viernes, 15 de marzo de 2013

LA CONTEMPLACIÓN EN UN MUNDO DE ACCIÓN


El verdadero centro de la vida contemplativa siempre ha sido una profundización de la fe y de las dimensiones personales de libertad y percepción del punto en que se realiza y se "experimenta" nuestra unión directa con Dios. No solamente despertamos a una conciencia de la inmensidad y majestad de Dios "allá fuera", como Rey y Señor del universo (que lo es), sino también a una percepción más íntima y más maravillosa de Él, directa y personalmente presente en nuestro propio ser. Sin embargo, esto no es una fusión o confusión panteísta de nuestro ser con el Suyo. Al contrario, existe un conflicto característico en el darnos cuenta de que, si bien en cierto sentido Él es más auténticamente nosotros de lo que nosotros somos, no somos idénticos a Él, y si bien Él nos ama mejor de lo que nosotros podemos amarnos, estamos opuestos a Él y, al oponernos a Él, nos oponemos a nuestro ser más profundo. Si sólo nos comprometemos en nuestra existencia superficial, en los actos externos, y en las triviales preocupaciones de nuestro ego, somos infieles a Dios y a nosotros mismos.



Para alcanzar una verdadera conciencia de Él, así como de nosotros mismos, debemos renunciar a nuestro ser egoísta y limitado para entrar en una existencia totalmente nueva. Llámesele fe, dígasele (en una etapa más avanzada) iluminación contemplativa, llámesele el sentido de Dios o incluso la unión mística: todos estos son aspectos y niveles diferentes del mismo tipo de realización: el despertar a una nueva conciencia de nosotros mismos en Cristo, creados en Él, redimidos en Él, y que hemos de ser transformados y glorificados en y con Él. En palabras de Blake, las "puertas de la percepción" se abren y toda la vida toma un significado completamente nuevo: el verdadero sentido de nuestra propia existencia, que por lo general está velado y deformado por las distracciones rutinarias de una vida enajenada, se revela ahora en una intuición central. (...)
Aunque esta "visión" interior es un don y no un producto directo de la técnica, es necesaria cierta disciplina que nos prepare a tenerla. La meditación es una de las formas más importantes y características de esta disciplina. La oración es otra. En el contexto de esta conciencia interior de la presencia directa de Dios, la oración se convierte no tanto en una cuestión de causa y efecto, sino más bien en una celebración del amor. A la luz de esta celebración, lo que resulta más importante es el amor propiamente dicho, el agradecimiento, la aceptación de la incondicionada y abundante bondad del amor que proviene de Dios y que Le revela en Su mundo. (...)





Ahora bien, la oración también debe verse a la luz de otra experiencia fundamental: la "ausencia de Dios". Ya que si bien Dios está inmanentemente presente, también es trascendente, lo que significa que Él se halla totalmente más allá del alcance de nuestra comprensión. Ambas ("ausencia" y "presencia") se unen en el conocimiento amoroso que "sabe porque no sabe" (...).
Lógicamente, no estoy hablando de la "experiencia mística" ni de nada nuevo y extraño, sino simplemente de la plenitud de la conciencia personal que produce una total abnegación de sí mismo, seguida por el compromiso personal al más alto nivel, más allá del simple consentimiento intelectual y la obediencia externa.
La verdadera vida cristiana se anquilosa y frustra si se conforma con los puros actos externos del culto, con "decir oraciones" y "ir a la iglesia", con realizar nuestras obligaciones externas y ser simplemente respetables. El verdadero propósito de la oración (en el sentido más personal, así como en la asamblea cristiana) es profundizar la realización personal en el amor, la conciencia de Dios (...). El verdadero propósito de la meditación (o al menos su aspecto más recomendable para el hombre moderno) es la exploración y el descubrimiento de nuevas dimensiones de libertad, de iluminación y de amor, al profundizar nuestra conciencia de nuestra vida en Cristo.




(Thomas Merton, en Acción y contemplación)