lunes, 1 de abril de 2013

HACIA LA LUZ



No es solamente en la semilla o en la flor, sino en la planta entera, tallo hojas y raíces, donde se descubre, si quiere uno inclinarse un instante sobre su humilde trabajo, numerosas huellas de una inteligencia perspicaz. Recordad los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los árboles en peligro. Yo no olvidaré nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día, en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas del Lobo, embalsamadas de violetas, un enorme laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentado y por decirlo así convulsivo todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, había llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles. Desde las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa busca del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del Mediodía. El joven tronco tenía que resolver un problema mucho más grave y más inesperado: partía de un plano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido pues necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar, tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado, y mantener así -como un nadador que echa atrás la cabeza-, con una voluntad, una tensión y una contracción incesante, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas.
Desde entonces, en torno de ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo monstruoso, hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabía aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa de follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro oscuro roía profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no sé qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables cabelludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, habían amarrado éste a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, desde los primeros días la hora crítica del peligro para redoblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Qué ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?


Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores