viernes, 30 de julio de 2010

LA MÚSICA EXTREMADA

Esto es una invitación a un nuevo blog dedicado exclusivamente a la música. No es que en este blog vaya a dejar de haberla, cómo si la música es una vía perfecta hacia la entrada sin puerta. Pero mientras seguimos haciendo camino con nuestro calzado todo terreno por acá, allá vamos ser puros oídos.



                

     A Francisco de Salinas, catedrático de Música 
                         de la Universidad de Salamanca



El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primero esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce
que el vulgo ciego adora,
la belleza caduca engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.

Ve cómo el gran maestro
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta,
y entrambos a porfía
mezclan una dulcísima armonía.

Aquí el alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente
en él así se anega,
que ningún accidente
extraño o peregrino oye o siente.

¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo
sin ser restituido
jamás a aqueste baxo y vil sentido!

A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro,
que todo lo demás es triste lloro.

¡Oh! Suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás adormecidos.


Fray Luis de León








Altísimo señor, de Francisco de Salinas, por Joaquín Díaz.




domingo, 25 de julio de 2010

PRAKRTI








jueves, 22 de julio de 2010

OCASO OCCIDENTAL / MAGIC-SHOP





Dos canciones de Franco Battiato, Tramonto occidentale y Magic shop.







Ocaso occidental (en Orizzonti perduti, 1983)

Volverá la moda de los viquingos,
volveremos a vivir como los bárbaros.
Friedrich Nietzsche era vegetariano,
escribió muchas cartas a Wagner
y yo me siento un poco caníbal y no escribo jamás a nadie,
no tengo ganas de leer ni estudiar,
sólo pasear siempre avanzando y retrocediendo
por la avenida o la galería,
y el placer de un cigarrillo
por el gusto del tabaco,
no me hace mal.
Volverá la moda sedentaria
de los viajes imaginarios y de la masturbación;
el analista sabe que la familia está en crisis
desde hace varias generaciones
por ausencia de padres,
y yo, que soy un solitario, no lo consigo,
para tener disciplina hace falta demasiada voluntad.
Me gusta observar a mis conciudadanos
especialmente los días de fiesta
con banderas afuera de los autos
a la salida de la cancha
y me divierte
el placer de un cigarrillo
por el gusto del tabaco.









Magic shop (L'era del cinghiale bianco, 1979)

Está el que empieza con un raga de la tarde
y termina cantando La paloma

y días de ayuno y de silencio
para hacer los coros en las misas tipo Amanda Lear.

¿No ves que la Edad de Oro
era apenas la sombra de Wall Street?

La hoz no hace pensar más en el grano,
el grano, en cambio, hace pensar en la plata.

Y más se crece y más ocupaciones nuevas,
los artistas pop, los manifiestos en los muros,
los mantras, los hare hare a mil liras,
el esoterismo de rené Guénon.

Una señora vende cuerpos astrales,
los Buddas van sobre la cómoda,
deduzco de una frase del Evangelio
que es mejor un obrero que Le Corbusier.

Eterno es todo el arte de los Museos,
simpáticas las pirámides de Egipto,
un poco naifs los Lamas tibetanos,
lúcidos y geniales los periodistas.

Supermercados con sección sagrada
que venden los inciensos de Dior,
rúbricas abiertas sobre los pelos del Papa.





lunes, 19 de julio de 2010

MUERTE SIN FIN

Del poeta mejicano José Gorostiza (1901-1973), dejo el comienzo su gran poema místico, Muerte sin fin (1939).






Gerhard Richter, Candle









Conmigo está el consejo y el ser; 
                                                             yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.
                                                                                                                Proverbios, 8,14.

Con él estaba yo ordenándolo todo; 
y fui su delicia todos los días, 
teniendo solaz delante de él en todo tiempo.
Proverbios, 8,30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma; 
todos los que me aborrecen aman la muerte.
Proverbios, 8,36.


I

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí -ahíto- me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
-más resabio de sal o albor de cúmulo 
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
Mas qué vaso -también- más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!




Eduardo Naranjo, Iris lirio




II

¡Más qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
-peces del aire altísimo-
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
-en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio-
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También -mejor que un lecho- para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre, 
para tornar mañana por sorpresa
es un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
-nunca aprehendidas,
siempre nuestras-
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz, 
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida sustancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
-¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!-
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.





viernes, 16 de julio de 2010

SOBRE EL PADRENUESTRO





(Padre nostro -Giovanni Lindo Ferretti & Ambrogio Sparagna)

Hasta el pasado mes de septiembre jamás había rezado, ni tan siquiera una vez, al menos en el sentido literal del término. Jamás había dirigido palabras a Dios, mentalmente o en voz alta. Nunca había pronunciado una plegaria litúrgica. En ocasiones había recitado el Salve Regina, pero sólo como se recita un hermoso poema.
El verano pasado, estudiando griego con T..., le traduje del griego el Padrenuestro, palabra por palabra. Nos comprometimos a aprenderlo de memoria. Creo que él no lo hizo; tampoco yo, en un primer momento. Pero algunas semanas después, hojeando el evangelio, me dije que, puesto que me lo había prometido y estaba bien, debía hacerlo. Y lo hice. La dulzura infinita de aquel texto griego me impresionó de tal modo que durante algunos días no pude dejar de repetirlo incesantemente. Una semana después, comencé la vendimia. Todos los días, antes del trabajo, recitaba el Padrenuestro en griego y lo repetía con frecuencia en la viña.
Desde entonces me impuse por única práctica recitarlo cada mañana con total atención. Si durante la recitación mi atención se distrae o se adormece, aunque sea de forma infinitesimal, vuelvo a empezar hasta conseguir una atención absolutamente pura. Se me ocurre a veces volver a empezar una vez más por puro placer, pero no lo hago a no ser que sienta un verdadero deseo.
La virtud de esta práctica es extraordinaria y no deja de sorprenderme, pues aunque la llevo a cabo cada día, sobrepasa siempre lo que espero.
A veces, ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un lugar más allá del espacio en el que no hay ni perspectiva ni punto de vista. El espacio se abre. La infinitud del espacio ordinario de la percepción es reemplazada por una infinitud a la segunda o a la tercera potencia. Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido. Los ruidos, si los hay, sólo me llegan después de haber atravesado ese silencio.
A veces también, durante esta recitación o en otros momentos, Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí.




Padre nuestro, el que está en los cielos
Es nuestro Padre; nada real hay en nosotros que no proceda de él. Somos suyos. Nos ama puesto que se ama y nosotros le pertenecemos. Pero es el Padre que está en los cielos, no en otra parte; si creemos tener un padre en este mundo, no es él sino un falso Dios. No podemos dar un solo paso hacia él; no se camina verticalmente. Podemos solo dirigir hacia él nuestra mirada. No hay que buscarle, basta con cambiar la orientación de la mirada; a él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de saber que está infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenemos así la certeza de que el mal que hay en nosotros, aun cuando invada nuestro ser, no mancha de ningún modo la pureza, la felicidad y la perfección divinas.

Sea santificado tu nombre
Sólo Dios tiene el poder de nombrarse a sí mismo. Su nombre no puede ser pronunciado por labios humanos. Su nombre es una palabra, el Verbo. El nombre de un ser cualquiera es un elemento mediador entre el espíritu humano y ese ser, la única vía por la cual el espíritu humano puede aprehender algo de él cuando está ausente. Dios está ausente; está en los cielos. Su nombre es la única posibilidad para el hombre de acceder a él. Así pues, es el Mediador. El hombre tiene acceso a ese nombre, aunque sea trascendente. Brilla en la belleza y el orden del mundo y en la luz interior del alma humana. Ese nombre es la santidad misma; no hay santidad fuera de él; no necesita, pues, que se le santifique. Al pedir su santificación, pedimos lo que es eternamente con una plenitud de realidad a la que no está en nuestro poder añadir o sustraer ni tan siquiera una parte infinitamente pequeña. Pedir lo que es, lo que realmente es, infalible y eternamente, de manera totalmente independiente de nuestra petición, es la petición perfecta. No podemos dejar de desear, somos deseo; pero si lo volcamos íntegramente en nuestra petición, podemos transformar ese deseo que nos clava a lo imaginario, al tiempo, al egoísmo, en una palanca que nos permita pasar de lo imaginario a lo real, del tiempo a la eternidad, mas allá de la prisión del yo.

Venga tu reino
Se trata ahora de algo que debe venir, que no está presente. El reino de Dios es el Espíritu Santo llenando por completo toda el alma de las criaturas inteligentes. El Espíritu sopla donde quiere; sólo podemos llamarle. No hay ni que pensar en llamarle de manera particular para uno mismo, para unos o para otros, ni siquiera para todos, sino llamarle pura y simplemente; que pensar en él sea una llamada y un grito. Así como cuando se está en el límite de la sed, muriendo de sed, uno ya no se representa el acto de beber en relación a sí mismo, ni siquiera el acto de beber en general, sino tan sólo el agua en sí; pero esta imagen del agua es como un grito de todo el ser.

Hágase tu voluntad
No estamos absoluta e infaliblemente seguros de la voluntad de Dios más que con respecto al pasado. Todos los acontecimientos que se han producido, cualesquiera que sean, son conformes a la voluntad del Padre todopoderoso. Esto viene determinado por la noción de omnipotencia. También el porvenir, cualquiera que deba ser, una vez realizado, se habrá realizado conforme a la voluntad de Dios. No podemos añadir ni quitar nada a esa conformidad. Así, tras un impulso de deseo hacia lo imposible, de nuevo, en esta fase, pedimos lo que es. Pero no ya una realidad eterna como es la santidad del Verbo; aquí el objeto de nuestra petición es lo que se produce en el tiempo. Pero pedimos la conformidad infalible y eterna de lo que se produce en el tiempo con la voluntad divina. Tras haber arrancado el deseo al tiempo como primera petición para aplicarlo a lo eterno y haberlo por tanto transformado, retomamos ese deseo, convertido en cierto modo en eterno, para aplicarlo de nuevo al tiempo. Entonces nuestro deseo atraviesa el tiempo para encontrar detrás de él la eternidad. Esto es lo que ocurre cuando sabemos hacer de todo acontecimiento cumplido, cualquiera que sea, un objeto de deseo. Es una actitud muy distinta a la resignación. La palabra “aceptación” es incluso demasiado débil. Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido y nada más. No porque lo que haya sucedido esté bien a nuestros ojos, sino porque Dios lo ha permitido y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a Dios es por sí misma un bien absoluto.

Así en el cielo como en la tierra
Esta asociación de nuestro deseo a la voluntad todopoderosa de Dios debe extenderse a las cosas espirituales. Nuestros ascensos y desfallecimientos espirituales y los de los seres a los que amamos tienen relación con el otro mundo, pero son también acontecimientos que tienen lugar en este mundo y en el tiempo. (...) Es una corrección necesaria a la petición de que venga el reino de Dios. Debemos abandonar todos los deseos por el de la vida eterna, pero debemos desear la vida eterna con renunciamiento. No hay que apegarse ni siquiera al desapego. El apego a la salvación es todavía más peligroso que los otros. 
(...)
Las tres peticiones precedentes se relacionan con las tres personas de la Trinidad, Hijo, Espíritu y Padre, y también con las tres partes del tiempo, presente, porvenir y pasado. Las tres peticiones que siguen inciden más directamente sobre las tres partes del tiempo en otro orden, presente, pasado y porvenir.

Nuestro pan, que es sobrenatural, dánoslo hoy
Cristo es nuestro pan. No podemos pedirlo sino para el momento presente. Pues siempre está ahí, en la puerta de nuestra alma; quiere entrar pero no fuerza el consentimiento; si se lo damos, entra; si no, se va de inmediato. (...) No nos ha sido dada una voluntad susceptible de aplicarse al porvenir. Todo lo que en nuestra voluntad no es eficaz es imaginario. La parte de la voluntad que es eficaz lo es de forma inmediata; su eficacia no es distinta de ella misma. La parte eficaz de la voluntad no es el esfuerzo que se proyecta hacia el porvenir, sino el consentimiento, el sí del matrimonio. Un sí pronunciado en y para el instante presente, pero pronunciado como palabra eterna, pues es el consentimiento a la unión de Cristo con la parte eterna de nuestra alma.
(...) Si nuestra energía no es continuamente renovada, nos quedamos sin fuerzas, somos incapaces de cualquier movimiento. Aparte de la comida propiamente dicha, en el sentido literal del término, todo lo que genere un estímulo es para nosotros fuente de energía. El dinero, el progreso, la consideración, las recompensas, la celebridad, el poder, los seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es como el pan. Si una de estas expresiones del apego penetra bastante profundamente en nosotros, llegando hasta las raíces vitales de la existencia carnal, la privación puede herirnos e incluso hacernos morir. Es lo que se llama morir de pena; es como morir de hambre. Todos estos objetos de apego constituyen, con el alimento propiamente dicho, el pan de este mundo. Depende enteramente de las circunstancias que le demos nuestro acuerdo o lo rechacemos. No debemos pedir nada respecto a las circunstancias, salvo que sean conformes a la voluntad de Dios. No debemos pedir el pan de este mundo.
Hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre nosotros desde el momento en que la deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir ese alimento. En el momento en que lo pedimos y por el hecho mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos lo quiere dar. No debemos aceptar el estar un solo día sin él; pues cuando las energías terrestres, sometidas a la necesidad de este mundo, son las únicas en alimentar nuestros actos, no podemos hacer y pensar más que el mal. “Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y en todos los pensamientos que ideaba su corazón era puro mal de continuo…”. La necesidad que nos obliga al mal gobierna todo en nosotros, salvo la energía de lo alto cuando penetra en nosotros. No podemos hacer provisión de ella.





Y perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores
En el momento de decir estas palabras es preciso haber perdonado ya todas las deudas. No se trata sólo de la reparación de las ofensas que creemos haber sufrido; es también el reconocimiento del bien que pensamos haber hecho y en general de todo lo que esperamos por parte de los seres y las cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos proporcionaría una sensación de frustración. Son todos los derechos que creemos que el pasado nos otorga sobre el porvenir. Primero, de derecho a una cierta permanencia. Cuando hemos disfrutado de algo durante un tiempo, creemos que nos pertenece y que la suerte debe permitirnos seguir gozando de ello. Además, el derecho a una compensación para todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo, cualquiera que sea su naturaleza. Siempre que hemos llevado a cabo un esfuerzo y éste no revierte en nosotros de forma equivalente bajo la forma de un fruto visible, nos queda una sensación de desequilibrio, de vacío, que nos lleva a pensar que hemos sido robados. El esfuerzo de sufrir una ofensa nos lleva a esperar el castigo o las excusas del ofensor, el esfuerzo de hacer el bien nos lleva a esperar el reconocimiento por parte del beneficiado; pero éstos son solamente casos particulares de una ley universal. Todas las veces que algo sale de nosotros tenemos la absoluta necesidad de que al menos su equivalente regrese a nosotros y, por tener necesidad de ello, creemos tener también derecho. Nuestros deudores son todos los seres, todas las cosas, el universo entero. Creemos tener crédito sobre todo. En realidad, se trata siempre de un crédito imaginario del pasado hacia el porvenir. Es a ello a lo que debemos renunciar.
Haber perdonado a nuestros deudores es haber renunciado en bloque a todo el pasado. Aceptar que el porvenir está intacto y virgen, rigurosamente ligado al pasado por lazos que ignoramos, pero completamente libre de aquéllos que nuestra imaginación cree poder imponerle. Aceptar la posibilidad de que suceda y, en concreto, de que nos suceda cualquier cosa y de que el día de mañana haga de toda nuestra vida pasada algo estéril y vano.
Renunciando de un golpe a todos los frutos del pasado sin excepción, podemos pedir a Dios que nuestros pecados pasados no aporten a nuestra alma sus miserables frutos de mal y error. (...)
La principal deuda que creemos tiene el universo para con nosotros es la continuidad de nuestra personalidad. Esta deuda implica todas las demás. El instinto de conservación nos hace sentir esa continuidad como necesidad, y creemos que una necesidad es un derecho. (...) Nuestra personalidad depende enteramente de las circunstancias externas, que tienen un poder ilimitado para aplastarla. Pero preferiríamos morir a reconocerlo. (...)
El perdón de las deudas es la renuncia a la propia personalidad, a todo lo que llamo “yo”, sin excepción; es saber que en lo que llamo “yo” no hay nada, ningún elemento psicológico que las circunstancias exteriores no puedan hacer desaparecer; es aceptar eso y ser feliz de que así sea.
Las palabras “hágase tu voluntad”, si se las pronuncia con toda el alma, implican esa aceptación. Por eso se puede decir instantes después: “hemos perdonado a nuestros deudores”.
El perdón de las deudas es la pobreza espiritual, la desnudez espiritual, la muerte. Si aceptamos plenamente la muerte, podemos pedir a Dios que nos haga revivir purificados del mal que hay en nosotros. Pues pedirle que perdone nuestras deudas es pedirle que anule ese mal. El perdón es la purificación. Ni Dios mismo tiene poder para perdonar el mal que está en nosotros. Dios nos perdona nuestras deudas cuando nos pone en estado de perfección.
Hasta ese momento Dios nos perdona nuestras deudas parcialmente, en la medida en que perdonamos a nuestros deudores.




Y no nos arrojes a la tentación, sino protégenos del mal.
La única prueba para el hombre es estar abandonado a sí mismo en contacto con el mal. La nada del hombre es entonces experimentalmente verificada. Aunque el alma haya recibido el pan sobrenatural en el momento en que lo ha perdido, su alegría está mezclada con el temor, pues sólo ha podido hacer su petición para el presente. El porvenir sigue inspirando miedo. No tiene derecho a pedir pan para mañana, pero expresa su temor en forma de súplica. Ahí termina la oración. La palabra “Padre” ha comenzado la plegaria, la palabra “mal” la termina. Hay que ir de la confianza al temor. Sólo la confianza da la fuerza suficiente para que el temor no sea causa de caída. Tras haber contemplado el nombre, el reino y la voluntad de Dios, tras haber recibido el pan sobrenatural y haber sido purificados del mal, el alma está dispuesta para la verdadera humildad que corona todas las virtudes. La humildad consiste en saber que en este mundo toda el alma, no sólo lo que se llama el “yo”, sino también su parte sobrenatural, que es Dios presente en ella, está sometida al tiempo y a las vicisitudes del cambio. Hay que aceptar enteramente la posibilidad de que todo lo que es natural sea destruido. Pero hay que aceptar y rechazar a la vez la posibilidad de que la parte sobrenatural del alma desaparezca. Aceptarlo como un hecho que no se produciría si no fuera conforme a la voluntad de Dios; rechazarlo como algo horrible que es. Hay que tener miedo de ello, pero un miedo que sea la culminación de la confianza.
Las seis peticiones se corresponden dos a dos. El pan trascendente es lo mismo que el nombre divino. Es lo que opera al contacto del hombre con Dios. El reino de Dios es lo mismo que su protección extendida sobre nosotros contra el mal; proteger es una función regia. El perdón de las deudas a nuestros deudores es lo mismo que la plena aceptación de la voluntad de Dios. La diferencia estriba en que en las tres primeras peticiones la atención se orienta exclusivamente hacia Dios y en las tres últimas se dirige hacia uno mismo a fin de obligarse a hacer de estas demandas un acto real y no imaginario.
(...)
*   *   *
Esta oración contiene todas las peticiones posibles; no puede concebirse oración que no esté contenida en ella. El Padrenuestro es a la oración lo que Cristo es a la humanidad. No cabe pronunciarla con atención plena en cada palabra sin que un cambio, quizás infinitesimal pero real, se opere en el alma.


(A la espera de Dios – Simone Weil)