sábado, 22 de junio de 2013

LÍNEA CONTRA COLOR (primera parte)

(en Juan José Saer, Trabajos)



En su minucioso (y apasionante) libro sobre los pintores venecianos del siglo XVI, el historiador de arte David Rosand analiza, entre otras obras maestras del siglo, un cuadro de Tiziano, La Madonna di Ca' Pesaro, que el maestro veneciano pintó entre 1519 y 1526 para la iglesia Santa María Gloriosa dei Frari, destinado a un altar lateral acordado a perpetuidad a Jacopo Pesaro como capilla privada para su familia, algunos de cuyos miembros aparecen junto a él en el cuadro.
Desde el punto de vista iconográfico, el cuadro presenta según Rosand una sorprendente particularidad: la Virgen y el Niño que, siguiendo las reglas del género, aparecen siempre ubicados en el centro de la imagen, han sido desplazados notoriamente por Tiziano hacia su borde derecho. La razón de esa innovación es simple, pero revela la elaborada lógica visual de los grandes artistas de la época: como la obra estaba destinada a un muro lateral de la iglesia, a la izquierda de la entrada, el pintor calculó que, dirigiéndose hacia el altar mayor, un observador, teniendo en cuenta la dirección oblicua de su mirada, vería antes que nada el sector derecho del cuadro, y por lo tanto la Virgen y el Niño debían ocupar ese sector para ser captados en primer lugar por la mirada situándose, no en el centro convencional del cuadro sino, de un modo más dinámico, en el de la visión.
Esa rigurosa puesta en escena tiene sin embargo su reverso: examinada con las técnicas modernas de análisis, la tela reveló ya desde 1877 que, debajo del fondo definitivo, consistente en dos inmensas columnas que se prolongan más allá del borde superior del cuadro, sugiriendo la continuidad del espacio terrestre y del espacio celestial, Tiziano había pintado otras variantes como fondo, de las cuales quedan todavía rastros bajo la imagen actual. Dicho de otra manera, que a pesar de la metódica puesta en escena arquitectónica, el trabajo mismo del pintor sobre la tele se permitía una buena dosis de riesgo y de improvisación.
Tal evidencia, que resulta banal en nuestra época, dio lugar en el Renacimiento a un debate, que se ha vuelto básico, entre los maestros toscanos, o más ampliamente de Italia central, y la escuela veneciana: la oposición entre la línea y el color, entre los que sostenían que el dibujo contiene el fundamento mismo de la pintura (y también de la escultura y de la arquitectura) y los que basaban lo esencial de su arte en el manejo del color. La línea representaba la abstracción, el cálculo y la espiritualidad de la pintura, y la aplicación directa del color sobre la tela, prescindiendo del diseño rector que introducía en el dibujo, tal como se practicaba en Venecia, el primitivismo, la servidumbre a la materia y la sensualidad. Como lo resume Sartre de un modo vagamente sarcástico en su curioso ensayo sobre Tintoretto: por un lado, la música de las esferas (aludiendo a la armonía numérica de la escuela de Pitágoras), y por el otro, el abandono al espontaneísmo.