jueves, 3 de septiembre de 2009

A DIOS





Alineación al centroA continuación, unas palabras que Jacques Derrida pronunció en ocasión de la muerte de Emmanuel Levinas, durante su sepelio, el 28 de diciembre de 1995.

La traducción es de José Manuel Saavedra e Isabel Correa. Este texto lo encontré hace un tiempo en el maravilloso sitio Derrida en castellano (http://www.jacquesderrida.com.ar/), en el que el docente universitario Horacio Potel difundía textos del autor francés y que, al igual que Heideggeriana, otro sitio de Potel, este dedicado a la obra de Heidegger, fue enjuiciado por la Cámara Argentina del Libro en un acto claramente repudiable. Para apoyar el repudio a la desaparición de estos sitios, y para obtener más información al respecto, visitar http://www.facebook.com/group.php?gid=69836927743.

(En mi lectura del texto, algunas frases se subrayaron con negrita)
(Los cuadros son de la pintora norteamericana Alice Neel)






Desde hace tiempo, mucho tiempo, temía tener que decir Adiós a Emmanuel Levinas.



Sabía que mi voz temblaría en el momento de hacerlo, y sobre todo de hacerlo en voz alta y pronunciar la palabra adieu aquí, ante él, tan cerca de él. Esa misma palabra, “à-Dieu”, que en cierto sentido me viene de él. Una palabra que él me enseñó a pronunciar de otra manera.



Medito sobre lo que Levinas escribió acerca de la palabra francesa “adieu” –algo que evocaré más adelante– y espero encontrar la entereza para hablar aquí. Me gustaría hacerlo con las palabras de un niño, llanas, francas, palabras desarmadas como mi pena.







¿A quién nos dirigimos en semejante momento? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de manera directamente, de forma directa, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder. Con la voz entrecortada, se dirigen de tú a tú [tutoientt] al otro que guarda silencio; lo invocan sin circunloquios, lo convocan, lo saludan e, incluso, se confían a él. Esta necesidad no emana tan sólo del respeto a las convenciones ni es simplemente una parte de la retórica de nuestra oración. Se trata, más bien, de atravesar con el lenguaje ese punto en el que nos quedamos sin palabras y –debido a que todo lenguaje que vuelve al yo, al nosotros, parece inapropiado– de dirigirse hacia una reflexión que retorne a la comunidad agobiada por la pena, para su consuelo o su duelo, y hacia lo que se llama en una expresión confusa y terrible el “trabajo del duelo”. Cuando se ocupa sólo de sí mismo, ese lenguaje corre el riesgo, en esta inflexión, de alejarse de lo que es aquí nuestra ley –la ley entendida como rectitud [droiture]: hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él–. Decir “adios” a él, a Emmanuel, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adios.



La palabra droiture –“honestidad” o “rectitud”– es otra palabra que empecé a escuchar y aprender de manera distinta cuando la escuché en boca de Levinas. De todos los momentos en los que habla sobre la rectitud, el que primero me viene a la mente es una de sus Cuatro lecturas talmúdicas; ahí la rectitud nombra lo que es, como él dice, “más fuerte que la muerte”.






Y abstengámonos de buscar en lo que se dice que es “más fuerte que la muerte” un refugio o una coartada, un consuelo más. Para definir la rectitud, Levinas explica, en su comentario sobre el Tractate Shabbath, que la conciencia es la “urgencia de una destinación que lleva al Otro y no un eterno regreso al yo”, o también “una inocencia sin ingenuidad, una rectitud sin estupidez, una absoluta rectitud que es también una autocrítica absoluta, que se lee en los ojos del que es el objetivo de mi rectitud y cuya mirada me cuestiona. Es un movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen en la forma en que regresa una desviación, incapaz como es de trascendencia: un movimiento más allá de la ansiedad y más fuerte que la propia muerte. Esta rectitud se llama Temimut, la esencia de Jacob. (QLT, p. 105.)



Meditaciones como ésta pusieron en marcha –como lo hicieron otras meditaciones, aunque cada una de ellas en forma muy particular– los grandes temas que el pensamiento de Levinas nos ha revelado: el de la responsabilidad, en primer lugar, pero la responsabilidad “ilimitada” que excede y precede a mi libertad, el de un “sí incondicional”, como lo dice en las Cuatro lecturas talmúdicas, un “sí más antiguo que el de la inocencia espontánea”, un sí apegado a esta rectitud que significa “fidelidad original a una alianza indisoluble”. (QLT, pp. 106-8; 49-50.) Las palabras finales de esta Lección regresan, por supuesto, a la muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte diga la última palabra, o la primera. Nos recuerdan un tema recurrente en lo que fue una paciente meditación acerca de la muerte, que siguió el camino contrario a la tradición filosófica que va de Platón a Heidegger. Antes de decir lo que debe ser el a-Dios, otros textos hablan de la “rectitud que permanece hasta el final en el rostro de mi prójimo” como la “rectitud de una exposición a la muerte, sin defensa alguna”.






No puedo encontrar, ni siquiera desearía tratar de encontrar las palabras precisas que den el justo valor a la obra de Emmanuel Levinas. (...) Las repercusiones de su pensamiento han cambiado el curso de la reflexión filosófica de nuestro tiempo, así como de la reflexión sobre la filosofía: sobre qué es lo que la relaciona con la ética o, según otra idea de la ética, con la responsabilidad, la justicia, el Estado y, por lo demás, con otra idea del orden, una idea que sigue siendo más actual que cualquier innovación, porque precede absolutamente al rostro del Otro.



Sí. Ética antes y más allá de la ontología, del Estado o de la política, pero también ética más allá de la ética. Recuerdo que un día en la rue Michel-Ange, durante una de esas conversaciones iluminadas por la claridad de su pensamiento, la generosidad de su sonrisa, el humor sutil de sus elipses, que recuerdo con tanto aprecio, me dijo: “¿Sabe? con frecuencia se habla de la ética para describir lo que yo hago, pero lo que finalmente me interesa no es la ética en sí, sino lo santo, la santidad de lo santo”. Ahí pensé en una separación singular, la única separación de ese velo que está dado, ordenado por Dios [donné, ordonnét]; ese velo que Moisés debía confiar a un inventor o un artista, mejor que a un bordador y que en el santuario, separaría de nuevo del más santo de los santos, lo mismo pensé también en el hincapie que hacen otras Lecciones talmúdicas en la distinción necesaria entre la sacralidad y la santidad, es decir, la santidad del otro, la santidad de la persona, que es, como Levinas lo dijo alguna vez a a Shlomo Malka, “más santa que una tierra, incluso cuando la tierra es Tierra Santa. Comparada con una persona ofendida, esta tierra –santa y prometida- no es sino desnudez y desierto, un montón de bosques y de piedras”. (Les Nouveaux Cahiers 18, pp. 1-8.)






Esta meditación acerca de la ética y la trascendencia de lo santo con respecto a lo sagrado, es decir, con respecto al paganismo de las raíces y de la idolatría del lugar se volvió, por supuesto, indisociable de la reflexión incesante sobre el destino y la idea de Israel ayer, hoy y mañana. Dicha reflexión consistió en cuestionar y reafirmar el legado no sólo de la tradición bíblica y talmúdica, sino también de la aterradora memoria de nuestro tiempo. Esta memoria es la que aquí dicta cada una de mis oraciones, ya sea de cerca o de lejos, incluso sabiendo que Levinas protestaba de vez en cuando contra ciertos abusos autojustificatorios a los que esa memoria y la referencia del Holocausto han dado pie.



Más allá de las acotaciones y las preguntas, quisiera simplemente agradecer a alguien cuyo pensamiento, amistad, confianza y “bondad” (y doy a la palabra bondad todo el significado que se le da en las últimas páginas de Totalidad e infinito) han sido para mí, como para tantos otros, una fuente viva; tan viva y constante que no puedo pensar lo que hoy le está pasando a él o me está pasando a mí. Me refiero a esta interrupción, a esta respuesta sin-respuesta que, para mí, nunca llegará a su fin mientras yo esté vivo.



La no-respuesta: sin duda recordarán que en el notable curso que impartió entre 1975 y 1976 (hace exactamente veinte años) sobre La muerte y el tiempo, allí donde define la muerte como la paciencia del tiempo y se entrega a un encuentro enorme, crítico y lleno de nobleza con Platón, Hegel y, particularmente, con Heidegger, Levinas define una y otra vez la muerte –la muerte que “encontramos” ... “en el rostro del Otro”– como la no respuesta; dice: “es la sin-respuesta”. Y más adelante: “Hay aquí un final que siempre tiene la ambigüedad de una partida sin retorno, de un llegar a su fin, pero también de un escandalo (¿es realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de mi responsabilidad”.






La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni el no ser ni la nada, sino una cierta experiencia para el sobreviviente de la “sin-respuesta”. Tiempo atrás, Totalidad e infinito ya había cuestionado la interpretación tradicional “filosófica y religiosa” de la muerte como “el paso a la nada” o “el paso a otra existencia”. Identificar la muerte con la nada es lo que le gustaría al asesino, como Caín por ejemplo, que –piensa Levinas– debe haber tenido esa noción de la muerte. Sin embargo, incluso esta nada se presenta como una “suerte de imposibilidad” o, más precisamente, como una interdicción. El rostro del Otro me prohibe matar; me dice: “no matarás”, incluso si esta posibilidad es el supuesto de la prohibición que la hace imposible. Esta pregunta sin respuesta es irreductible, primordial, como la prohibición de matar, más antigua y decisiva que la alternativa de “ser o no ser”, que no es ni la primera ni la última pregunta. “Acaso ser o no ser no sea la pregunta por excelencia”, dice otro de sus textos. (C, p. 151.)



De todo esto quiero deducir que nuestra tristeza infinita debería alejarse de lo que en el duelo la lleve hacia la nada, es decir, hacia eso que sigue vinculando –así sea de manera potencial– la culpa con el asesinato. Cierto, Levinas habla de la culpa del sobreviviente, pero se trata de una culpa que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, una responsabilidad confiada, y confiada en un momento de emoción sin paralelo, el momento en que la muerte se revela como la excepción absoluta. Para expresar esta emoción sin precedentes, la que siento aquí y comparto con ustedes, la que nuestro sentimiento de propiedad nos impide exhibir, y para poner en palabras, sin ánimo de confesión o exhibición personal, cómo esta emoción tan singular se relaciona con la responsabilidad que nos es delegada y confiada como un legado, permítanme, una vez más, que sea Levinas el que hable. Aquel cuya voz hoy me gustaría tanto escuchar cuando dice que la “muerte del otro” es la “primera muerte”, y que “yo soy responsable del otro en la medida en que es un mortal”. Escuchemos el curso de 1975 y 1976:







La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parecería ser a primera vista, un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma. Alguien que se expresa en su desnudez –el rostro– es de hecho alguien en la medida en que me busca, en la medida en que se pone bajo mi responsabilidad: ahora debo contestar por él, ser responsable de él. Cada gesto del Otro es una señal dirigida hacia mí. Para regresar a la clasificación esbozada anteriormente: mostrarse, expresarse, asociarse, serme confiado. El otro que se expresa me es confiado a mí (y no existe deuda con respecto al Otro –porque lo que se debe es impagable: nunca estaremos a mano–) [Más adelante se hablará de una “obligación más allá de toda deuda”, porque el yo que es lo que es, singular e identificable, sólo es a través de la imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente ahí donde la “responsabilidad por el Otro”, la “responsabilidad del rehén” es una experiencia de sustitución y sacrificio]. El Otro me individualiza en esa responsabilidad que yo tengo de él. La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable... constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte. Es desde ese momento, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente. (MT, pp. 14-15; cita entre paréntesis, p. 25.)




Y un poco más adelante:



La relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una aspiración (ni una visión del ser como en Platón, ni una aspiración hacia la nada como en Heidegger), una relación meramente emocional, que se mueve con una emoción que no está compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un movimiento, una inquietud en lo desconocido. (MT, pp. 18-19.)







Desconocido está subraydo. “Desconocido” no es el límite negativo de alguna forma de conocimiento. Este no-saber es el elemento de amistad u hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la distancia infinita del otro. (...)

(...)

Si la relación con el otro presupone una separación infinita, una interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué sucede en el momento en que esa interrupción surge de la muerte para hacer un vacío todavía más infinito que la separación anterior, una interrupción en el centro de la interrupción misma?, ¿dónde y a quién le sucede? No puedo hablar de esta agobiante interrupción sin recordar, como muchos de ustedes sin duda lo hacen, la ansiedad ante la interrupción que yo pude sentir en Emmanuel Levinas cuando, al teléfono por ejemplo, parecía temer en todo momento que se cortara la comunicación, temer el silencio o la desaparición, la sin-respuesta del otro a quien llamaba y a quien trataba de aferrarse con un “hola, hola” después de cada frase y, en ocasiones, a la mitad incluso de la frase.



¿Qué pasa cuando un gran pensador se sumerge en el silencio, uno a quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos y también escuchamos, de quien todavía esperábamos una respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no sólo a pensar de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya habíamos leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas más que creíamos haber reconocido con su rúbrica?








Esta experiencia con Emmanuel Levinas, así lo he aprendido, es interminable, al igual que todas las reflexiones que son fuente y origen; porque nunca dejaré de empezar o empezar de nuevo a pensar en ellas como el fundamento del comienzo renovado que me ofrecen, y volveré a descubrirlas una y otra vez en casi cualquier tema. Cada vez que leo o releo a Levinas me siento colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que no es una limitación sino una fuerza amable que obliga y nos obliga, por respeto al otro, a no deformar ni torcer el espacio de pensamiento, sino a ceder ante la curvatura heterónoma que nos relaciona con el otro en su completud (o sea, con la justicia, como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse: “la relación con el otro, es decir, la justicia”), que responde a la ley que de esa forma nos convoca a ceder ante la anterioridad infinita de lo radicalmente otro.


(...)


Todo lo que ha pasado aquí ha pasado a través de él, gracias a él, y hemos tenido la suerte no sólo de recibirlo en vida, de él en vida, como una responsabilidad delegada por los vivos a los vivos, sino también de debérselo mediante una deuda ligera e inocente. Un día, hablando con Levinas sobre sus investigaciones acerca de la muerte y de lo que le debía a Heidegger en el mismo momento en que se estaba alejando de él, escribió: [La muerte y el tiempo] “Se distingue del pensamiento de Heidegger y lo hace a pesar de la deuda que todo pensador contemporáneo tiene con Heidegger –una deuda que con frecuencia nos pesa-” (MT, p. 8). La buena fortuna de nuestra deuda con Levinas es que nosotros podemos, gracias a él, asumirla y afirmarla sin pesar, en la entusiasta inocencia de la admiración. Se trata del orden de este sí incondicional del que hablé antes y frente al que se responde “sí”. Este pesar, mi pesar, es no habérselo dicho y no habérselo demostrado suficientemente en el curso de los treinta años durante los que, en la reserva del silencio, a través de conversaciones breves y discretas, de escritos que eran demasiado indirectos o cautos, nos dirigíamos con frecuencia entre nosotros lo que yo ni siquiera llamaría preguntas o respuestas, sino tal vez, para usar una más de sus palabras, una suerte de “pregunta, ruego”, una pregunta-ruego que, como él dijo, es anterior incluso al diálogo.








Esta misma pregunta-ruego que me encaminó hacia él, acaso compartida en la experiencia del a-Dios, con la que empecé. El saludo del a-Dios no significa el fin. “El a-Dios no es una finalidad”, dice Lévinas recusando esa “alternativa del ser y la nada”, que “no es la última”. El a-Dios saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”. “El a-Dios no es un proceso del ser; en el llamado soy reenviado al otro hombre a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer” (C, p. 150).



Dije que no quería simplemente recordar lo que él nos confió del a-Dios, sino en primer lugar decirle adiós, llamarlo por su nombre, decir su nombre, su primer nombre, de la manera en que se le llama en el momento en el que si ya no responde, es porque él responde en nosotros, desde el fondo de nuestros corazones, en nosotros pero antes que nosotros, en nosotros ante nosotros, -llamándonos, recordarnos: “a-Dios”.


Adiós, Emmanuel.

Jacques Derrida