De qué hablo cuando hablo de correr. Ese es el título del libro de Murakami del cual extraje los fragmentos que copio a continuación. Es un libro con múltiples niveles de lectura, o con múltiples niveles de escritura, no sé. Digamos que no se trata de que el más visible de esos niveles sea simplemente una metáfora de alguna otra cosa que no se deja ver con facilidad. No. Más bien se trata de distintas dimensiones de nosotros mismos, diferentes maneras de configurar una experiencia, no sólo intelectual, no sólo física.
Había un corredor que decía que, ya desde que empezaba a correr, y luego durante toda la carrera, no hacía más que rumiar para sus adentros una frase que le había enseñado su hermano, que también era corredor: Pain is inevitable. Suffering is optional, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, depende de uno. Por ejemplo, cuando una persona que está corriendo piensa: «Uf, qué duro, no puedo más», lo de la dureza es un hecho inevitable, pero lo de poder o no poder más, eso queda ya al arbitrio del interesado.
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Creo que Ernest Hemingway también escribió algo parecido, del estilo «continuar es no romper el ritmo». Para los proyectos a largo plazo, eso es lo más importante. Una vez que ajustas tu ritmo, lo demás viene por sí solo. Lo que sucede es que, hasta que el volante de inercia empieza a girar a una velocidad constante, todo el interés que se ponga en continuar nunca es suficiente.
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Mientras corría ha llovido un poco, pero ha sido sólo una lluvia corta y agradable que ha refrescado mi cuerpo. Una densa nube se ha aproximado desde el mar y se ha situado sobre mí, ha descargado con prisas su fina lluvia, corta e intensa, como diciendo: «Tengo otros asuntos urgentes que atender», y, sin volver la vista atrás, se ha ido a alguna otra parte. Entonces ha vuelto el sol de siempre, ese que no hace distingos, y ha irradiado la tierra con ardor. Es un clima fácil de entender. No hay en él ni ambivalencias ni dificultades de comprensión, y tampoco contiene metáforas ni simbolismos.
Sólo con correr una hora por la ribera del río Charles, todo lo que llevo puesto acaba tan empapado de sudor que se diría que me han echado un cubo de agua por encima. La piel me escuece por el sol. La mente se me nubla. No consigo pensar nada coherente. Pese a todo, si le echo ganas y consigo acabar la carrera, entonces brota de mi interior una intensa sensación de frescura y renovación, que tiene también algo de autoabandono, como si me hubiera conseguido exprimir por completo.
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En dos meses y medio bajé siete libras y la grasa que había empezado a acumularse ligeramente alrededor de mi estómago también se esfumó. Siete libras. Eso son unos tres kilos largos. Me gustaría que imaginaran que van a una carnicería, piden tres kilos de carne y luego vuelven a casa caminando con ellos en la mano; tal vez así puedan hacerse una idea de lo que significa cargar con ese peso. Cuando pienso que vivía con semejante peso adherido a mi cuerpo, experimento un sentimiento bastante complejo.
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Ciertamente, los días en que hace frío, pienso un poco en el frío. Los días en que hace calor, pienso un poco en el calor. Cuando estoy triste, pienso un poco en la tristeza. Cuando estoy alegre, pienso un poco en la alegría. Como ya he comentado, en ocasiones recuerdo de manera deslavazada sucesos que ocurrieron hace mucho. De vez en cuando (aunque esto no me ocurre más que muy de vez en cuando) me viene de pronto a la mente alguna idea, apenas un esbozo, para una novela. Pese a todo, realmente casi nunca pienso en nada serio.
Mientras corro, simplemente corro. Como norma, corro en medio del vacío. Dicho a la inversa, tal vez cabría afirmar que corro para lograr el vacío. Y también es en el vacío donde se sumergen esos pensamientos esporádicos. Es lógico. Porque en el interior de la mente humana es imposible lograr el vacío absoluto. El espíritu humano no es ni tan fuerte ni tan consistente como para poder albergar el vacío absoluto. Sin embargo, esos pensamientos (o esas ideas) que penetran en mi espíritu mientras corro no son, en definitiva, más que meros accesorios del vacío. No son contenido, son pensamientos generados en torno al eje de la vacuidad.
Los pensamientos que acuden a mi mente cuando corro se parecen a las nubes del cielo. Nubes de diversas formas y tamaños. Nubes que vienen y se van. Pero el cielo siempre es el cielo. Las nubes son sólo meras invitadas. Algo que pasa de largo y se dispersa. Y sólo queda el cielo. El cielo es algo que, al tiempo que existe, no existe. Algo material y, a la vez, inmaterial. Y a nosotros no nos queda sino aceptar la existencia de ese inmenso recipiente tal cual es e intentar ir asimilándola.
Cuando recibo una crítica infundada (o que, al menos, a mí me parece infundada) de alguien, o cuando alguien de quien esperaba que aceptara una mía no lo hace, corro un poco más de distancia que de costumbre. De este modo, me agoto un poco más, proporcionalmente a ese poco más de distancia que corro. Entonces vuelvo a cobrar conciencia de que soy una persona débil y con limitaciones. Me doy cuenta de ello de un modo físico y desde lo más hondo de mi ser. Y, desde el punto de vista del resultado, ese poco de distancia que he corrido de más, lo gano también en fortaleza física, aunque la ganancia sea sólo meramente simbólica. Cuando me enfado, oriento el enfado hacia mí. Cuando siento rabia, redirijo hacia mí esa rabia para intentar mejorar. Hasta ahora he vivido pensando así. Me esfuerzo por tragar todo eso en silencio, sin más, hasta el límite, para después intentar liberarlo (variando su forma todo lo posible) en esos recipientes que son mis novelas, como una parte más de una historia.
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Ya he dicho que tiendo a engordar poco a poco en cuanto me abandono. En contraste, mi mujer, coma lo que coma (tampoco es que coma mucho, pero le pirran los dulces), aunque no haga deporte, no engorda ni un solo gramo. Tampoco tiene grasa. Yo, al ver esto, solía pensar lo injusta que era la vida. Lo que algunos sólo consiguen esforzándose, otros lo logran sin el menor esfuerzo.
Bien pensado, quizás esa tendencia a engordar con facilidad sea, por el contrario, beneficiosa. Me refiero a que, en mi caso, para no aumentar de peso he tenido que hacer intenso ejercicio a diario, cuidar mi alimentación y moderarme. Es una vida dura. Pero, si realizas ese esfuerzo de manera continuada, entonces consigues mantener tu metabolismo en niveles altos y, como resultado, tu cuerpo gana en salud y resistencia. Y supongo que el envejecimiento también se ralentiza un poco. Sin embargo, los que, hagan lo que hagan, no engordan, no necesitan prestar especial atención ni al ejercicio ni a las comidas. Por lo demás, tampoco creo que haya muchas personas que, salvo en caso de necesidad, se animen a preocuparse por estas cosas, que, la verdad, dan bastante pereza. Por eso, con frecuencia, a medida que envejecen, su fuerza física va disminuyendo. Si uno no presta atención, va perdiendo músculo de modo natural y sus huesos también se van debilitando. Así pues, sólo a largo plazo se puede saber si tal o cual tendencia es justa o injusta. Tal vez, entre quienes estén leyendo esto, haya también personas que sufren porque, en cuanto se descuidan, aumentan de peso. No obstante, por las razones que ya he expuesto, quizá deberían mirar el aspecto positivo y entender que eso podría ser más bien un regalo del cielo: cuanto más fácil le resulte a uno ver su piloto rojo encendido avisando de avería, mejor. Aunque, seguramente, esos lectores no se lo tomarán así.
Por cierto, en el gimnasio de Tokio al que voy, hay un cartel que reza: «EL MÚSCULO SE ADQUIERE CON DIFICULTAD Y SE PIERDE CON FACILIDAD. LA GRASA SE ADQUIERE CON FACILIDAD Y SE PIERDE CON DIFICULTAD». Es una verdad desagradable, pero es la verdad.
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Después de la capacidad de concentración, es imprescindible la constancia. Aunque uno pueda escribir con concentración durante tres o cuatro horas al día, si no es capaz de mantener ese ritmo durante una semana porque acaba extenuado, nunca podrá escribir una obra larga. El novelista (al menos el que aspira a escribir una novela larga) debe ser capaz de mantener la concentración diaria durante un largo lapso de tiempo, sea medio año, uno, o dos. Comparémoslo con la respiración: si la concentración consistiera simplemente en contener profundamente la respiración, la constancia consistiría en aprender el truco para ser capaz de ir respirando, lenta y silenciosamente, al tiempo que se contiene la respiración. Si no hay equilibrio entre esos dos factores, inspiración y espiración, resulta muy difícil poder dedicarse profesionalmente a escribir novelas durante muchos años. Hay que ser capaz de seguir respirando mientras se contiene la respiración.
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A veces la gente me dice: «Llevando siempre una vida tan saludable como la suya, ¿no le parece que llegará un momento en el que ya no podrá seguir escribiendo novelas?».(...) Esta suerte de tópico está muy arraigada en la sociedad. Al parecer, con el paso de los años se ha ido forjando este esquema de «artista = insano (degenerado)». (...)
En líneas generales, estoy de acuerdo con la idea de que escribir novelas es una labor insana. Cuando nos planteamos escribir una novela, es decir, cuando mediante textos elaboramos una historia, liberamos, queramos o no, una especie de toxina que se halla en el origen de la existencia humana y que, de ese modo, aflora al exterior. Y todos los escritores, en mayor o menor medida, deben enfrentarse a esa toxina y, sabedores del peligro que entraña, ir asimilándola y capeándola con la mayor pericia posible. Porque sin la intervención de esa toxina no se puede llevar a cabo una auténtica labor creativa en el sentido verdadero del término (les pido perdón por la extraña metáfora que ahora emplearé, pero puede parecerse al hecho de que la parte más sabrosa del pez globo sea precisamente la más cercana al veneno). Y a eso, se mire por donde se mire, no se le puede llamar una actividad «saludable».
Dicho de otro modo, por su origen, los actos artísticos contienen en sí mismos agentes insanos y antisociales. Admito esto sin paliativos. Precisamente por ello, no son pocos los autores (y en general los artistas) que se degradan en relación a los estándares que marca la vida real o que se envuelven en el hábito de lo antisocial. También esto puedo comprenderlo. O, mejor dicho, son fenómenos innegables.
No obstante, creo que aquellos que aspiran a dedicarse a escribir novelas profesionalmente durante mucho tiempo tienen que ir desarrollando un sistema inmunitario propio que les permita hacer frente a esa peligrosa (a veces incluso letal) toxina que anida en su cuerpo. De esa manera podrá ir procesando, correcta y eficazmente, una toxina cada vez más potente. En otras palabras: podrá ir creando historias cada vez más poderosas. Pero, para poder generar y mantener a largo plazo ese sistema autoinmune, se necesita una cantidad de energía nada despreciable, energía que deberá obtener de alguna parte. ¿Y dónde se obtendrá esa energía, sino en la propia fuerza física de base?
No me gustaría que me malinterpretaran, pues tampoco pretendo decir que ésa sea la única vía correcta para un escritor. Del mismo modo que hay varios tipos de literatura, hay también varios tipos de escritores, cada uno con su propia visión del mundo. Abordan cosas distintas, como también lo son sus objetivos. De ahí que para los novelistas no exista nada calificable como la única manera correcta de hacer las cosas. (...)
Para tratar con cosas insanas, las personas tienen que estar lo más sanas posible. Ésa es mi teoría. Lo que es tanto como decir que los espíritus insanos necesitan también, por su parte, cuerpos sanos. Dicho así, puede sonar paradójico. Pero eso es algo que siento vivamente en mi propio cuerpo desde que me convertí en novelista. Y es que lo sano y lo insano no se hallan en polos opuestos. Tampoco se enfrentan entre sí. Se complementan mutuamente y, en algunos casos, pueden contenerse mutuamente de forma natural. A menudo, la gente que tiende a lo sano sólo piensa en lo sano, y la que tiende a lo insano sólo piensa en lo insano. Pero esas inclinaciones extremas impiden que la vida resulte de veras fructífera.