viernes, 16 de julio de 2010

SOBRE EL PADRENUESTRO





(Padre nostro -Giovanni Lindo Ferretti & Ambrogio Sparagna)

Hasta el pasado mes de septiembre jamás había rezado, ni tan siquiera una vez, al menos en el sentido literal del término. Jamás había dirigido palabras a Dios, mentalmente o en voz alta. Nunca había pronunciado una plegaria litúrgica. En ocasiones había recitado el Salve Regina, pero sólo como se recita un hermoso poema.
El verano pasado, estudiando griego con T..., le traduje del griego el Padrenuestro, palabra por palabra. Nos comprometimos a aprenderlo de memoria. Creo que él no lo hizo; tampoco yo, en un primer momento. Pero algunas semanas después, hojeando el evangelio, me dije que, puesto que me lo había prometido y estaba bien, debía hacerlo. Y lo hice. La dulzura infinita de aquel texto griego me impresionó de tal modo que durante algunos días no pude dejar de repetirlo incesantemente. Una semana después, comencé la vendimia. Todos los días, antes del trabajo, recitaba el Padrenuestro en griego y lo repetía con frecuencia en la viña.
Desde entonces me impuse por única práctica recitarlo cada mañana con total atención. Si durante la recitación mi atención se distrae o se adormece, aunque sea de forma infinitesimal, vuelvo a empezar hasta conseguir una atención absolutamente pura. Se me ocurre a veces volver a empezar una vez más por puro placer, pero no lo hago a no ser que sienta un verdadero deseo.
La virtud de esta práctica es extraordinaria y no deja de sorprenderme, pues aunque la llevo a cabo cada día, sobrepasa siempre lo que espero.
A veces, ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un lugar más allá del espacio en el que no hay ni perspectiva ni punto de vista. El espacio se abre. La infinitud del espacio ordinario de la percepción es reemplazada por una infinitud a la segunda o a la tercera potencia. Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se llena por entero de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido. Los ruidos, si los hay, sólo me llegan después de haber atravesado ese silencio.
A veces también, durante esta recitación o en otros momentos, Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí.




Padre nuestro, el que está en los cielos
Es nuestro Padre; nada real hay en nosotros que no proceda de él. Somos suyos. Nos ama puesto que se ama y nosotros le pertenecemos. Pero es el Padre que está en los cielos, no en otra parte; si creemos tener un padre en este mundo, no es él sino un falso Dios. No podemos dar un solo paso hacia él; no se camina verticalmente. Podemos solo dirigir hacia él nuestra mirada. No hay que buscarle, basta con cambiar la orientación de la mirada; a él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de saber que está infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenemos así la certeza de que el mal que hay en nosotros, aun cuando invada nuestro ser, no mancha de ningún modo la pureza, la felicidad y la perfección divinas.

Sea santificado tu nombre
Sólo Dios tiene el poder de nombrarse a sí mismo. Su nombre no puede ser pronunciado por labios humanos. Su nombre es una palabra, el Verbo. El nombre de un ser cualquiera es un elemento mediador entre el espíritu humano y ese ser, la única vía por la cual el espíritu humano puede aprehender algo de él cuando está ausente. Dios está ausente; está en los cielos. Su nombre es la única posibilidad para el hombre de acceder a él. Así pues, es el Mediador. El hombre tiene acceso a ese nombre, aunque sea trascendente. Brilla en la belleza y el orden del mundo y en la luz interior del alma humana. Ese nombre es la santidad misma; no hay santidad fuera de él; no necesita, pues, que se le santifique. Al pedir su santificación, pedimos lo que es eternamente con una plenitud de realidad a la que no está en nuestro poder añadir o sustraer ni tan siquiera una parte infinitamente pequeña. Pedir lo que es, lo que realmente es, infalible y eternamente, de manera totalmente independiente de nuestra petición, es la petición perfecta. No podemos dejar de desear, somos deseo; pero si lo volcamos íntegramente en nuestra petición, podemos transformar ese deseo que nos clava a lo imaginario, al tiempo, al egoísmo, en una palanca que nos permita pasar de lo imaginario a lo real, del tiempo a la eternidad, mas allá de la prisión del yo.

Venga tu reino
Se trata ahora de algo que debe venir, que no está presente. El reino de Dios es el Espíritu Santo llenando por completo toda el alma de las criaturas inteligentes. El Espíritu sopla donde quiere; sólo podemos llamarle. No hay ni que pensar en llamarle de manera particular para uno mismo, para unos o para otros, ni siquiera para todos, sino llamarle pura y simplemente; que pensar en él sea una llamada y un grito. Así como cuando se está en el límite de la sed, muriendo de sed, uno ya no se representa el acto de beber en relación a sí mismo, ni siquiera el acto de beber en general, sino tan sólo el agua en sí; pero esta imagen del agua es como un grito de todo el ser.

Hágase tu voluntad
No estamos absoluta e infaliblemente seguros de la voluntad de Dios más que con respecto al pasado. Todos los acontecimientos que se han producido, cualesquiera que sean, son conformes a la voluntad del Padre todopoderoso. Esto viene determinado por la noción de omnipotencia. También el porvenir, cualquiera que deba ser, una vez realizado, se habrá realizado conforme a la voluntad de Dios. No podemos añadir ni quitar nada a esa conformidad. Así, tras un impulso de deseo hacia lo imposible, de nuevo, en esta fase, pedimos lo que es. Pero no ya una realidad eterna como es la santidad del Verbo; aquí el objeto de nuestra petición es lo que se produce en el tiempo. Pero pedimos la conformidad infalible y eterna de lo que se produce en el tiempo con la voluntad divina. Tras haber arrancado el deseo al tiempo como primera petición para aplicarlo a lo eterno y haberlo por tanto transformado, retomamos ese deseo, convertido en cierto modo en eterno, para aplicarlo de nuevo al tiempo. Entonces nuestro deseo atraviesa el tiempo para encontrar detrás de él la eternidad. Esto es lo que ocurre cuando sabemos hacer de todo acontecimiento cumplido, cualquiera que sea, un objeto de deseo. Es una actitud muy distinta a la resignación. La palabra “aceptación” es incluso demasiado débil. Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido y nada más. No porque lo que haya sucedido esté bien a nuestros ojos, sino porque Dios lo ha permitido y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a Dios es por sí misma un bien absoluto.

Así en el cielo como en la tierra
Esta asociación de nuestro deseo a la voluntad todopoderosa de Dios debe extenderse a las cosas espirituales. Nuestros ascensos y desfallecimientos espirituales y los de los seres a los que amamos tienen relación con el otro mundo, pero son también acontecimientos que tienen lugar en este mundo y en el tiempo. (...) Es una corrección necesaria a la petición de que venga el reino de Dios. Debemos abandonar todos los deseos por el de la vida eterna, pero debemos desear la vida eterna con renunciamiento. No hay que apegarse ni siquiera al desapego. El apego a la salvación es todavía más peligroso que los otros. 
(...)
Las tres peticiones precedentes se relacionan con las tres personas de la Trinidad, Hijo, Espíritu y Padre, y también con las tres partes del tiempo, presente, porvenir y pasado. Las tres peticiones que siguen inciden más directamente sobre las tres partes del tiempo en otro orden, presente, pasado y porvenir.

Nuestro pan, que es sobrenatural, dánoslo hoy
Cristo es nuestro pan. No podemos pedirlo sino para el momento presente. Pues siempre está ahí, en la puerta de nuestra alma; quiere entrar pero no fuerza el consentimiento; si se lo damos, entra; si no, se va de inmediato. (...) No nos ha sido dada una voluntad susceptible de aplicarse al porvenir. Todo lo que en nuestra voluntad no es eficaz es imaginario. La parte de la voluntad que es eficaz lo es de forma inmediata; su eficacia no es distinta de ella misma. La parte eficaz de la voluntad no es el esfuerzo que se proyecta hacia el porvenir, sino el consentimiento, el sí del matrimonio. Un sí pronunciado en y para el instante presente, pero pronunciado como palabra eterna, pues es el consentimiento a la unión de Cristo con la parte eterna de nuestra alma.
(...) Si nuestra energía no es continuamente renovada, nos quedamos sin fuerzas, somos incapaces de cualquier movimiento. Aparte de la comida propiamente dicha, en el sentido literal del término, todo lo que genere un estímulo es para nosotros fuente de energía. El dinero, el progreso, la consideración, las recompensas, la celebridad, el poder, los seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es como el pan. Si una de estas expresiones del apego penetra bastante profundamente en nosotros, llegando hasta las raíces vitales de la existencia carnal, la privación puede herirnos e incluso hacernos morir. Es lo que se llama morir de pena; es como morir de hambre. Todos estos objetos de apego constituyen, con el alimento propiamente dicho, el pan de este mundo. Depende enteramente de las circunstancias que le demos nuestro acuerdo o lo rechacemos. No debemos pedir nada respecto a las circunstancias, salvo que sean conformes a la voluntad de Dios. No debemos pedir el pan de este mundo.
Hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre nosotros desde el momento en que la deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir ese alimento. En el momento en que lo pedimos y por el hecho mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos lo quiere dar. No debemos aceptar el estar un solo día sin él; pues cuando las energías terrestres, sometidas a la necesidad de este mundo, son las únicas en alimentar nuestros actos, no podemos hacer y pensar más que el mal. “Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y en todos los pensamientos que ideaba su corazón era puro mal de continuo…”. La necesidad que nos obliga al mal gobierna todo en nosotros, salvo la energía de lo alto cuando penetra en nosotros. No podemos hacer provisión de ella.





Y perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores
En el momento de decir estas palabras es preciso haber perdonado ya todas las deudas. No se trata sólo de la reparación de las ofensas que creemos haber sufrido; es también el reconocimiento del bien que pensamos haber hecho y en general de todo lo que esperamos por parte de los seres y las cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos proporcionaría una sensación de frustración. Son todos los derechos que creemos que el pasado nos otorga sobre el porvenir. Primero, de derecho a una cierta permanencia. Cuando hemos disfrutado de algo durante un tiempo, creemos que nos pertenece y que la suerte debe permitirnos seguir gozando de ello. Además, el derecho a una compensación para todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo, cualquiera que sea su naturaleza. Siempre que hemos llevado a cabo un esfuerzo y éste no revierte en nosotros de forma equivalente bajo la forma de un fruto visible, nos queda una sensación de desequilibrio, de vacío, que nos lleva a pensar que hemos sido robados. El esfuerzo de sufrir una ofensa nos lleva a esperar el castigo o las excusas del ofensor, el esfuerzo de hacer el bien nos lleva a esperar el reconocimiento por parte del beneficiado; pero éstos son solamente casos particulares de una ley universal. Todas las veces que algo sale de nosotros tenemos la absoluta necesidad de que al menos su equivalente regrese a nosotros y, por tener necesidad de ello, creemos tener también derecho. Nuestros deudores son todos los seres, todas las cosas, el universo entero. Creemos tener crédito sobre todo. En realidad, se trata siempre de un crédito imaginario del pasado hacia el porvenir. Es a ello a lo que debemos renunciar.
Haber perdonado a nuestros deudores es haber renunciado en bloque a todo el pasado. Aceptar que el porvenir está intacto y virgen, rigurosamente ligado al pasado por lazos que ignoramos, pero completamente libre de aquéllos que nuestra imaginación cree poder imponerle. Aceptar la posibilidad de que suceda y, en concreto, de que nos suceda cualquier cosa y de que el día de mañana haga de toda nuestra vida pasada algo estéril y vano.
Renunciando de un golpe a todos los frutos del pasado sin excepción, podemos pedir a Dios que nuestros pecados pasados no aporten a nuestra alma sus miserables frutos de mal y error. (...)
La principal deuda que creemos tiene el universo para con nosotros es la continuidad de nuestra personalidad. Esta deuda implica todas las demás. El instinto de conservación nos hace sentir esa continuidad como necesidad, y creemos que una necesidad es un derecho. (...) Nuestra personalidad depende enteramente de las circunstancias externas, que tienen un poder ilimitado para aplastarla. Pero preferiríamos morir a reconocerlo. (...)
El perdón de las deudas es la renuncia a la propia personalidad, a todo lo que llamo “yo”, sin excepción; es saber que en lo que llamo “yo” no hay nada, ningún elemento psicológico que las circunstancias exteriores no puedan hacer desaparecer; es aceptar eso y ser feliz de que así sea.
Las palabras “hágase tu voluntad”, si se las pronuncia con toda el alma, implican esa aceptación. Por eso se puede decir instantes después: “hemos perdonado a nuestros deudores”.
El perdón de las deudas es la pobreza espiritual, la desnudez espiritual, la muerte. Si aceptamos plenamente la muerte, podemos pedir a Dios que nos haga revivir purificados del mal que hay en nosotros. Pues pedirle que perdone nuestras deudas es pedirle que anule ese mal. El perdón es la purificación. Ni Dios mismo tiene poder para perdonar el mal que está en nosotros. Dios nos perdona nuestras deudas cuando nos pone en estado de perfección.
Hasta ese momento Dios nos perdona nuestras deudas parcialmente, en la medida en que perdonamos a nuestros deudores.




Y no nos arrojes a la tentación, sino protégenos del mal.
La única prueba para el hombre es estar abandonado a sí mismo en contacto con el mal. La nada del hombre es entonces experimentalmente verificada. Aunque el alma haya recibido el pan sobrenatural en el momento en que lo ha perdido, su alegría está mezclada con el temor, pues sólo ha podido hacer su petición para el presente. El porvenir sigue inspirando miedo. No tiene derecho a pedir pan para mañana, pero expresa su temor en forma de súplica. Ahí termina la oración. La palabra “Padre” ha comenzado la plegaria, la palabra “mal” la termina. Hay que ir de la confianza al temor. Sólo la confianza da la fuerza suficiente para que el temor no sea causa de caída. Tras haber contemplado el nombre, el reino y la voluntad de Dios, tras haber recibido el pan sobrenatural y haber sido purificados del mal, el alma está dispuesta para la verdadera humildad que corona todas las virtudes. La humildad consiste en saber que en este mundo toda el alma, no sólo lo que se llama el “yo”, sino también su parte sobrenatural, que es Dios presente en ella, está sometida al tiempo y a las vicisitudes del cambio. Hay que aceptar enteramente la posibilidad de que todo lo que es natural sea destruido. Pero hay que aceptar y rechazar a la vez la posibilidad de que la parte sobrenatural del alma desaparezca. Aceptarlo como un hecho que no se produciría si no fuera conforme a la voluntad de Dios; rechazarlo como algo horrible que es. Hay que tener miedo de ello, pero un miedo que sea la culminación de la confianza.
Las seis peticiones se corresponden dos a dos. El pan trascendente es lo mismo que el nombre divino. Es lo que opera al contacto del hombre con Dios. El reino de Dios es lo mismo que su protección extendida sobre nosotros contra el mal; proteger es una función regia. El perdón de las deudas a nuestros deudores es lo mismo que la plena aceptación de la voluntad de Dios. La diferencia estriba en que en las tres primeras peticiones la atención se orienta exclusivamente hacia Dios y en las tres últimas se dirige hacia uno mismo a fin de obligarse a hacer de estas demandas un acto real y no imaginario.
(...)
*   *   *
Esta oración contiene todas las peticiones posibles; no puede concebirse oración que no esté contenida en ella. El Padrenuestro es a la oración lo que Cristo es a la humanidad. No cabe pronunciarla con atención plena en cada palabra sin que un cambio, quizás infinitesimal pero real, se opere en el alma.


(A la espera de Dios – Simone Weil)