miércoles, 12 de agosto de 2009

EL CAMPO Y LA CIUDAD






La puerta de un establo. Colgando de un gancho, una cabrita que el abuelo carnea y eviscera, desplegando su navaja con gran delicadeza, como si fuera una aguja. Junto a él, la abuela que sujeta los intestinos para que su marido pueda separar el estómago sin perforarlo. A unos metros, sentado en el piso, ajeno por un momento a la tarea de sus abuelos, el nieto de cuatro años, que juega con el gato, restregando la nariz contra el hocico del animal. La visceralidad es una categoría cotidiana, familiar para el campesino desde su más temprana edad.






El horror urbano a lo visceral, en cambio, surge del desconocimiento y guarda relación con las actitudes urbanas hacia la muerte y el nacimiento. Ambos momentos han pasado a ser ajenos, secretos. En ambos es imposible negar la primacía de los procesos internos, invisibles.

La superficie urbana ideal es brillante (el cromo, por ejemplo), refleja lo que se le opone y parece negar que hay algo visible tras de sí. Su antítesis es el flanco de un cuerpo que sube y baja durante la respiración. La experiencia urbana se concentra en reconocer las cosas por su exterior, midiéndolas, probándolas y tratándolas. Cuando es necesario explicar el interior (no me refiero a la biología molecular sino a la vida cotidiana), se lo explica como mecanismo, y, sin embargo, las unidades de medida aplicadas al mecanismo pertenecen siempre al exterior. El afuera, el exterior, se celebra con la continua reproducción visual (duplicación) y se justifica mediante el empirismo.





Para el campesino, lo empírico es ingenuo. El campesino opera con lo que nunca puede predecirse totalmente, lo emergente. Lo visible es, por lo general, un signo del estado de lo invisible. El campesino toca las superficies para imaginar lo que hay detrás con más propiedad. Por sobre todo, es conciente de procesos que se continúan y se modifican, ajenos a su poder o al de cualquiera para ponerse en marcha o detenerse: siempre tiene conciencia de estar dentro de un proceso.






Una línea de montaje en una fábrica produce una serie de productos idénticos. Pero no existen dos campos, ni dos ovejas, ni dos árboles idénticos. (Las catástrofes de la revolución verde, cuando la producción agrícola se planifica desde las ciudades, resultan, por lo general, de hacer caso omiso a las condiciones locales específicas, o de desafiar las leyes de la heterogeneidad natural). La computadora se ha convertido en el depósito, la "memoria" de la información urbana moderna: en las culturas rurales el depósito equivalente es la tradición oral que se traspasa de generación en generación; y, sin embargo, la verdadera diferencia entre ambas es la siguiente: la computadora proporciona diligentemente la respuesta exacta a una pregunta compleja; la tradición oral ofrece una respuesta ambigua -a veces en forma de acertijo- a una pregunta práctica. La verdad como una certeza. La verdad como una incertidumbre.

A los campesinos se los considera tradicionalistas cuando se los ubica en el tiempo histórico; pero están mucho más habituados a vivir con el cambio en el tiempo cíclico.





Una proximidad con lo impredecible, lo invisible, lo incontrolable y lo cíclico predispone a la mente a una interpretación religiosa del mundo. El campesino no cree que el Progreso aleje las fronteras de lo desconocido porque no acepta el diagrama estratégico implícito en esa afirmación. En su experiencia, lo desconocido es constante y central: el conocimiento lo rodea pero nunca lo elimina. Es imposible llegar a una generalización acerca del papel de la religión para el campesino, pero se podría afirmar que articula otra experiencia profunda: la experiencia de la producción mediante el trabajo.

jOHN BERGER, CADA VEZ QUE DECIMOS ADIÓS




Fotos de Paul Strand


Podemos pensar, superando el clisé, en las categorías de campesino y hombre urbano como polos de nosotros mismos hacia los que tendemos alternativamente. Una propuesta: convertirnos en campesinos urbanos.