martes, 30 de marzo de 2010

RAMANA MAHARSHI







Todos los pensamientos que aparecen en el corazón tienen como su base la egoidad, que es el primer modo mental «yo», la cognición de la forma «yo soy el cuerpo»; así pues, el surgimiento de la egoidad es la causa y la fuente del surgimiento de todos los demás pensamientos; por consiguiente, si se destruye el auto-orgullo en la forma de la egoidad, que es la raíz del árbol ilusorio del samsara (esclavitud que consiste en la transmigración), todos los demás pensamientos perecerán completamente como un árbol arrancado. Surjan los pensamientos que surjan como obstáculos a la sadhana (disciplina espiritual) de uno, no debe permitirse que la mente vaya en su dirección, sino que debe hacerse que permanezca en el propio sí mismo de uno, que es el Atman; uno debe permanecer como presenciador de todo lo que acontece, adoptando la actitud: «¡Cualesquiera cosas extrañas que acontezcan, qué acontezcan; veamos!» Ésta debe ser la práctica de uno. En otras palabras, uno no debe identificarse con las apariencias; uno no debe abandonar el propio sí mismo de uno. Éste es, el medio adecuado para la destrucción de la mente (manonasa), que es de la naturaleza de ver el cuerpo como el sí mismo, y que es la causa de todos los obstáculos ya mencionados. Este método, que destruye fácilmente la egoidad, merece ser llamado devoción (bhakti), meditación (dhyana), concentración (yoga) y conocimiento (jnana). Debido a que Dios permanece de la naturaleza del Sí mismo, brillando como «yo» en el corazón, y debido a que las escrituras declaran que el pensamiento mismo es esclavitud, debido a esto, la mejor disciplina es permanecer quiescente sin olvidar-Le nunca a Él (Dios, el Sí mismo), después de disolver en Él la mente, que es de la forma del pensamiento «yo», sin importar a través de qué medios. Ésta es la enseñanza concluyente de las escrituras.


Bhagavan Sri Ramana Maharshi, Vichara-sangraham (1900-02)



viernes, 26 de marzo de 2010

FISIOGNÓMICA



Jan Van Eyck, Prolíptico del Cordero Místico (Detalle)


I.


1. Si mi alma silencia a la carne por un acto de violencia, la carne se vengará del alma infeccionándola secretamente del espíritu de venganza. La amargura y el mal humor son las flores de un ascetismo que solamente ha castigado el cuerpo. Porque el espíritu está por encima de la carne, pero no completamente independiente de la carne: cosecha en sí aquello que siembra en la carne. Si el espíritu es débil con la carne, encontrará en la carne la imagen y la acusación de su debilidad. Pero si el espíritu es violento con la carne, sufrirá por la repercusión de la carne contra la violencia. (...)

2. Sólo existe un ascetismo verdadero: el que es guiado por el Espíritu de Dios y no por el espíritu de uno mismo. El espíritu del hombre primero debe sujetarse a la gracia y entonces podrá traer a la carne a la sujeción de la gracia y de sí mismo. "Si por el Espíritu mortificáis los hechos de la carne, viviréis" (Romanos 6.13)
La gracia es caritativa, misericordiosa, amable, no buscadora de su interés. La gracia inspira en nosotros únicamente el deseo de la voluntad de Dios, sea ésta la que sea, sin importar si es agradable o desagradable a la naturaleza. (...)

3. La vida espiritual no es sólo una negación de la materia. Cuando el Nuevo Testamento habla de "la carne" como enemigo nuestro, toma la carne en un sentido especial. Cuando Cristo dijo: "La carne nada aprovecha" (Juan 6.64), hablaba de la carne sin espíritu, de la carne viviendo para sus propios fines no solamente en las cosas sensuales, sino aun en las espirituales.
Una cosa es vivir en la carne, y otra muy distinta vivir según la carne. En este último caso se adquiere "la prudencia de la carne, que es contraria a Dios", porque se hace de la carne un fin en sí, siendo así que cuando estamos en este mundo nuestra vocación exige que vivamos espiritualmente aun cuando estemos todavía "en la carne".
Todo nuestro ser -cuerpo y alma- debe espiritualizarse y elevarse por medio de la gracia. El Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros, que nos dio Su carne como alimento espiritual, que está sentado a la diestra de Dios en cuerpo divinamente glorificado, y que un día resucitará nuestros cuerpos de entre los muertos, no quiere que despreciemos el cuerpo o que lo tomemos a la ligera cuando nos dijo que nos neguemos a nosotros mismos. Hemos, ciertamente, de controlar la carne, hemos de "castigarla y someterla", pero ese castigo es para beneficio del alma y del cuerpo. Porque el bien del cuerpo no se encuentra sólo en el cuerpo, sino en el bien de la persona entera.


Thomas Merton, Los hombres no son islas, VI. Ascetismo y sacrificio.





II.





Fisiognómica (Franco Battiato, Fisiognomica, 1988)

Leo dentro de tus ojos
cuántas veces viviste,
en la línea de la boca
si estás dispuesto al odio o a la indulgencia,
en los rasgos de tu nariz
si sos orgulloso, altivo o acaso vil,
los dramas de tu corazón
los leo en tus manos,
en sus falanges,
dispendio o avaricia.
Por cómo reís y te sentás
sé cómo hacés el amor.
Cuando te enojás
si sos propenso al rencor o a la honestidad.
Por cosas que no sabés y no entendés
si sos presuntuoso o humilde,
de los arcos de las uñas
si sos un puro, un ávido o un mezquino.

Pero si te sentís mal
volvete al Señor
Creeme, no somos nada,
míseros arroyos sin Fuente.

Veo cuando caminás
si sos jactancioso, frágil o indefenso,
por cómo hablás y escuchás
el grado de conciencia,
en los músculos del cuello y en las orejas
el tipo de tensiones y de encierros.
En el sexo y en la pelvis
si sos más hombre o mujer,
vivir veinte o cuarenta años más es igual,
difícil es entender lo que es justo
y que el Eterno no ha tenido inicio
porque nuestra mente es temporal
y el cuerpo vive justamente sólo esta vida.

Pero si te sentís mal
volvete al Señor...





martes, 23 de marzo de 2010

LA ORILLA DEL MAR






Estoy de vuelta de Brasil. Alguien podría pensar que esa oración refuta el canto de Dorival Caymmi pero, en realidad, no hace más que reafirmarlo en tanto sigo estando, por evocación, allá. Allá no es, precisamente, en Brasil. De hecho, bueno, estoy acá, en Buenos Aires. Pero la orilla del mar ya es en la canción un estado, un estar tendido, una tendencia. En el viento, en las ondas del agua, hay un movimiento desprovisto de intención. El que va a la orilla del mar perpetúa ese movimiento, incluso contra su voluntad. De ese movimiento no se vuelve nunca más.
Pensándolo dos veces, es cierto, esa es una huella que sólo puede dejar Brasil, porque la muesca precisa que su mar produce en la memoria se convierte en el sentimiento preciso que llaman saudade, y acaso sea en ese sentimiento que se perpetúa el movimiento elemental que lleva y trae la ola del mar. Naturalmente, Dorival Caymmi recoge de ese movimiento una canción. A beira do mar trata acerca de una especie de inversión del sentimiento de saudade o, más precisamente, de una inversión en el movimiento habitual de la saudade conservando, sin embargo, la calidad exacta del sentimiento. Esta vez no se sufre de saudade por lo que fue y sin remedio se ha perdido; se evoca lo que, por haber sido, está condenado a perpetuarse. Pero el movimiento del mar todo lo iguala. Lleva e inexorablemente trae. El resultado es el mismo, la pérdida y la saudade consiguiente. Sólo que el que se perdió, el que no vuelve nunca más, tal vez ahora sea el propio cantor, acompañado en su pena gozosa de todos los condenados que Dona Janaína invitó a quedarse (y la reina del mar no acepta negativas) en ese mismo estado, ese estar tendido, esa tendencia.





El que viene a la orilla del mar, ay
nunca más quiere volver, ay
El que viene a la orilla del mar, ay
nunca más quiere volver

Anduve por andar, anduve
y todo camino dio al mar
Anduve por el mar, anduve
en las aguas de Dona Janaína
La ola del mar lleva
La ola del mar trae
Quien viene a la orilla de la playa, mi bien,
no vuelve nunca más.

miércoles, 17 de marzo de 2010

CIÉRRAME AMBOS OJOS CON TUS MANOS BIENAMADAS







Así empieza la primera parte (Amada música) de Historia de un secreto, un libro extraordinario de Esteban Buch sobre la Suite Lírica de Alban Berg:

"Esta noche, mi amor, te he sido infiel por primera vez. Ya sabes que mi idea de la fidelidad no es como la de la mayoría. Para mí, es un estado interior que nunca abandona al amante, que lo sigue como su sombra y se vuelve parte de su personalidad: el sentimiento de que nunca está solo, de que es un ser dependiente, de que sin la amada ya no es una persona entera, capaz de enfrentar la vida.
"En ese sentido te he sido infiel esta noche. Fue durante el final de la sinfonía de Mahler, cuando poco a poco me invadió una sensación de completa soledad, como si del mundo no hubiera quedado más que esa música -y yo que la escuchaba. Pero cuando tras el clímax, potente y arrollador, se hizo el silencio, sentí una punzada de dolor, y una voz adentro mío dijo: '¿Y Helene?'. Sólo entonces me di cuenta de que te había sido infiel, y por eso imploro ahora tu perdón. ¡Dime, amor mío, que me comprendes y me perdonas!"

El joven Alban Berg confiesa a su novia Helene Nahowski una infidelidad absoluta: el clímax de la música disuelve incluso la conciencia de la culpa. También le confiesa una infidelidad secreta: en la sala de conciertos, nadie habrá intuido la traición en su rostro deslumbrado. Y sin embargo, esa noche de 1907 en Viena, Berg es infiel en lo más profundo de su ser, en esa intimidad sensible donde no reina ni la moral, ni el mundo. El compositor se entrega a la Tercera sinfonía en re menor de Gustav Mahler, Mahler que canta a Nietzsche: "Toda dicha ansía la eternidad", esa Ewigkeit con la que Goethe había terminado Fausto y con la que él mismo un día terminará Lulu. Esos pocos minutos disuelven el mundo en la dicha, y sin embargo el éxtasis sólo dura lo que la música tarda en apagarse, como en el vértigo de una relación prohibida. No es fácil permanecer fiel ante lo irresistible, aun haciéndose una idea "diferente" de la fidelidad. Berg traiciona su propia regla en el momento mismo en que la enuncia: la "completa soledad" de la escucha desmiente brutalmente "el sentimiento de que nunca está solo" en el amor. Y esta fidelidad, tan fácilmente abandonada, debe convertirse en "parte de su personalidad". Esa carta, al comienzo de su relación con Helene Nahowski, anuncia la división de su yo. Claro que no hay dudas de que Berg esté enamorado de esta hermosa rubia, que muchos dicen hija natural del emperador Francisco José. Se deleita oyéndola cantar, multiplica las cartas de amor, la corteja con pasión y sin éxito. Tras desafiar durante años el rechazo del señor Nahowski, como antaño Robert Schumann el del padre de Clara Wieck, un día de 1911 tendrá su noche de bodas. Helene no tiene por qué dudar del amor de su novio. Sólo que al casarse con el discípulo de Arnold Schoenberg quince días antes de la muerte de Mahler, ¿se condena acaso a tener celos de la música? ¿La música vendrá a raptar el alma de su amante, como una rival infinitamente más poderosa y más sutil? Pues esta Tercera sinfonía, en boca de Berg, se parece mucho a una mujer. ¿A cuál? Ya Berg exclamaba en su primera carta a Helene: "¡Una y otra vez beso tu mano, mi gloriosa Sinfonía en re menor!". La misma obra puede entonces ser a veces la rival, a veces la metáfora de la mujer amada. No hay contradicción necesaria entre la fidelidad al amor y la fidelidad a la música. Más que un artista dividido entre su amor y su obra, Berg es un compositor para quien la música es el lugar de la representación de la infidelidad como drama humano por excelencia.

domingo, 7 de marzo de 2010

LA DISTANCIA ES TAN GRANDE QUE NO SIRVE MIRAR

Me preguntaba cómo conciliar dos creencias personales aparentemente contradictorias. La primera, explicitada en la filosofía advaita y presente en casi todas las tradiciones místicas: 'todos somos uno'. La segunda, típicamente posmoderna: 'estamos absolutamente solos'.

Spinetta, una vez más, parece sugerir que abracemos la contradicción para entender, ahora, que la comunión se da en el sentido personal e inconmensurable de la experiencia del misterio. 
Efectivamente, estamos solos en el vacío de la experiencia personal, pero cuando sucede la experiencia mística (categoría esta que excede el confín del claustro) llegamos, mediante esa misma experiencia, a comprender, en sentido fuerte, que no comprendemos.





La distancia es tan grande
que no sirve mirar,
sólo sentir las estrellas
y saber que se mueven
y qué feliz la verdad
de este sueño fugaz.

miércoles, 3 de marzo de 2010

EL AMOR OBEDECE AL UNIVERSO



Love hides -The doors (Live in Pittsburgh, 1970)

El eslovaco Slavoj Žižek suele plantear, creo, problemas interesantes y, por lo general, los resuelve en un sentido contrario a mis creencias o a, digamos, mi ideología. Esta vez Žižek habla sobre el amor. Descarta, con un cargo de ingenuidad, la solución del amor universal a la creación entendida como desequilibrio cósmico. La opción del amor personal no nos lleva, como es previsible, a consecuencias deseables. El amor personal resulta ser, al reproducir su mecanismo, una especie de agente del desequilibrio cósmico. En este sentido, concluye Žižek, el amor es el mal. 
Prefiero no descartar la opción del amor universal. En cualquier caso elijo reformularla para obtener, en una operación igualmente formal, que el amor, entendido -hablando mal y pronto- como obediencia a la medida cósmica, no es otra cosa, al igual que el perdón, que un acto de decreación que devuelve las cosas a su principio. 
A continuación, el video citado de Žižek. Y después un texto de Raimon Panikkar que nos ofrece una visión genial del amor, en diálogo con el hinduismo y con el cristianismo.








Amor y no-dualidad

La idea según la cual Dios es Amor, con todas sus implicaciones, representa un desafío para un advaitin[1] que pretende estar más allá de todo dualismo y por tanto —dado que el amor parece presuponer dualidad— estar también más allá del amor. Este problema es, ante todo, una cuestión interna del hinduismo que, en sus principales corrientes devocionales, es una religión del amor (bhakti) y en sus aspectos más contemplativos y filosóficos una religión de la gnosis (jña-na) (que pretende ser superior que la primera), pero es también una cuestión que, de una forma u otra, se plantea ineludiblemente en toda experiencia de no-dualidad.
La respuesta convencional al problema, es que el amor (bhakti) es sólo un primer paso hacia La gnosis (jña-na): hasta que no hace su aparición la intuición suprema, no se puede hacer nada mejor que seguir el camino de la devoción. Es una típica respuesta adváitica: la bhakti no es más que una preparación al jña-na, y debe abandonarse en cuanto se alcanza este último.
Una segunda respuesta, también tradicional, es que el verdadero jña-nin[2] no cree en la bhakti para sí mismo, sino que cumple sus prescripciones por cuenta de otros, como se dice que hizo Sankara cuando cumplió los ritos funerarios por su madre, o como las funciones de los sacerdotes en las ceremonias, que se desarrollan por cuenta de la gente. Sin embargo no es una respuesta completamente satisfactoria, en especial para ese tipo de advaita que no quiere ignorar la existencia radical del amor. ¿Hay, entonces, en el corazón de un verdadero advaitin, un lugar para el amor?
Se plantea ahora un tercer punto. Si el amor no debe de ser una palabra vacía, implica una cierta tensión entre el amante y el amado, o por lo menos una cierta distancia entre ellos. Bhakti, en efecto, significa etimológicamente tanto separación (bañj) como dependencia (bhaj). Pero hay, además, otros aspectos que debemos tener en consideración.
La percepción del Ser como amor cristalizado parece llevar a la experiencia de su estructura como amor universal, como una efusión de amor que no tiene en cuenta los objetos a los que se dirige: en otras palabras, un amor total a todo aquello que lleva en sí una chispa del Ser. ¿Pero es el amor solamente una armonía interna?, ¿no hay quizá, en él, otro elemento?, ¿puede existir sin cierto dinamismo afectivo?, ¿no requiere una especial relación yo-tú, en la que ese ‘tú’ concreto no puede ser cambiado por ningún otro?, ¿existe realmente espacio en el advaita para este amor particularizado y personal?
Parece que la experiencia auténtica del amor humano no se contenta con una implicación con el otro como un otro genérico —en la cual el otro es en definitiva reducido al sí-mismo—, sino que tiene necesidad del otro como de un otro particular, personal e irrepetible. Todo verdadero amor es único: ¿dónde encuentra entonces su lugar la universalidad?, ¿el amor de una madre hacia su hijo, por ejemplo, o el de un hombre hacia su amada, tiene un valor último?, ¿puede un advaitin sentir ese amor?, ¿la amistad tendrá lugar en el cielo, es decir, en Dios?
Un advaitin puede amar cualquier cosa: su afecto no condicionado por el nombre y la forma (na-ma-rus,pa)[3], puede abrazar a todo; porque toda cosa, en la medida en que es, es el Sí-mismo y por lo tanto digna de amor. ¿Pero es este amor real?, ¿podemos aplicar el término ‘amor’ a algo que hace abstracción de todo cuanto tengo y que en cierto sentido elimina mi persona —hasta el punto que mi ego no posee nada que pueda atraer al amante, ser entregado como un don o conquistar la devoción del amado?, ¿qué amante o qué amado estaría satisfecho con un amor sin ojos ni rostro?, ¿o bien estas son sólo imágenes antropomórficas, sin sentido último alguno?
La clásica respuesta adváitica es archisabida: no se ama a alguien —sea amigo, mujer o marido— por sí mismo, sino por el a-tman[4]. El amor es todo lo que hay; no hay amante o amado: toda distinción entre ellos es borrada. En ello hay una profunda verdad, en la medida en que responde a la exigencia de superar el dualismo, pero estoy, al mismo tiempo, convencido de que no es la verdad más profunda que el advaita. En mi opinión el advaita debería oponerse al monismo estricto de la misma manera que se opone a todo dualismo. En los párrafos que siguen intentaré mantenerme fiel a una intuición del advaita que transciende estos extremos de monismo y dualismo.
Llegamos así al cuarto punto que, por sí mismo, como el cuarto estadio delbrahman[5], nos permite tener una visión plena de lo último —y el último misterio es lo que tratamos de alcanzar.
Si la estructura de lo último es el amor, entonces este es el amor que ama, o amor del amor, amor-en-sí-mismo: es como un ‘ojo’ que se ve a sí mismo, una ‘voluntad’ que se ama a sí misma, un ‘ente’ que se vuelca fuera como ‘Ser’, una ‘fuente’ que se reproduce totalmente en una imagen idéntica y que después emerge en el Ser como aquello que acoge a la fuente. La ‘imagen’ es el Ser. La fuente del Ser, puesto que es la fuente, no es el Ser —sino precisamente su fuente. Además, para que este dinamismo y esta tensión no pongan en peligro la total unicidad el Absoluto, el ojo ‘reflejado’, el ser generado, la imagen idéntica no interrumpe el flujo generoso del amor divino sino que lo devuelve amando con el mismo amor, respondiendo en la misma medida, de modo que, visto desde ‘fuera’, parece que nada ha sucedido ‘en la vida interna’ del Absoluto. Sólo quien toma parte en este dinamismo puede atestiguar el flujo incesante de la Vida divina: un Amor que se da plenamente y es salvado, por así decirlo, por la respuesta total del amado, que devuelve el amor del Amado respondiendo con amor.
Ahora bien, un advaitin es una persona que ha realizado la absoluta no dualidad del Ser, de la Realidad, del Supremo, del Absoluto —sea cual sea el nombre que escojamos para designar al Inefable. No hay lugar para el dualismo pero tampoco para el monismo. El dualismo no puede ser la meta última, porque donde hay dos existe una relación entre ellos que está por encima de ellos y es más definitiva que ambos. Y tampoco el monismo puede ser lo último, en la medida en que niega el supuesto mismo del problema.




El Advaita y el amor

Digámoslo así: Un advaitin se halla establecido en el Yo único y supremo (aham-brahman). Sin embargo este Yo, por el hecho mismo de ser el Yo, implica, produce un Tú como su contraparte necesaria (alius [el otro] non aliud [lo otro], el partner —del Yo— no otro). En palabras más sencillas, de alguna manera el Yo debe reflejarse en un Tú, aunque este Tú sea sólo la producción del propio Yo y no un ‘otro’ externo. En este Tú, el Yo se descubre a sí mismo, y realmente lo es (es decir el Yo). Por decirlo de otro modo: el Tú es la conciencia que el Yo no sólo tiene sino que es. En efecto este Yo se conoce a Sí mismo, pero su conocimiento no es otra cosa que Aquel que conoce. Sin embargo, el Conocimiento ha llegado a producirse porque Aquel que conoce ha salido de sí mismo, por así decir, ha ‘amado’ aquello que Él, a través del amor, reconoce como su (mismo) conocimiento. Sí mismo tal y como es conocido por Sí mismo. Podría no conocer ni siquiera a Sí mismo si no fuese empujado hacia fuera o si no se ‘despojase’ de Sí mismo, sólo para reencontrarse inmediatamente en el ‘sujeto’ (persona) en el cual él se ha otorgado a Sí mismo. Este don total de Sí es Amor. Ahora estamos mejor equipados para profundizar en nuestro problema.
El advaitin que se ha establecido en ese Yo —en el Absoluto, que podemos decir que se conoce y ama a Sí mismo— reconoce y ama las chispas de Ser que flotan rebosando de la nada por lo que ‘son’: ‘partes’ u ‘objetos’ (aunque este sea un uso impropio de las palabras) del conocimiento y amor divinos. Él conoce y ama las ‘cosas’ de la misma manera en que Dios las conoce y las ama (por usar términos teístas), en un único acto con el cual Él se conoce y ama a Sí mismo y en el cual Él asocia todos aquellos que nosotros llamamos seres presentes sobre la tierra, sea cual sea la naturaleza que posean. El advaitin no sólo ve todas las cosas en el Uno sino que posee una percepción de toda cosa como no dual y por tanto que no constituye una especie de segundo frente al solo y único Uno: «un solo sin segundo»[6] puesto que ningún dvanda, ninguna pareja, ninguna dualidad puede ser última. El ama todo del mismo modo que el Amor único y universal. En cuanto alcance e intensidad el verdadero advaitin ama como ama el Absoluto.
Ahora bien, una cosa —sea la que sea— lo es en la medida en que es conocida y amada por el Conocimiento y Amor absolutos. Como ya hemos dicho, las cosas no son más que cristalizaciones del amor divino. Una cosa es no sólo en la medida en que es amada; ella es ese mismo amor. En sí misma no es nada. Si una cosa no fuese una simple nulidad no podría ser el ‘recipiente’ puro de ese único acto de amor del Yo absoluto. Ahora bien, por el hecho de que este acto divino crea precisamente esa cosa, la cosa íntegra, la cosa que comprende su propio origen, es el Yo total, el Amor total e indivisible. Vista respecto a sí misma como la ‘cosa’ en ‘sí’, aparece como una imagen limitada de un amor sin límites, de la misma manera que la totalidad del sol se refleja, aunque no de manera completa, en cada uno de los trozos de un espejo roto.
Si hubiese que expresar esto en términos teístas, carecería de sentido decir que Dios ama a una cosa más que a otra, no sólo porque el ‘más’ no tiene sentido alguno referido a Dios, sino también porque igualmente carece de significado respecto a las ‘cosas’ mismas. Si Dios amase una cosa un poco más de lo que efectivamente lo hace, esa ‘cosa’ —en cuanto cristalización del amor divino— dejaría de ser lo que es y sería en cambio otra ‘cosa’ —la otra cosa con ese más.
Consideremos ahora la cuestión concreta del lugar que el amor humano corriente tiene en el corazón de un advaitin. Ante todo, hay que eliminar todo tipo de afecto caprichoso debido a causas psicológicas o estéticas; se admite sólo aquel que tiene una justificación ontológica suprema. En otras palabras, debemos conectar el amor humano con el centro mismo del Absoluto, o de lo contrario admitir que la bhakti no está en el mismo plano que el jña-na.
Yo amo a mi madre, a una amiga, a mi mujer o a mi hijo con un amor que no es intercambiable. No amo al objeto de mi amor sólo porque ella es ‘madre’ o ‘compañera’, sino porque es ella. Ninguna otra madre podría sustituirla, sólo esa amada puede extinguir la sed del que ama; no puede existir sustituto alguno. El amor no admite indiferencia. Toda cosa en la amada es diferente y única. Además, yo no amo a mi ‘madre’ o a mi ‘compañera’ porque es mimadre o mi compañera, sino por sí misma, por el Sí que hay en ella. LaUpanis,ad tiene razón: es en virtud del a-tman, del Sí-mismo, pero este a-tman no es ni su alma ni la mía pero tampoco es algo distinto de ambas.
Pero aquí está precisamente la dificultad. En el amor de un no-advaitin el problema ni siquiera surge: él ama al otro en cuanto otro, al tú como ese tú particular, vivido como realidad última, con el consiguiente riesgo de idolatría. He aquí porque en un contexto dualista existe un cierto antagonismo entre el amor de Dios y el amor de una criatura, y la religión dualista subraya la necesidad de amar a la criatura por amor de Dios. El amor adváitico es incompatible con esta dicotomía. Si amo a mi amado (o a mi amada), no puedo amarlo ni por sí mismo ni por Dios. He de amarlo con ese idéntico amor con el que amo a lo Último; para ser más precisos, esa misma corriente de Amor que me arrastra al amor del Absoluto hace que yo ame a mi amado como esa chispa del Absoluto que él (o ella) realmente es. Aún más: por decirlo en términos teístas, el amor del advaitin hacia su amada es en realidad el Amor de Dios hacia entrambos, el amante y la amada.
La persona, en el contexto del advaita, no es más que el descenso concreto —o la revelación— del Amor (divino). La unicidad de toda persona se basa en esta relación de Amor siempre distinto y por tanto único. El amoradváitico no ama lo individual sino lo personal, no la ‘propiedad’ de la amada, sino el don divino que a ella le ha sido concedido: no lo que la amada posee, sino lo que es.




El amor adváitico

Intentaré describir este amor. Yo te amo amada mía, sin ningún ‘por qué’ más allá de mi amor y sin ningún ‘por qué’ detrás de mi amor; te amo simplemente en cuanto que descubro en ti al Absoluto —aunque no como objeto, naturalmente, sino como al mismo sujeto que ama en mí. Te amo con un amor único y total que es la corriente del amor universal que pasa a través de ti, por así decirlo, porque en mi amor por ti el amor universal se despierta y encuentra su expresión. Te amo en cuanto que eres —es decir en la medida en que tú eres realmente— el Absoluto. No te amo a causa de mi mismo. Esto es esencial: Todo amor egoísta es incompatible con el advaita; todo tipo de concupiscencia, sea ella deseo de placer, de satisfacción, de seguridad, de consuelo o similar, está excluido. Amarte por mí mismo equivaldría a la peor forma de idolatría: la egolatría. Todo amor que mire a enriquecerme, a completarme, que —en una palabra— mire hacia mí, puede ser quizás un amor humano y también bueno, pero no es en absoluto amor adváitico. Este último no es ni en función de Dios, como motivación externa a mi amor, ni —aún menos— en función de mi ego.
El único amor en armonía con el advaita es el amor de Dios —en ambos sentidos de la expresión: es ‘mi’ amor hacia El y ‘Su’ amor por mí, que pasa a través de la criatura que yo amo. Es un amor verdadero y apasionado, sensible a los más leves detalles del auténtico amor humano, y, sin embargo, es pasivo porque no está fundamentado sobre el yo. Desde fuera podría parecer casi fatalista. Todo amante está cogido, absorbido en su amor, vencido por el amor. Hay amor en mí, y sucede que es dirigido hacia esta persona en concreto. Es un amor que enciende en mí mi amor hacia el Absoluto, porque ese mismo amor no es distinto del Absoluto. Es un amor personal y directo que pasa a través de mi para alcanzar a la amada, y que en cierto sentido hace ser a la amada. Es un amor creativo, porque —en términos teístas— es el mismo amor de Dios hacia una persona el que llama al ser a esa persona. Un advaitin puede amar solamente si el Absoluto ama; su amor no puede ser distinto.
Esta descripción puede hacerse un poco más completa si expresamos este amor en términos ontológicos. Amo a mi amada porque mi persona está establecida en el único Yo, y este Yo es Amor y ama a mi amada. En este sentido, yo ‘participo’ del amor de Dios hacia esa persona. Dios ama a esa persona personalmente, tal y como es, y yo también. Ella encuentra en mi amor el amor de Dios, de alguna manera ‘siente’ que a través de este amor mío ella es amada. Y ahora quizás podamos resolver la dificultad que habíamos mencionado al principio: si las cosas están así, y si Dios ama a todo ser, ese toque personal que caracteriza todo amor humano es totalmente preservado, porque aunque el amante esté ‘asociado’ al amor universal de Dios, él ‘comparte’ la relación constitutiva del amor de Dios hacia su amada; o, en otras palabras, hay una cercanía ontológica entre el amante y la amada. Son como dos momentos o dos polos en el amor infinito de Dios. Yo amo a mi amada porque soy ese amor de Dios que hace que mi amada sea. No puede existir un amor más personal.
Sin duda he venido utilizando términos que pueden ser interpretados fácilmente en sentido dualista. He hablado del amante y de la amada como dos personas aquí en la tierra y he tomado como ejemplo el amor entre un hombre y una mujer. Sin embargo, he subrayado también que estos dos sujetos no pueden ser considerados como dos realidades últimas, como dos polaridades puestas una frente a la otra. El problema por tanto es este: ¿puedo yo, tal y como soy, una persona humana, amar tal y como es a otra persona, o por el contrario deberé renunciar a esta noción de relación interpersonal y simplemente intentar desarrollar un amor universal e indiscriminado dado que todo género de autoafirmación es incompatible con el advaita? Es precisamente aquí donde el carácter catártico, purificador, de este supremo tipo de amor aparece de manera más clara.
El amor advaita ha de ser divino y cósmico, lleno de ‘personalidad’ pero vaciado de toda individualidad, egoísmo, capricho y concupiscencia. Es el amor más profundo y más fuerte, y también el más humano en cuanto que alcanza al corazón mismo del ser humano, su personalidad, su relación óntica con Dios y con otro ser semejante a él mismo. No es un amor de las cualidades individuales sino del corazón de una persona, un amor de la persona integral: cuerpo, alma y espíritu. Significa amar al otro como realmente es, un amor que descubre y al mismo tiempo lleva a cumplimiento la identidad de amante y amada. El verdadero amor humano no consiste en mirarse el uno al otro, sino en mirar en la misma dirección, en el dar culto juntos en una adoración unitiva. No es auténtico y definitivo si no es un sacramento —un símbolo real de la identidad divina descubierta en dos chispas peregrinas que se funden conjuntamente para alcanzar el único Fuego divino.




El amor en el diálogo entre hinduismo y cristianismo

El diálogo entre hinduismo y cristianismo es difícil y se llega en seguida a un punto en que se bloquea, con el consiguiente senti miento de frustración, a causa de malentendidos básicos originados muchas veces en prejuicios mutuos o en la falta de conocimientos adecuados. Para mencionar solamente algunos extremos, diré que se supone que el hinduismo no cree en un Dios personal y se piensa que no ve en la caridad el primero de los deberes religiosos. El concepto de persona, que parece esencial e indispensable en cualquiera exposición de la fe cristiana, es aparentemente desconocido para la mente hindú y así podríamos poner otros muchos ejemplos. Por otra parte, los hindúes más ‘iluminados’, que por lo general profesan el advaita, consideran al cristianismo como una religión inferior, porque ve en Dios esencialmente al otro y no consiente ninguna unión o identificación con él. Para el advaitin la idea de persona es en sí misma relativa, por lo que aplicarla al Absoluto equivale a idolatría.
Es muy posible que el concepto de persona precise ser revisado y tal vez profundizado, pero en este momento deseo hacer referencia a un único punto que tiene especial relación con nuestro argumento y discusión: a la implicación de la Trinidad. Si Dios, el Padre, es el Yo supremo que llama —engendra— al Hijo como su Tú, que Lo manifiesta y Lo refleja, entonces el Espíritu no es solamente el Amor personificado del Padre y el don de sí mismo del Hijo sino la no dualidad (advaita) del Padre y del Hijo. En otras palabras, el advaita aplicado a la Trinidad significa que no hay tres entes distintos (¡como si eso hubiese sido alguna vez posible!) sino que el único Yo se ama a sí mismo y descubre su no dualidad (que es el Espíritu) en el sí-mismo que es el Tú (el Hijo). La Trinidad, desde el otro lado, aplicada al advaita muestra que en el no dualismo puede existir un espacio para el Amor —entendido exactamente como el movimiento interno de este ‘Uno sin dos’ (Eckam eva advitiyam).
La esencia de la persona es relación. Mi persona no es otra cosa que una relación con el Yo. Por decirlo correctamente mi personalidad se coloca en el interior del Tú singular del único Yo. Pero mi persona está también correlacionada con los otros, roza, por así decirlo, las orillas de la realidad de otras personas. Mi persona está también correlacionada con mi amada a la que yo llamo tú y esta relación yo-tú nos hace emerger de la nada gracias al poder del Espíritu dador de vida que es Amor. De ese modo nos adentramos más y más en el Tú del Yo supremo, que no es diferente de Dios mismo. Este es el máximo nivel de amor humano y al mismo tiempo la propia condición para que sea posible: cuando el Espíritu contesta a Dios a través de nosotros. Aquí la personalidad alcanza su madurez, que es pura transparencia.
Quizás las últimas palabras del libro del Apocalipsis pueden ayudarnos a expresar la misma idea: «El Espíritu y la esposa dicen: ¡ven!»[7], donde la esposa asume y simboliza lo Universal transfigurado en el Amor y transparente a él, Amor que es precisamente el Espíritu. «Ven» es la llamada al Supremo a través del Amor, al advaita a través de la bhaktiTat tvam asi [esto eres tú][8]. Un  eres tú. Nosotros somos en la medida en que somos el , el tvam del Uno.


[1] El advaitin es el que ha alcanzado la experiencia de la no-dualidad (advaita). El Advaita Veda-nta, que se basa fundamentalmente en la interpretación que Sankara-ca-rya hace de las Upanis,ad y de los Brahma Sis,tra, es una de las escuelas filosóficas hindúes más difundidas en la actualidad en muchos ambientes espirituales. Se considera a sí misma como el culmen de todas las religiones y filosofías en cuanto que introduce e interpreta la ‘experiencia suprema’ de la no-dualidad, o sea la esencial no-separabilidad entre el Sí-mismo (a-tman) y ‘Dios’ (brahman). De las tres ‘vías’ clásicas de salvación presentes en el hinduismo -karman (las obras),bhakti (la adoración y el abandono) y jña-na (la gnosis meditativa)- esta escuela representa la última. En efecto se afirma que la ‘realización’ o ‘liberación’ se alcanza sólo a través de una conciencia intuitiva. Advaita (en cuanto distinto del Advaita Veda-nta) sería el principio fundamental del no dualismo (a-dvaita: no dualidad), privado de sus conexiones con el resto del aparato filosófico del Veda-nta.
[2] Jña-nin es el seguidor de la vía de la gnosis (jña-na).
[3] Na-ma-rus,pa representa el límite de la existencia relativa. Para eladvaita, el Supremo está más allá de todo nombre y toda forma, pero para la bakti ambos son manifestación del Divino (especialmente cuando se trata del nombre de Dios y de su imagen).
[4] Cf. Brhada-ranyaka Upanis,ad II,4,5
[5] Según Ma-ndukya Upanis,ad (especialmente 3-7), en el Absoluto hay cuatro estadios simbolizados por la vigilia, el sueño, y el sueño profundo (estos tres estados son condicionados), mientras que el cuarto estado (turiya está más allá de todo condicionamiento).
[6] Cf. Cha-ndogya Upanis,ad VI, 2,1
[7] Apocalipsis XXII, 17
[8] Cha-ndogya Upanis,ad VI, 8,7 ss.

Raimon Panikkar