lunes, 19 de julio de 2010

MUERTE SIN FIN

Del poeta mejicano José Gorostiza (1901-1973), dejo el comienzo su gran poema místico, Muerte sin fin (1939).






Gerhard Richter, Candle









Conmigo está el consejo y el ser; 
                                                             yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza.
                                                                                                                Proverbios, 8,14.

Con él estaba yo ordenándolo todo; 
y fui su delicia todos los días, 
teniendo solaz delante de él en todo tiempo.
Proverbios, 8,30.

Mas el que peca contra mí defrauda su alma; 
todos los que me aborrecen aman la muerte.
Proverbios, 8,36.


I

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí -ahíto- me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
-más resabio de sal o albor de cúmulo 
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
Mas qué vaso -también- más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!




Eduardo Naranjo, Iris lirio




II

¡Más qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
-peces del aire altísimo-
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
-en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio-
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También -mejor que un lecho- para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre, 
para tornar mañana por sorpresa
es un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
-nunca aprehendidas,
siempre nuestras-
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz, 
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida sustancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
-¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!-
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.