que el principio básico de toda libertad espiritual, de toda libertad respecto de lo que es menos que el hombre, significa antes que nada sumisión a lo que es más que el hombre. Y esta sumisión comienza con el reconocimiento de nuestra propia limitación.
Thomas Merton

Cuando compré mi primera colchoneta (mat), mi práctica de yoga obtuvo un espacio en mi medio cotidiano. Sólo pude hacer un hueco en mis actividades habituales para incorporar la práctica de asanas cuando tuve un mat en el que practicar. Es curioso cómo la presencia de un rectángulo de goma puede ocupar un espacio que, sin su solicitud, no parece vacante. A diferencia de un espejo, que hace parecer más grande una habitación (¿al aludir el espacio en nosotros mismos?) con un efecto de ampliación hacia fuera (como un eco), el mat irrumpe en la sala desde adentro y, como rasgando el espacio, descubriendo una grieta, fija sus límites, corriendo de lugar lo que hay a su alrededor. Y la manera en que se suele asumir ese espacio inaugurado con violencia es acatando, según el beneficio de la obediencia, la imposición de sus límites. Así es cómo el mat pasa a ser, para el practicante de yoga, un equivalente del cuadrilátero (ring) para el boxeador.
La disciplina del cuerpo parecería necesitar, para su ejercicio, no sólo la comodidad de la goma sino además la delimitación de un espacio (separado, visualmente también, del suelo) que marca, notablemente, las posibilidades motrices del cuerpo: la referencia de un par de lados opuestos indica el plano sagital (que divide el cuerpo en mitad derecha y mitad izquierda), el otro par de lados opuestos funciona como referencia del plano frontal (que divide el cuerpo en mitad anterior y mitad posterior), y la proyección de su perímetro nos permite imaginar el plano transversal (que divide el cuerpo en mitad superior y mitad inferior). Podemos pensar el mat, entonces, no como un rectángulo sino más bien como un cubo virtual.
En el Bhagavad-gītā se especifica el método de meditación que debe seguir el yogui: “en un lugar libre de impurezas, ni muy alto ni muy bajo, aparéjese su asiento mullido con hierba kusha, cubierta de tela y una piel negra de antílope” (VI,11). Ahora bien, la delimitación del espacio para la práctica de yoga implicada en este dispositivo rudimentario (precursor del zabutón utilizado en el zazen), que en el contexto hinduista del yoga tradicional implicaba una localización de la hierofanía (el término lo acuña Mircea Eliade para indicar la transfiguración de un espacio profano en sagrado), hoy, en el contexto de la práctica espiritual secularizada y, sobre todo, de las técnicas especializadas de la espiritualidad (pienso en Iyengar por ejemplo), puede ser pensada en términos de una tecnología de la experiencia.
El mat es un producto diseñado de acuerdo a las necesidades de un yoga estereotipado y, como tal, es una herramienta muy efectiva para el desarrollo de las prácticas de ese yoga. Una vez que nos habituamos a la medida del mat, cuando reconocemos sus dimensiones, podemos hacer uso de ese espacio libremente (me animo a anticipar: el acatamiento a un límite es condición de la liberación, con la aclaración de que la manera de atenerse a la limitación tiene que implicar conciencia).


En los Yoga sūtra, texto fundacional del yoga que practicamos hoy en día, Patanjali muestra cómo se suceden, tras el dominio del cuerpo (con las asanas), el control del Prana (pranayamas) y el control de los sentidos (pratyahara) los estados de dharana (fijación de la atención en un solo objeto), dhyana (meditación) y samadhi (concentración de la mente o “absorción” de la conciencia en un solo objeto). Estos últimos tres estados constituyen samyama. Haciendo un seguimiento de este concepto podemos entender cómo se da, en este esquema escalonado de Patanjali, la trayectoria que, para nosotros, parte de nuestro cuerpo en el mat, para llegar a la realización de la unión (yoga) en el samadhi.
--> -->
(III, 21) Ejerciendo samyama en la forma del cuerpo y suspendiendo la receptividad de la forma, sin contacto entre el ojo y la luz, el yogui puede volverse invisible.
(III,43) Por samyama en relación al cuerpo y el espacio (akasha), y fusionando la mente con la suavidad del algodón, existe atravesar el espacio.
(III,53) A través de samyama en el momento y su orden de sucesión, nace el conocimiento de la realidad fundamental.
Me gustaría volver al mat. Parece ser que, con el ejercicio de samyama (que ahora, muy libremente, voy a resumir como conciencia) sobre un objeto, este puede ser trascendido. Y también parece ser que los primeros objetos que hay que trascender son aquellos que existen en una dimensión espacio-temporal.
Si es cierto que la conciencia del cuerpo es condición necesaria para trascenderlo, entonces podemos ver cómo el perfeccionamiento de nuestros métodos, inseparable del perfeccionamiento de nuestra tecnología, no sólo puede volvernos buenos gimnastas del yoga, sino que además puede servirnos de trampolín hacia la experiencia mística. Con el reconocimiento (consciente) de nuestro cuerpo y del espacio que ocupa, delimitado por las dimensiones del mat, que contribuye al control (consciente) ejercitado en asanas, pranayama y pratyahara, podemos volvernos invisibles, según Patanjali. Y como no es posible la conciencia física sin la atención (conciente) en el momento presente (anoto la fórmula: aquí y ahora), no sólo vamos a trascender el espacio sino también el tiempo, realizando “el conocimiento de la realidad fundamental”.
La repetición de ciertas prácticas, algunos hábitos, pueden funcionar en nuestra vida como un mat, dándonos un marco al cual circunscribirnos y que funcione como foco de atención, para poder desarrollar, desde su interior, la experiencia humana más profunda.
Quiero cerrar el post con una cita de uno de los autores más brillantes de nuestra época, el cineasta Alexandr Sokurov. Aplicando este concepto de restricción al arte, analiza los íconos del cristianismo ortodoxo ruso: “La pintura religiosa de íconos en Rusia representa el ideal de cómo esta norma opera sobre el autor; los más grandes resultados artísticos surgían de una miríada de limitaciones a las cuales debían someterse los pintores de íconos. No se podían realizar cientos de obras, si no se era capaz de realizar solamente dos. Y sólo en el ámbito de estas únicas dos se podía plasmar el rostro, la composición, la luz. En este caso, ¿en dónde obtiene el autor la capacidad necesaria? En sí mismo. Él mismo está listo, dispuesto a buscarla dentro de sí. Esta es la condición ideal. Y así, la obra de arte vive eternamente” (Las ranas, 2006).

Fotos de Eadweard Muybridge



lunes, 20 de julio de 2009

CUADRADOS






Tal como aparece en TODO Y NADA DE TODO -Selección de textos del neoplatonismo latino medieval- (Ed. Winograd, 2007) copio, de Ezequiel Ludueña, la traducción de la epístola A Gayo, monje, del pseudo Dionisio Areopagita (siglos V y VI), en base a su traducción latina, por Escoto Erigúgena (siglo IX).
Además, copio un fragmento de los someros comentarios que hace previamente Ezequiel Ludueña en los que trata aspectos técnicos de la Epístola y de la traducción de Eriúgena.







La Epístola I según la versio Dionysii de Eriúgena

(...)
La Epístola reúne en síntesis abrumadora los temas principales del corpus
Dionysiacum: las absolutas incognoscibilidad y trascendencia divinas, la posibilidad de entrar en contacto con ella, el método de la negación como modo de acceso a la Divinidad, el modo del saber teológico.

La Divinidad (
thearkhía) trasciende absolutamente el ámbito del ser. Existe por encima del ser, excediendo los límites a que se halla sujeto cualquier ser: "es sobreesencialmente" (est supersentialiter). Por esto, ningún nombre puede aplicársele en sentido estricto. Su realidad no puede ser conocida, pues todo conocimiento se aplica a un ser, mientras que Ella no puede ser contada como ser, pues trasciende todo ser: totalmente sobrepuesto por sobre el espíritu y la esencia" (super animum et essentiam supercollocatus universaliter). Ahora bien, aun cuando no haya conocimiento posible, sí hay posibilidad de contacto, de unión (hénosis, adunatio). Sin embargo, esta posibilidad sólo puede entenderse suponiendo la validez del principio de "lo semejante por lo semejante". Por ello, sólo puede aspirar a esta unión aquel que haya dejado atrás el nivel intelectual del ser y hasta el ser mismo. Sólo aquel que pueda separarse de estas dos realidades puede aspirar a un contacto con la Realidad: "la luz esconde a aquellos que poseen ón" (lux latet habentes "on"). Alcanzado este nivel de separación, nada puede entenderse ya -por eso: "si alguien, viendo a Dios, entiende lo que ve, Él no ha sido contemplado" (si quis uidens deum intellexit quod uidit non ipsum contemplatus est). Mientras la Divinidad es escrutada como un algo -aun cuando como un algo excelso-, se oculta.

Resulta interesante observar los términos elegidos por Eriúgena para traducir palabras griegas que, al momento de ser escritas, contaban ya con una tradición de, por lo menos, mil años.

Tomemos sólo tres ejemplos, no
-->ûs, ousía y el participio ón. En primer lugar, el sentido de no -->ûs, que tan alto papel desempeña en PLatón, Aristóteles, Plotino y Proclo, intenta ser transmitido con la palabra animus. De este modo se cambia radicalmente su significado puesto que la raíz de animus es la de anima: hace referencia a un principio vital. No -->ûs, en cambio, corresponde a un verbo intelectual de conocimiento.

El término ousía no necesita presentación. Participio femenino presente del verbo ser, son conocidos los problemas de traducción que implica, así como la solución de Cicerón: essentia. Pues bien, esta traducción, también seguida por el lejano discípulo de Cicerón, Agustín, es la que sigue el Irlandés. Hay que recalcar, sin embargo, que Eriúgena utiliza el término según su sentido original: el de ser derivado de esse.

Por último, y tal vez lo más importante, el vocablo ón. Eriúgena elige no traducirlo. Esta elección -o renuncia a la elección- da cuenta de la conciencia del Irlandés respecto de la inutilidad de toda posible traducción latina en este caso.

El del prefijo hyper constituye un caso aparte pues se trata no ya de un término tradicional sino de uno particular en Dionisio. Eriúgena opta por la literalidad más llana: super, conservando así la metáfora espacial: sobre, por sobre.







A Gayo, monje

Las tinieblas devienen oscuras por la luz, y más por mucha luz. Los saberes ocultan la ignorancia, y más muchos saberes. Entendiendo esto sobreeminentemente y no según una privación, constata sobreverdaderamente que la luz esconde a aquellos que poseen ón, y verdaderamente el saber según Dios es ignorancia y sus Tinieblas sobreubicadas no sólo son veladas por toda luz sino que incluso esconden todo saber. Y si alguien, viendo a Dios, entiende lo que ve, no ha sido contemplado Él, sino algo de lo que existe y es conocido a partir de Él. Ahora bien, Él -totalmente sobrepuesto por sobre el espíritu y la esencia- no sólo es sobreesencialmente sino que incluso es conocido por sobre el espíritu, al no conocer ni ver; y -según lo que es mejor- la misma perfectísima ignorancia es saber de Aquél por sobre todo lo conocido.









Parece haber una similitud conceptual muy fuerte entre el pensamiento de neoplatonistas como el pseudo Dionisio y autores orientales, como por ejemplo el taoista Lao Tse. Su Tao Te King empieza así:

Del Tao se puede hablar, pero no del Tao eterno.
Pueden nombrarse los nombres, pero no el Nombre eterno.
Como origen de cielo-y-tierra, no tiene nombre, pero, como "la Madre" de todas las cosas, se le puede nombrar.
Así pues, oculto desde siempre, hemos de contemplar su esencia interna.
Pero manifestándose continuamente, hemos de contemplar sus aspectos externos.
Los dos fluyen de la misma fuente, auqnue tengan nombres diferentes; y a ambos se les llama misterios.
El Misterio de los misterios es la Puerta de toda esencia.



Las similitudes conceptuales entre diferentes tradiciones místicas, de las cuales estos textos son una ilustración, nos dejan pensar en la posibilidad de una Philosophia Perennis, frase acuñada por Leibniz, para la cual "la cosa", según Huxley, "-la metafísica que reconoce una divina Realidad en el mundo de las cosas, vidas y mentes; la psicología que encuentra en el alma algo similar a la divina Realidad, o aun idéntico con ella; la ética que pone la última finalidad del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y transendente de todo el ser-, la cosa es inmemorial y universal".

Ahora bien, me parece que es sencillo encontrar este Factor Común si se lo busca con una visión limitada, la misma que nos hace encontrar cuadrados a donde miremos cuando programamos nuestra mente para buscar cuadrados. Pero tal vez sea más interesante, y sobre todo más justo para con los autores y las tradiciones místicas que no siguen las directivas del racionalismo europeo, no medir a todos con el mismo criterio. Podríamos intentar evadir la comparación de un discurso místico con otro. Y si, reconociendo su inconmensurabilidad, aún quisiéramos ponerlos en contraste, podríamos reconocer, junto a un área privada a la que no tenemos acceso, ciertos signos susceptibles, de acuerdo a nuestra lectura, de ser leídos con un ánimo similar a aquél con el que leemos los signos de nuestra propia tradición. Esos pocos signos que podemos usurpar sólo valen sostenidos por las experiencias secretas que nunca somos capaces de sondear, discursivamente, del todo, y que se encuentran más allá del perímetro técnico del que, más o menos forzadamente, nos apropiamos.
Como la experiencia del misterio siempre se da más allá (antes y después) de las palabras, no veo manera de legitimar un argumento al respecto. Pero mi sospecha, basada sólo en mi experiencia personal, es que quizás, el núcleo impenetrable de cada tradición mística, no está forjado sólo de 'colores' con los que cada una de ellas 'tiñe', a su manera, una especie de experiencia universal. Quizás no haya 'colores' sino materia coloreada, o quizás los colores de cada uno actuén sobre una materia común, sí, pero no sólo para darle un 'tono' personal, sino interviniendo el fondo de su materialidad, su misma composición química, alterándola definitivamente. Y, en las inmediaciones de esta zona incomunicable, hay dos o tres signos sobre los que podemos ponernos de acuerdo, dos o tres momentos de explicitud extrema que nos sirven para poder vivir juntos mientras compartimos, con un reconocimiento feliz del misterio, una resignación demoledora o una intranquilidad ciega frante a los equívocos de la comunicación, experiencias inconmensurables.
¿Será un solipsismo puesto en riesgo en el amor (en el plano personal) y una identificación puesta en riesgo en el diálogo intercultural (en el plano social)? Y si fuera así, ¿podremos hacernos cargo de ese riesgo?






Cuadros de Antoni Tàpies


jueves, 16 de julio de 2009

YOGASŪTRA



En estos videos podemos ver a Sri Tirumalai Krishnamacharya con su discípulo BKS Iyengar mientras escuchamos al hijo y discípulo de Krishnamacharya, T.K.V. Desikachar, recitando los Yoga Sutra de Patanjali en sánscrito. A continuación, copio un fragmento de un artículo de Fernando Tola y Carmen Dragonetti titulado Yoga y trance místico en las antiguas Upanishads, tal como aparece en la revista Cuadernos de Filosofía (Número 14, 1970) , editada por la UBA.

En un momento, el artículo dice: "Cada sistema místico de la India que ha utilizado las prácticas yóguicas para sus fines propios ha ideado una interpretación del trance de acuerdo con sus postulados filosóficos o religiosos". Pensemos cuál será, para nuestra interpretación del yoga, el equivalente a la clave kenótica, secularizante, con que Vattimo, en los post anteriores, leía el cristianismo. Quizás nos convenga hacernos cargo de la herencia de nuestra tradición occidental para incorporar las "prácticas yóguicas" en su traducción más fiel que sería, seguramente, la que mejor reconozca los cimientos de la casa en la cual hospedamos estas prácticas. Creo que hoy, ya consolidado el mundo global, desde nuestra posición interculturalista, podemos elaborar un proyecto más sólido y más serio que el intento ingenuo (y, peor, deshonesto en muchos casos) que fue, en los años sesenta, el New Age.














--> -->
I. El Yoga clásico de Patañjali. El Yoga, de acuerdo con el sistema clásico de Patañjali (siglo IV d.C.), es una técnica para alcanzar el éxtasis o trance místico. Comporta un análisis del trance y una descripción del método, de las prácticas que conducen a él. El trance consiste en el estado producido por la total y absoluta represión (nirodha) de los procesos mentales (Patañjali, Yogasutra I, 2). El método para provocar el trance comprende fundamentalmente dos etapas:

La primera está constituida por la Disciplina a que debe someterse el yoguin. Ésta abarca sustancialmente:

a) vairagya (I, 12, 15), desapego, es decir una actitud de indiferencia, de desvinculación, frente al mundo.

b) las normas denominadas yama (II, 30): no hacer daño (ahimsa), veracidad (satya), no apropiarse de lo ajeno (asteya), castidad (brahmacarya), renunciamiento (aparigraha).

c) las normas denominadas niyama (II, 32): limpieza (çauca), satisfacción (santosa), ascetismo (tapas), estudio (svadhyaya) y devoción a Dios (Içvarapranidhana).
Las normas señaladas bajo los puntos b) y c) tienden, en una forma u otra, a producir desapego (vairagya), que es el elemento básico y más importante de la Disciplina.
d) El cultivo de ciertas actitudes enumeradas en I, 33: benevolencia (maitri), compasión (karuna), contento (mudita), indiferencia (upeksa) frente a la felicidad, al sufrimiento, a la virtud y al vicio respectivamente, las cuales han de producir serenidad de la mente (cittaprasadana).
La segunda etapa está constituida por prácticas técnicas:
a) Asana o posturas apropiadas para la meditación.
b) Pranayama o control de la respiración.
c) Pratyahara o control de los sentidos.
d) Dharana o fijación de la atención.
e) Dhyana o meditación.
f) Samadhi o concentración de la mente.
Estas tres últimas prácticas tienen por finalidad el enfocamiento de la atención en una sola entidad (ekagrata) con exclusión de todo lo demás, la “absorción”, por decirlo así, de la conciencia en un único objeto. Patañjali trata de ellas en los libros Segundo y Tercero.
Como consecuencia de un samadhi profundo y prolongado se producirá la prajña o conocimiento intuitivo y verdadero del objeto sobre el cual se verificó la concentración de la mente (Patañjali, Yogasutra, I, 20, 48).
Otra consecuencia del samadhi será la total y absoluta represión (nirodha) de los procesos mentales, es decir, el trance. Una represión tal, sólo puede dar lugar necesariamente a un estado de vacuidad mental. La mente se vacía de todo contenido.
Hasta este momento—suspensión de las funciones mentales, vaciedad de la mente— el trance yóguico o místico es un hecho de experiencia. Lo que sucede, por decirlo así, dentro del trance, en el vacío que se ha producido en la mente, ya es materia de especulación. Patañjali, de acuerdo con los postulados del sistema filosófico Samkhya en el que se fundamenta, considera que en el trance se produce el aislamiento del Espíritu (Purusha) frente a la Materia (Prakriti), lo que significa para el Espíritu establecerse en su propia naturaleza (I, 3 y IV, 34). Cada sistema místico de la India, que ha utilizado las prácticas yóguicas para sus fines propios, ha ideado una interpretación del trance de acuerdo con sus postulados filosóficos o religiosos. Así para el Vedanta el alma individual (Atman), liberándose de los velos de la ignorancia, aparece en su prístino, auténtico y puro estado de identidad con Brahman, principio supremo, de acuerdo con la célebre fórmula: “tat tvam asi” (tú eres eso). Para las Escuelas que siguen el Bhakti-magra o camino del amor divino, en el trance tiene lugar la unio mystica del alma individual con Dios.
Fernando Tola y Carmen Dragonetti

CREER QUE SE CREE (V)

-->


Fin del subrayado de Credere di credere (1996), Gianni Vattimo.


Abbas




La razón y el salto

Pero los contenidos de la fe cristiana –Dios creador, el pecado, la necesidad de perdón y de redención, la resurrección de Cristo como promesa de la resurrección final de las criaturas- ¿no son, en todo caso, lo suficientemente paradójicos como para dar la razón a quien piensa que el único modo de creer, una vez reconocidas como impracticables las vías metafísicas hacia Dios de santo Tomás, es el del salto, el de la disponibilidad a reconocer la total alteridad –precisamente como piensa la religiosidad trágica y existencialista?-. El salto, sin embargo, es tanto más indispensable cuanto más conservamos las palabras del Evangelio en su literalidad. ¿Qué hacer con un mandamiento como: “Si tu ojo te escandaliza, arráncalo y tíralo lejos”? Naturalmente, se responderá que los más empedernidos teóricos del salto paradójico en la fe distinguen también entre textos claramente “alegóricos”, como éste, y otros enunciados que, por el contrario, habría que tomar literalmente, empezando por los históricos (milagros, resurrección). Pero este límite entre textos que necesitan “interpretación” y textos que deben ser tomados literalmente (una cuestión, por lo demás, viva en toda la tradición exegética), se resuelve siempre, bien en base a la presuposición de una racionalidad metafísica presuntamente natural, bien, con mayor frecuencia aún, delegando la decisión en la autoridad de la Iglesia que, a su vez, ha sido ya aceptada mediante el salto en la paradoja. Me parece evidente que, en base a las premisas que me han guiado hasta aquí, para mí no tiene sentido la referencia al fondo racional obvio y natural que establecería esta distinción; el discurso sobre la autoridad de la Iglesia es menos banal, ya que no puedo no reconocer que los textos sagrados a los que me refiero y quiero interpretar me son transmitidos por una cierta tradición viva que, sobre esta base, puede reivindicar también el derecho a enseñarme cómo interpretarlos.

(…) La Iglesia católica opone al principio luterano del libre examen de las Escrituras la tesis de que las fuentes de la revelación son dos, las Escrituras y la tradición. Es ésta una tesis que siempre me ha parecido preferible a la de la sola Scriptura protestante, porque la verdad es que el mismo texto de las Escrituras –pienso, sobre todo, en el Nuevo Testamento- es ya la fijación de discursos que circulaban anteriormente en la comunidad de creyentes. Lo que no me parece aceptable es que se identifique, sin más, la tradición de la Iglesia con la enseñanza del Papa y de los obispos (incluso, en este último siglo, sólo con la del Papa). Quiero decir que el límite representado por el principio de la caridad, que debe guiar la interpretación secularizante del texto sagrado, prescribe, ciertamente, una escucha caritativa a la tradición, pero esta escucha se dirige a la comunidad viva de los creyentes, y no se restringe a la enseñanza ex cathedra de la jerarquía eclesiástica. (…) La relación con la tradición viva de la comunidad de los creyentes es bastante más personal y arriesgada, forma parte de ese deber global, con el que se identifica la tarea del creyente, de reinterpretar personalmente el mensaje evangélico.

No pienso, pues, que escuchar las palabras del Evangelio, incluso las más paradójicas, requiera el salto y, en fin, una suerte de aceptación “irracional” de la autoridad. (…) Tal vez se debería reflexionar sobre el hecho de que la apuesta pascaliana, es decir, la idea de que la experiencia de la fe es un salto en la paradoja, es una idea característicamente moderna: ligada a la época de la razón “triunfante” (...) Hoy que la razón cartesiana, y también la hegeliana, han realizado su parábola, ya no tiene sentido contraponer tan netamente fe y razón.



Lu-Nan

¡Qué pena!

El Evangelio es más amigable respecto a la razón (tardo) moderna y sus exigencias de lo que una concepción, en el fondo autoritaria, de la salvación me quiera hacer creer. Este rango amigable –no llamo así a otra cosa que al amor de Dios por la criatura, que es el sentido mismo del mensaje bíblico- me conduce también a mirar con ojos secularizantes –es decir, debilitadores- muchos aspectos de la doctrina cristiana que, de por sí, parecen justamente excluirlo del todo. Lo que siempre me reprochan los interlocutores cristianos más ortodoxos, o también los que, sin parecer tan ortodoxos, se inclinan, sin embargo, hacia un cristianismo trágico y apocalíptico, es que, en una versión secularizada y débil, las asperezas, la severidad, el rigor que caracteriza a la justicia divina deben perderse y, así, el sentido mismo del pecado, la realidad del mal y, en consecuencia, también la necesidad de redención.

(…) Pero ¿no deberíamos reconocer que Jesús nos rescata del pecado también y sobre todo porque lo desvela en su nulidad? ¿No sucederá con lo que llamamos pecado lo que se ha verificado a propósito de las muchas prescripciones rituales que Jesús dejó fuera de juego como provisionales y ya innecesarias? (…) ¿Qué impide pensar que también los demás pecados, los que nosotros todavía consideramos como tales, estén destinados a desvelarse un día a la misma luz?

La resistencia a esta idea está totalmente ligada a la de que hay pecados definibles como tales en base a una ley natural, justamente en base a una visión metafísica de esencias. Pero esta visión metafísica no es otra cosa que la absolutización de visiones del mundo determinadas históricamente, respetables como todo producto cultural humano (por amor al prójimo), pero nada más. Bueno, se dirá, pero entonces ¿también el mandamiento “no matarás” será algún día secularizable? Me gustaría recordar que la norma de la secularización es la caridad y, más en general o en lenguaje ético, la reducción de la violencia en todas sus formas; por lo tanto, no hay secularización alguna del pecado de homicidio. Con este límite de la caridad –que, además de al homicidio, se aplica también en cierto respeto por las expectativas morales de los demás, de la comunidad en la que vivo, que no se pueden derribar de golpe sólo por amor a la “Verdad” de la que me sentiría depositario- es posible pensar verdaderamente que la acción de Cristo respecto al mal es también una acción de disolución irónica; todo lo contrario a tantas actitudes cristianas que se creen en la obligación de exagerar el gigantesco poder del mal en el mundo, como si éste fuese un modo de enfatizar el poder salvífico de quien nos libera de ello. El Antiguo Testamento, y también algunas páginas del Nuevo, están plagadas de situaciones en las que la justicia divina se ejerce de manera terrible, y, no ocasionalmente, de acuerdo con las crueles costumbre de las sociedades de la época.

(…) La imposibilidad para nosotros de llegar a esta conciliación
-->[del rostro justo y el amoroso y misericordioso de Dios] --> --> es sólo expresión del terrible y transcendente enigma de Dios: una vez más, se requiere un “salto” y una aceptación. Pero la incomprensibilidad de Dios ¿no será, precisamente, otra pervivencia de los prejuicios violentos de la religión natural, precisamente de aquella de la que Jesús ha querido liberarnos? (…) La relación entre los dos rostros de Dios es, en realidad, una relación entre momentos diversos de la historia de la salvación, y la justicia divina es un atributo aún cercano, ante todo, a la idea natural de lo sagrado, que debe ser “secularizada” precisamente en nombre del mandamiento único del amor.

-->
(…)
Dios puede muy bien ser juez y, sin embargo, perdonar; éste es, en todo caso, el misterio con el que debemos contar; un misterio que, por otra parte, quizá nos resulte menos incomprensible si reconocemos que todos tenemos necesidad de perdón; no tanto o principalmente porque hayamos violado principios sagrados, metafísicamente sancionados, sino porque hemos “faltado” en relación a aquel a quien debíamos amar –tal vez el mismo Dios (que no se identifica, sin embargo, con la ley natural como con tanta frecuencia nos han dicho) y el prójimo, bajo cuya apariencia se nos presenta.

El significado (exclusivamente) exclamativo del término pena (peccato), si lo miramos así, no es tan inaceptable ni está tan alejado de lo que podemos cristianamente pensar. (…)

La secularización no afecta sólo a los contenidos de las Escrituras, sino también, inseparablemente, a las estructuras y los órdenes mundanos. Mientras el cristiano se mueve en el orden mundano de acuerdo con los principios propios de este orden, y sigue, pues, las reglas del juego y no se cree legitimado para violarlas en función de sus referencias “sobrenaturales”, deberá, sin embargo, en base al mandamiento único de la caridad y sin fantasías respecto a leyes naturales, mirar también este orden como un sistema que ha de hacerse más ligero, menos punitivo y más abierto al reconocimiento de las (a veces buenas) razones de los culpables, además de al derecho de las víctimas.

En lugar de presentarse como un defensor de la sacralidad e intangibilidad de los “Valores”, el cristiano debería actuar, sobre todo, como un anarquista no violento, como un deconstructor irónico de las pretensiones de los órdenes históricos, guiado no por la búsqueda de una mayor comodidad para él, sino por el principio de la caridad hacia los otros.
(…)

(…) La lectura filosófica que creo poder dar del cristianismo, concentrada en torno a la idea de secularización, me permite el no pretender racionalizar completamente mi actitud religiosa: puedo aceptar que muchas de las cosas que pienso y digo cuando rezo están sujetas todavía a una posible ulterior secularización (así, la idea de que Dios sea padre y no madre también; o, ni más ni menos, que sea persona como lo soy yo...). Y además, precisamente la disolución de la razón metafísica, con sus pretensiones de captar definitivamente el verdadero ser, me permite también aceptar que haya un cierto grado de “mito” en mi vida, que no necesariamente debe ser traducido en términos racionales –también la razón debe ser secularizada, hasta el fondo, en nombre de la caridad: por ejemplo, en nombre de la simpatía que me une a la tradición cristiana, de la admiración que, como ya he dicho, me suscitan las virtudes (casi todas) de los santos, del sentimiento de pertenencia que, a pesar de todo, experimento en relación a la Iglesia concebida como comunidad de los que creen en Jesucristo, aunque, y sobre todo, prestando poca atención al Papa y a sus prejuicios.

“Volver a creer”, en el fondo, quiere decir un poco todo esto: quizá también apostar en el sentido de Pascal, esperando vencer pero sin estar en absoluto seguro de ello. Volver a creer o, también, esperar creer.


Lu-Nan

Post scriptum


(…)
-->[Las observaciones que me han formulado los primeros lectores] giran todas en torno a dos puntos: a) si es justo y correcto “filológicamente” reducir la teología de lo “totalmente Otro” a un pensar trágico que se limitaría a reproducir la concepción naturalista de la divinidad como entidad misteriosa, caprichosa, inaccesible a la razón ( y a cualquier razonabilidad), en el fondo tratable sólo a través de la sumisión ciega e incluso de algunas prácticas mágicas; b) si la visión hebraico-cristiana como kenosis y actitud amigable de Dios respecto a la criatura no da lugar a un cristianismo demasiado optimista, que tiende a olvidar la dura realidad del mal –entendido no tanto como pecado, cuanto, sobre todo, como sufrimiento inexplicable, como resistencia de un “principio de realidad” que renace continuamente en nuestra experiencia y contra el que no podemos sino recurrir a la gracia de un Dios “Otro”.

Las dos observaciones (…) se reducen a una: esto es, si la religión, también en la forma de la religión revelada por Jesucristo, no debe mantener el sentido de la transcendencia que requiere ese salto del que yo digo desconfiar. Desconfiar del salto parece que signifique también negarse a reconocer la realidad del mal y por tanto, si no otra cosa, contradecir precisamente el principio de la caridad, puesto que puedo quizá tolerar y “secularizar” el mal cuando me afecta a mí, pero debo tomarlo extremadamente en serio si alcanza al próximo que me pide ayuda o, al menos, comprensión de su sufrimiento.

(…) Lo que me preocupa es rechazar ese cristianismo que quiere afirmar la religión como necesaria vía de salida de una realidad “intratable”; una vez más, la idea, en fin, bonhoefferiana del Dios “tapagujeros”, para la que el camino racional a Dios es el camino de la derrota y del fracaso. Es verosímil que, una vez elegida esta actitud, se acabe por enfatizar la realidad del mal, la insuperabilidad de los límites humanos, la idea de la historia como lugar de sufrimiento y prueba en lugar de como historia de la salvación. Sobre esta base sería hasta demasiado fácil volver la acusación de insensibilidad al mal en el mundo contra los que la formulan desde el punto de vista del cristianismo trágico: en realidad, con demasiada frecuencia el énfasis en la realidad del mal insuperable con medios humanos se ha resuelto, también en la historia de la Iglesia, en aceptación de los males del mundo, confiados a la sola acción de la gracia divina. Al encarnarse, en todos los sentidos de la kenosis, Dios hace posible, por el contrario, un compromiso histórico concebido como efectiva realización de la salvación y no sólo como aceptación de una prueba o búsqueda de méritos con vistas al más allá.

No creo, pues, que el optimismo vinculado a la lectura “débil” de la revelación cristiana conduzca necesariamente a una infravaloración de los males del mundo. Es verdad que la posición “trágica” parece corresponder mejor a las experiencias, apocalípticas en tantos sentidos, que vive la humanidad del siglo XX: efectos perversos del “progreso” técnico y científico, amenaza de problemas existenciales aparentemente irresolubles... Pero el “salto” en la transcendencia, en estas condiciones, puede tener, como mucho, un significado consolador; si se lleva más allá de este significado, deviene fuente de una interpretación supersticiosa, mágica, naturalista de lo divino. No rechazo, desde luego, la consolación. El Espíritu Santo que Jesús manda en Pentecostés y que asiste a la Iglesia en la interpretación secularizante de las Escrituras es también auténtico espíritu de consolación. La salvación que busco a través de la aceptación radical del significado de la kenosis no es, pues, una salvación que dependa sólo de mí, que olvide la necesidad de la gracia como don que viene de otro. Pero también es gracia el carácter del movimiento armonioso que excluye la violencia, el esfuerzo, el rechinar de los dientes del perro que lleva mucho tiempo atado, según una imagen de Nietzsche. Que el núcleo filosófico de todo el discurso aquí desarrollado sea la hermenéutica, la filosofía de la interpretación, muestra con ello la profunda fidelidad a la idea de gracia entendida en los dos sentidos: como don que viene de otro y como respuesta que, mientras acepta el don, expresa también, inseparablemente, la verdad más propia de quien lo recibe. (Me remito una vez más a la teoría de la interpretación de Luigi Pareyson, recordada ya a lo largo del texto.)

Se podría concluir que no basta con proponerse interpretar las Escrituras leyendo los signos de los tiempos: el cristianismo trágico, como he dicho, corresponde, incluso demasiado bien, a una cierta Stimmung extendida en este fin de milenio, que creo debe ser rebatida puesto que sus resultados son los fundamentalismos, la clausura en el horizonte restringido de la comunidad, la violencia implícita en el concebir a la Iglesia bajo el modelo de un ejército dispuesto a la batalla, la tendencial enemistad hacia el facilitar la existencia que la ciencia y la técnica prometen y realizan en parte. Por tanto, la lectura de los signos de los tiempos tiene siempre también una implicación escatológica, como en los textos evangélicos en los que aparece, que aluden siempre al Juicio Final. Esto significa, en la perspectiva que he ilustrado aquí, que en la lectura de los signos hay siempre también una norma que no se reduce totalmente a estos signos; la elección entre pensar trágico y secularización sólo se puede hacer por referencia a esta “norma” escatológica. Una norma tal –la caridad, destinada a permanecer cuando la fe y la esperanza ya no sean necesarias, una vez realizado completamente el reino de Dios- justifica plenamente, me parece, la preferencia por una concepción “amigable” de Dios y del sentido de la religión. Si esto es un exceso de ternura, es Dios mismo quien nos ha dado ejemplo de ello.