miércoles, 31 de diciembre de 2008

SÓLO LA PARCIALIDAD DEL AZAR




JAMÁS HE ESCUCHADO UN SONIDO SIN AMARLO:
EL ÚNICO PROBLEMA CON LOS SONIDOS ES LA MÚSICA

En todos estos años, no he dejado de considerar como fundamental la obra de Ananda Coomaraswamy. Gracias a ella me he interesado por la física y por las ciencias. Coomaraswamy era un filósofo de origen medio irlandés, medio indio: para mí representaba el ejemplo vivo de la fusión de Oriente y Occidente. Generalmente, durante los años cuarenta, si se sentía alguna atracción la filosofía oriental, se objetaba, como se hizo conmigo, que estaba prohibido interesarse por Oriente porque se era un occidental. Oriente estaba reservado a los orientales, de la misma manera que Occidente a los occidentales, y yo me veía condenado a seguir siendo un occidental. Sin embargo, Ananda Kentish Coomaraswamy existía de verdad, y bajo las especies de una misma persona, aun cuando él había nacido de madre occidental y de padre indio: él reunía en sí mismo los dos, Oriente y Occidente. Y la doctrina que profesaba, y que era absolutamente tradicional, pertenecía a la tradición universal. Enseñaba que la misión del artista es imitar a la naturaleza en su modo de obrar. Esta es la razón por la que, en la obra que había titulado La transformación de la naturaleza en arte, se enseña que la responsabilidad del artista es imitar a la naturaleza en la manera como actúa.
Igual como nos resulta familiar la idea de una semejanza entre el arte y la naturaleza, es un hecho aceptado que el arte está sometido, históricamente, a metamorfosis constantes. Pero la pregunta es: ¿qué suscita estos cambios? Una respuesta adecuada para convencernos (a falta de poder persuadir a otros) sería que si el arte evoluciona, es en función de la conciencia que tenemos del modo en que la naturaleza trabaja, del modo en que obra. Esto me ha permitido iniciarme como compositor, y no como erudito, en la manera de obrar de la naturaleza. Y esto me ha convencido de la necesidad de recurrir, por ejemplo, al azar, porque si me hubiera servido de la música para expresarme, ésta tan sólo haría referencia a mis emociones personales (así como a las que todos sentimos); no tendría ninguna relación con nuestra comprensión del modo en que obra la naturaleza.
En los años cuarenta, me parece, se era perfectamente consciente de la idea de indeterminación, aunque todavía no se estuviera preocupado por el caos en el sentido que recientemente le ha reconocido nuestra época. Por mi parte, es por el rodeo de la filosofía oriental por lo que he abordado el tema del caos. El pensamiento chino, particularmente, no considera el caos como un enemigo, lo hace un amigo. Tal es el sentido de la maravillosa leyenda que narra un capítulo del Chuang-Tzu, donde uno de los vientos va a ver al caos y le dice: “El estado del universo es deplorable, ¿qué puedo hacer para mejorarlo?” — El caos continúa como un pájaro, revoloteando y dando saltitos, sin prestar atención a la pregunta; se calla. Por eso el viento hace la pregunta por segunda vez; sigue sin respuesta. Como en otros cuentos del mismo género, es necesario reformularla por tercera vez. El caos, entonces, cesa de dar saltitos y sentencia: “No conseguirá más que empeorar las cosas”. Esta es la razón de que el diario que llevo se llame Cómo mejorar el mundo, título al que entre paréntesis añado, Sólo se conseguirá empeorarlo.
Tales fueron, en mis escritos y mi música, mis pensamientos y preocupaciones. Me he orientado, tanto como he podido, hacia una cierta flexibilidad: antes que anclar toda cosa en un punto preciso, me esfuerzo por prepararle un espacio de libertad que le sea propio. Y cuando digo “punto” o “espacio”, es de tiempo de lo que hablo. Así, trabajo dentro de un paréntesis temporal: este era el caso para el sonido del violoncelo, ayer por la noche (la interpretación de ONE8 para violoncelo a cargo de Michael Bach). El sonido puede empezar entre tal y tal punto, y terminar entre tal y tal otro.

Si está previsto que debe ser breve, se situará en el primer espacio de tiempo sin poder extenderse al segundo; si supone que durará más tiempo, se podrá comenzar en el primero y terminar en el segundo. Ayer, por consiguiente, Michael Bach tenía el privilegio de decidir cuándo ejecutaría cada sonido, equipado con un reloj, un cronómetro, él estaba informado de todo lo que veis aquí. Él sabía durante qué intervalo podía comenzar, y cuándo iba a terminar. Y sabía en qué momento el siguiente sonido podía comenzar. De un sonido al siguiente había este paréntesis temporal aquí, después aquel otro allá; el siguiente pudiéndose superponer al que le precedía, se obtenía una sucesión de paréntesis temporales encabalgados.




La página reproducida propone una secuencia de IC realizada por un ordenador. IC: se trata de un programa de ordenador que produce números aleatorios comprendidos entre 1 y 12. Hay otro programa llamado TIC, que proporciona valores de tiempos a partir de tiradas del I Ching, dicho de otro modo, en función del azar. TIC, como IC, así como los diferentes programas de paréntesis temporales, han sido construidos para mí por Andrew Culver. Yo tengo, entonces, con la ayuda del ordenador, cómo trabajar con el número de paréntesis temporales que deseo: su superposición en el tiempo hace surgir la dimensión temporal. Ahora, si un paréntesis temporal largo encabalga uno más corto, por poco que el siguiente, que se superpone a su vez, cubra los dos precedentes, rápidamente se llega a posibilidades demasiado complejas, como puede ocurrir en la vida cuando se aceptan dos compromisos al mismo tiempo. Entonces es necesario escoger, según el caso, pararse o continuar, ya que jamás se habita más que un solo lapsus de tiempo a la vez, en un punto dado. Este es el tipo de problemas que plantea esta manera de trabajar.
Quiero destacar el consuelo que me produce el interés contemporáneo respecto al caos. Está claro que, en lo sucesivo, se establece una cierta relación con el modo en que obra la naturaleza. Considero por otra parte que, al número de factores susceptibles de modificar nuestra práctica del arte, de la música, etc., hay que añadir los trastornos acaecidos en la demografía. En 1949, la humanidad contaba con tantos seres vivos como el número de desaparecidos durante toda la historia del planeta. Después, la cifra se ha duplicado, y la progresión no es aritmética, sino geométrica, aunque ha sido posible constatar de visu y probar de facto el fenómeno de la superpoblación.
Esto definió el talante de nuestros problemas sociales y de nuestro comportamiento individual. No siempre sabemos cómo debemos comportarnos. Vivimos en un mundo en el que la diferencia entre pobreza y riqueza acapara la crónica, no tanto a escala personal como en la totalidad, se puede llegar a decir lo mismo a nivel de las relaciones entre naciones, es decir, a todos los niveles. Poblaciones enteras no tienen lo que les haría falta. Pero precisamente, alguien como el presidente Bush no tiene ni la menor idea del camino a seguir. Se pregunta, por ejemplo, acerca de lo que ha podido suscitar los desórdenes de Los Ángeles; pero lo que recubre la palabra “desorden” para el presidente Bush es, en Los Ángeles, los incendios, los robos. Viniendo de los pobres, estas insurrecciones se reproducirán; será necesario hasta que se imponga el deber de ayudarlos. Sin embargo, nuestra política americana no se compromete a ello en modo alguno. Deberíamos cambiar el modo de funcionamiento de la sociedad, de tal manera que haga funcionar el mundo.
Ciertamente, a mí me parece que nuestra práctica artística va a evolucionar ciertamente, por la misma razón que nuestra conciencia de la situación y de su aspecto caótico. Para comenzar, dejaremos de reducir cada obra de arte al estado de objeto, como hacemos cuando asignamos a toda obra musical un principio, una mitad y un fin. Nuestro sentido de la contradicción nos hará concebir el arte de modo diferente. Personalmente, he abandonado de entrada el esquema principio-mitad-fin, al igual que cualquier otra relación lógica entre las partes. Durante mis primeras tentativas, escogía para cada trozo un número de compases del que fuera posible extraer la raíz cuadrada, como ocho veces ocho sesenta y cuatro, donde cada unidad se deja dividir en ocho, como cada medida en ocho compases. Este modo de división del tiempo me parecía tan convincente como la forma de un cristal. En consecuencia, renunciaba al ideal del objeto y lo sustituía por el de proceso; y el proceso con el que hoy estoy comprometido es el que he descrito: los paréntesis temporales y las operaciones de azar. Lo que quiero sugerir es que con tal libertad, la flexibilidad de los paréntesis temporales permitirá una mejor comprensión de las operaciones de la naturaleza y que, si se permite tal flexibilidad, verá la luz un modelo mejor para las relaciones sociales.
Todavía no hemos encontrado la conducta a adoptar. Eficaz sería un comportamiento caracterizado por la inteligencia, la humanidad y el respeto hacia la naturaleza. Y no solamente por este respeto —por la comprensión y el compartir de la obra natural. Es necesario pensar el mundo en el que vivimos no sólo como una cosa que no destruimos, sino como esto con lo que nosotros co-operamos.
Lo que ofrece la música convencional, es siempre un punto temporal. Se trata de u punto físico. Y esto crea de inmediato un problema: desde que se empieza a tocar, el ataque debe ser simultáneo, y es necesario un director de orquesta para imponer un comienzo coherente. Con los paréntesis temporales es posible componer música para una gran orquesta sin tener que cargar con un director. Esto permite imaginar una sociedad sin presidente. Y según entiendo, esto es capital: si de un punto se pasa a un espacio, éste podrá ser utilizado de tantos modos diferentes como individuos haya.
El recurso de los paréntesis temporales permite escribir una línea única de notas, y hacer interpretar, a partir de esta sola y misma línea, a una gran orquesta de ochenta a cien músicos. Esto no es difícil, es incluso muy simple; pero gracias a los paréntesis temporales, la diversidad de sonidos obtenidos es inmensa: se hace posible acortar o alargar un sonido, producir a voluntad el timbre que cada ejecutante desea, etc. Igualmente, se es libre de hacer que la sonoridad sea móvil o no. En resumidas cuentas, teniendo como punto de partida una simple línea escrita, el mismo acontecimiento se abre a una armonía de diferencias. Aquí sólo puedo remitir a la música de Giacinto Scelsi, que revela la inmensa variedad y riqueza de un único sonido. No dudo, por mi parte, que actitudes análogas, con los recursos que el arte tiene en reserva, no puedan contribuir a desanudar las contradicciones que hoy son las nuestras. Digamos que, desde ahora, estamos en condiciones de establecer una relación entre caos y riqueza. Si cada uno vive, por así decirlo, al unísono, cada uno tiene la posibilidad de seguir, de ahora en adelante, su propia trayectoria, antes que de sentirse forzado a alcanzar un punto único. Algo así.
Estas son mis interrogaciones, cada vez que escribo una nueva obra y que tengo que tomar decisiones. Algunas son agradables: suponiendo que se descarte, como yo lo hago, el director de orquesta, ¿cómo sabrán los músicos en qué momento comenzar? La solución mantenida por ahora consiste en usar un cronómetro sobre una gran pantalla (vídeo reloj). Pongamos que hay cien músicos en la orquesta, se necesitan suficientes cronómetros para que cada uno de los ejecutantes pueda ver al menos uno. Si se tienen tres redes de paréntesis temporales superpuestos para tocar simultáneamente, se necesitan tres relojes, que se pondrán en marcha independientemente... Esto es de lo que me ocupo. Desde la puesta en marcha del cronómetro, cada intérprete es elevado al rango de individualidad autónoma. Alguien debe poner en movimiento el cronómetro, ¿a quién elegiría? Me parece que en esto se depende del ejercicio de la democracia; de hecho, poco importa saber quién tiene la misión de activar el cronómetro: una vez que las manecillas andan, cada uno es él mismo. El privilegio de activarlo no tiene tanta importancia: no nos compromete más que a causa de una definición anticuada del comportamiento. Perseveramos en la idea de que importa más presidir que ser un simple ciudadano. Pero haría falta considerar el poner al servicio inteligentemente, un número creciente de individuos: ofrecer a cada uno ser su propio centro, en vez de alimentar la ilusión deque estar en el centro es presidir. Cada uno de nosotros debería ser él mismo. Hablo de anarquía naturalmente: del credo según el cual cada persona puede convertirse en su propio centro.

Conferencia de prensa ofrecida por Cage en Perusa (Italia) el 23 de junio de 1992. Traducción: Carmen Pardo.