Entreabierto a las miradas, el pulcro panteón donde reposan,
unos frente a otros, los miembros de una familia.
El sol que cae casi a plomo, penetra sin embargo en el
inmóvil grupo. Aquí, a la izquierda y por poco en el suelo, el padre. Sobre esa
oscura encina, la madre. En el tercer estante, el más joven de los hijos,
muerto joven. A la derecha, las muchachas, muertas de muchos años. En lo que es
el piso, si se levantara de su argolla la losa, se vería reposar, en el fervor
de la penumbra, con los amigos que más tarde fueron sus cuñados, los restantes
hijos varones repitiendo el prolijo conjunto de arriba.
Pero hay una repetición más densa en la muerte: los hermanos
mayores vivieron, aún solteros, apartados de la casa por un enorme patio,
hermoso como un bosque. En esas habitaciones recibían amigos, tenían una
guitarra.
Ahora, entre ellos mismos en severo desnivel, y debajo de
los padres, de las buenas hermanas, de su hermano más joven, descansan. Se
diría que allá abajo, ocultos por la pesada losa como antes por el bosque,
siguen conspirando hermosuras, siguen fuertes en la cacería nocturna, ajenos a
la severidad paterna, a la inocencia pacífica, al candor de los blanquísimos
paños bordados.
Hay una repetición en la muerte. También la casa, cuando
todos ellos estaban en la tierra, permanecía abierta, y con los días festivos
hasta el humo de la chimenea despachaba limpieza. Ahora que la muerte recata la
puerta y la entreabre sólo, todos duermen la siesta campesina.
(Arnaldo Calveyra, Iguana iguana, 1985)