jueves, 27 de septiembre de 2012

EL OMBÚ



En toda esta región, aunque uno ande veinte leguas en una o en otra dirección, no encontrará árbol tan grande como éste que se alza solitario y no está cerca de casa alguna; por esto se le llama "El ombú", como si fuera el único que existiera en el mundo; y el nombre de esta propiedad, que hoy no tiene dueño y que está en ruinas, es también "El ombú". De sus ramas más altas, si se alcanza a trepar en ellas, se divisan entrambas orillas de la laguna de Chascomús, a dos leguas de distancia, y el pueblo asentado en sus márgenes. Distínguense también cosas más pequeñas cuando el día está claro; tal vez una línea roja que se mueve sobre las aguas, y que es una bandada de flamencos que vuelan muy bajo, según costumbre. Es un árbol muy grande, cerca del cual no hay ninguna casa; solamente quedan los cimientos de ladrillo de una; pero tan cubiertos de pasto y de maleza que es preciso buscar con empeño para encontrarlos. Cuando me hallo en el campo con mi majada, en los días de verano, suelo venir a sentarme aquí a la sombra; no queda lejos del camino real; pasan cerca los viajeros; las manadas de ganado, las diligencias y las carretas tiradas por bueyes. A veces, a medio día, encuentro algún viajero que descansa a la sombra, y si sucede que no está durmiendo, conversamos, y él me da noticias de ese gran mundo que mis ojos nunca han visto. Dicen que el dolor y también la ruina llegan siempre a la casa sobre cuyo techo cae la sombra del ombú. Sobre esta casa que ya no existe, la sombra del árbol caía todas las tardes de verano al ponerse el sol. Dicen, además, que los que se sientan con frecuencia a la sombra del ombú se vuelven locos; tal vez, señor, los huesos de mi cráneo sean más recios que los de la mayoría de los hombres, porque he tenido costumbre de sentarme aquí toda mi vida, y aunque ya soy un viejo no he perdido la razón. Cierto es que la mala suerte llegó al fin a esta casa; pero el dolor entra por todas las puerta; el dolor y la muerte le llegan a todo hombre, y toda casa tiene que caer algún día.




¿No oye Ud. el mangangá, la abeja carpintera, entre el follaje, sobre nuestras cabezas? Mírelo Ud., parece una esfera de oro bruñido entre las hojas verdes, suspendida en un punto, zumbando fuertemente. Ah, señor, los años que han pasado, las gentes que han vivido y que han muerto me hablan de esa manera, con voz resonante, cuando me siento en este lugar y me quedo solo. Todas éstas son memorias de los tiempos idos; pero hay otras cosas del pasado que también vuelven a nosotros: son los espíritus. A veces, hacia la medianoche, el árbol entero, desde sus enormes raíces hasta sus hojas más altas, se ve desde lejos resplandeciente como encendido en un fuego blanco. ¿Qué cosa es ese fuego que tantos han visto y que no quema las hojas? Otras veces, cuando el viajero se tiende a dormir la siesta, oye el rumor de pasos que vienen y que van, y ruidos de perros y de aves, y de niños que gritan y que ríen, y de voces de gentes que hablan, pero cuando se levanta y escucha, los ruidos se apagan, y al fin parecen perderse entrándose en el árbol con un murmullo suave como el del viento entre las ramas. 


Guillermo E. Hudson, "El ombú" (1902)