martes, 13 de octubre de 2009

IMAGO DEI


Lo absoluto es Dios, pero Dios sobrepasa la perfección abstracta de un concepto filosófico: Él es el Viviente,el Existente; en tanto que Amor, Él es Trinidad; en cuanto Amor, es Él mismo y el Otro, el Dios-Hombre. El mundo no existe sino porque es amado y su existencia es testimonio del Padre "que tanto ha amado al mundo" (Jn 3, 16) A la luz de esto, la contemplación, no estética sino religiosa, se revela enamorada de toda criatura; en el nivel de la "ternura ontológica", la contemplación se eleva por encima de la muerte, de la angustia y de las "preocupaciones", incluso por encima de los remordimientos, pues "Dios es más grande que nuestro corazón". En el trasfondo de la oposición radical entre el Ser y la Nada, entre la Luz y las Tinieblas, los textos de San Juan se centran en la inmanencia recíproca de Dios y el hombre. Desde este momento, es evidente que la verdadera Belleza no se sitúa en la naturaleza misma sino en la epifanía del trascendente que hace de la naturaleza el lugar cósmico de su resplandor, su "zarza ardiente"

Paul Evdokimov. El arte del icono. Teología de la belleza. Madrid. Ediciones Claretianas. 1991. p 29-30.
 Cita extraída del blog www.iconosortodoxos.blogspot.com














El cristianismo cargó sobre los hombros la pesada herencia de la Torá con su obstinada reiteración de prohibir toda representación. Pese a ello a comienzos del siglo III la comunidad cristiana comienza a utilizar la imagen para enunciar de manera clara y concisa determinados mensajes doctrinales. Esta decisión tardía está sustentada en el ideario paulino de hacer del cristianismo una religión universal y por ende en la necesidad de comuinicar con imágenes en un mundo marcadamente icónico pero, fundamentalmente, en la compleja elaboración teológica sobre la Encarnación de Dios, lo que conllevó a considerar la naturaleza de la imagen, su capacidad de dar cuenta de la semejanza, de poner en relación lo sensible y lo inteligible.

La imago remite para el pensamiento cristiano medieval a dos conceptos fundamentales, la relación del Padre y del Hijo en la Trinidad y la relación entre Dios y el hombre hecho a su imagen. El primero, explicitado en Juan XIV, 9: "Jesús respondió: (...) el que me ha visto a mí ha visto al Padre", donde Jesús, el Hijo, es el ícono visible del Dios invisible, es decir que la imagen viene a confirmar el dogma de la Encarnación, el Verbo encarnado se hace visible a los hombres, se convierte en "imagen". El segundo, contenido en el enunciado "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen. I, 26), donde en ese hacer divino el Creador, creando a su creatura ad imaginem et similitudinem, instaura la mediación de la imagen.

Partiendo de estos conceptos teológicos-antropológicos los pensadores cristianos del medioevo instalan la imagen en su cultura. Subyace en este planteo el presupuesto de que la imagen es mediadora en cuanto hace presenta algo ausente; es pues un signo que tiene determinadas características, como la de representar cualidades -es decir que no reproduce el objeto sino sus propiedades o marcas semánticas-, y la de remitir a una pluralidad de sentidos. Por lo tanto este signo icónico, esta imago, se despliega en una semiosis ad infinitum.

Las imágenes medievales, Adriana Martínez (En Todo y nada de todo, selección de textos del neoplatonismo latino medieval, Claudia D'Amico ed.).





Padre, ha llegado la hora:
glorifica a tu Hijo
para que el Hijo te glorifique a ti,
ya que le diste autoridad sobre todos los hombres,
para que él diera vida eterna
a todos los que tú le has dado.
Esta es la Vida eterna:
que te conozcan a ti,
el único Dios verdadero,
y a tu Enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado en la tierra,
llevando a cabo la obra
que me encomendaste.
Ahora, Padre, glorifícame junto a ti,
con la gloria que yo tenía contigo
antes que el mundo existiera.

Manifesté tu Nombre
a los que separaste del mundo para confiármelos.
Eran tuyos y me los diste,
y ellos fueron fieles a tu palabra.
Ahora saben
que todo lo que me has dado viene de ti,
porque les comuniqué las palabras que tú me diste:
ellos han reconocido verdaderamente
que yo salí de ti,
y han creído que tú me enviaste.
Yo ruego por ellos:
no ruego por el mundo
sino por los que me diste,
porque son tuyos.
Todo lo mío es tuyo
y todo lo tuyo es mío,
y en ellos he sido glorificado.
(...)
Pero ahora voy a ti,
y digo esto estando en el mundo,
para que mi gozo sea el de ellos
y su gozo sea perfecto.
(...)
Que todos sean uno:
como tú, Padre, estás en mí
y yo en ti,
que también ellos sean uno en nosotros,
para que el mundo crea
que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria
que tú me diste,
para que sean uno,
como nosotros somos uno
-yo en ellos y tú en mí-
para que sean perfectamente uno
y el mundo conozca
que tú me has enviado,
y que yo los amé
como tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste
estén conmigo donde to esté,
para que contemplen la gloria que me has dado,
porque ya me amabas
antes de la creación del mundo.
Padre justo,
el mundo no te ha conocido,
pero yo te conocí,
y ellos reconocieron
que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre,
y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me amaste
esté en ellos,
y yo también esté en ellos.

(Jn. 17, 1-26)