Copio, del blog de Daniel Link, un post muy interesante sobre Lost.
¡Pum, para arriba!
Yo sostengo (y sostendré hasta la agonía) que Lost ha hecho algo que hasta ahora nadie había hecho en la historia de la televisión: apostarlo todo a una cierta moral de las formas.
Curiosamente, los televidentes parecen no darse cuenta de ese regalo magnífico que se les ha dado y siguen discutiendo la serie en términos de contenidos y coherencia argumental, como si la moral de las formas se agotara en la pobre correspondencia entre los gastadísimos códigos culturales con los que modelamos la realidad y lo que la serie vino a proponernos. ¿Qué vino a proponer Lost (ese artefacto postelevisivo)?
(1) Lost es novelesca. (2) Pero lo es en el sentido kafkiano, o joyceano, o becketiano o pynchoniano. (3) Es decir: Lost hace de la imposibilidad (de la novela, del relato) su tema.
Hay recalcitrantes que todavía se quejan del humo negro (¡el humor negro!), de las visiones, de las habladurías de los muertos, de los retorcimientos temporales...
Yo de lo único que me quejo es de la supervivencia de Jack, ese tarado previo, aunque entiendo que esa supervivencia es necesaria porque introduce en la trama al televidente promedio de Lost: el despistado, el que nunca entiende bien del todo las cosas pero lo intenta, el que querría que las cosas fueran de otro modo a como se le presentan ante los ojos, el que insiste en llevar las cosas a un cierto punto sin evaluar bien las consecuencias narrativas de ese arrastre completamente fuera de lugar. Jack es el mundo. Y Lost necesita del mundo.
La quinta temporada de Lost, que agotó la paciencia de los más fervorosos fanáticos, había puesto todo patas para arriba. Pero no por la repetición del "recurso barato" de los saltos temporales (que a esta altura del relato es evidente que no fueron introducidos para explicar absolutamente nada, lo que los salva del carácter de "mero recurso del ahogado" para transformarlos en índice de una recurrencia mucho más abstracta, y más peligrosa: el eterno retorno) sino por la precipitación hacia el punto incandescente de cierre (la explicación de Eloise Hawkins lo había anticipado todo).
Lost terminó la quinta temporada no en un momento de riesgo del relato sino en el momento en que el relato terminaba para siempre. Y como Lost hace lo que nunca antes fue hecho en la historia de la televisión, continúa después de haber terminado.
Repasemos lo que sabemos: en un acto desesperado de amor, Juliet apedrea una bomba de hidrógeno para hacer explotar un campo magnético de una potencia única en el planeta (la sola posibilidad de articular esta frase habría justificado la existencias de Lost).
El comienzo de la sexta temporada, incluido el resumen, que se llama El capítulo final (¿alguien alguna vez se detendrá a analizar los nombres?), insistió tres veces en esa escena decisiva. Tres veces se contó lo mismo, ¡se subrayó!, que Lost ya había terminado. Porque Juliet consigue hacer explotar la bomba de hidrógeno y el resultado es el previsible: la destrucción total y definitiva de la isla, de sus habitantes permanentes y sus ocasionales visitantes (¿alguien pensaba que podía ser de otro modo?). La imagen muestra la pata de cuatro dedos hundida en el fondo del mar.
¿Hace falta un letrero que aclare todavía más lo ya evidente? Si hiciera falta más, allí están esos retratos pronunciados por una voz tan, tan extranjera: ¿no son las biografías que componen El capítulo final como epitafios de unos muertos más o menos queribles? ¿No vienen a decirnos esos resúmenes (a todas luces arbitrarios, incompletos, como escritos a las apuradas por parientes que no saben muy bien cómo resolver la situación) que de quienes se está hablando están ya muertos, y que el recuerdo ha comenzado a distorsionarlos?
Pero la narración (que es un puro deseo) continúa, más allá del relato. Se sobrevive a si misma, se sobrepone a (en) su propio goce. Y todo continúa, como si nada hubiera sucedido. ¡Como si nada hubiera sucedido! ¡Como si hubiera sucedido nada! Las naderías del relato, de las causas y los efectos, de las explicaciones siempre insatisfactorias para los buscadores de inconsistencias: esa nada fue lo que sucedió ante nuestros ojos, durante los últimos cinco años.
Por supuesto, los detractores de Lost hablan en nombre del realismo, la coherencia narrativa, la profundidad psicológica e, incluso, el deber del narrador: son la policía del discurso. Jamás levantaron sus dedos admonitorios en contra de los Simpson o en contra de las sempiternas resurrecciones de Kenny. Pero habiendo, no sé qué, ¿cuerpos?, parece que se ponen sus bonetes cardenalicios para salir a cazar brujas.
Lo que los detractores de Lost no quieren que se note es que los creadores de Lost hicieron de la agonía becketiana un suceso de masas, lo que los que se resisten al abrazo envenenado de Lost (mientras aceptan sin hesitación las caricias de House) temen, hasta el insomnio y la indignación, es la aceptación de la muerte (del relato, la novela) y al mismo tiempo, la supervivencia de la narración a esa interdicto (lógico) o imposibilidad (histórica).
Lost continúa después de la muerte. Y lo que sigue son como series nuevas (podrían hacerse mil, o mejor: mil y una). En Lost (1), Boone aparece ya con el look de vampiro perverso que otro relato le ha impuesto, en Lost (2), Sayid (¿Sayid?) vuelve de la muerte, en Lost (3), Ben es un pelele irremediable. Pero ninguna de esas partes por venir debe leerse como continuación de las cinco temporadas anteriores, sino como una coda, una interpretación posible (según la lógica de los mundos posibles y los posibles narrativos) de lo que ya ha sucedido: la destrucción, por amor, del mundo.
Seguiremos discutiendo si está bien o mal tal pormenor de la trama, si es sensata o peregrina la resolución de aquella situación ya casi olvidada. Lo mismo sucede en los velorios, cuando los deudos recuerdan a sus muertos y empiezan a contar anécdotas. Jack, que es la taradez del mundo, no en vano se quejará, en alguna de las mil y una versiones de Lost, de que le han perdido el cadáver y le han arruinado el servicio fúnebre ("Quería terminar con esto lo antes posible", dice). Y no en vano Locke (o la nada que se esconde en esa imagen) le contestará que la potencia es lo que importa: la pura potencia, y no los actos.
Curiosamente, los televidentes parecen no darse cuenta de ese regalo magnífico que se les ha dado y siguen discutiendo la serie en términos de contenidos y coherencia argumental, como si la moral de las formas se agotara en la pobre correspondencia entre los gastadísimos códigos culturales con los que modelamos la realidad y lo que la serie vino a proponernos. ¿Qué vino a proponer Lost (ese artefacto postelevisivo)?
(1) Lost es novelesca. (2) Pero lo es en el sentido kafkiano, o joyceano, o becketiano o pynchoniano. (3) Es decir: Lost hace de la imposibilidad (de la novela, del relato) su tema.
Hay recalcitrantes que todavía se quejan del humo negro (¡el humor negro!), de las visiones, de las habladurías de los muertos, de los retorcimientos temporales...
Yo de lo único que me quejo es de la supervivencia de Jack, ese tarado previo, aunque entiendo que esa supervivencia es necesaria porque introduce en la trama al televidente promedio de Lost: el despistado, el que nunca entiende bien del todo las cosas pero lo intenta, el que querría que las cosas fueran de otro modo a como se le presentan ante los ojos, el que insiste en llevar las cosas a un cierto punto sin evaluar bien las consecuencias narrativas de ese arrastre completamente fuera de lugar. Jack es el mundo. Y Lost necesita del mundo.
La quinta temporada de Lost, que agotó la paciencia de los más fervorosos fanáticos, había puesto todo patas para arriba. Pero no por la repetición del "recurso barato" de los saltos temporales (que a esta altura del relato es evidente que no fueron introducidos para explicar absolutamente nada, lo que los salva del carácter de "mero recurso del ahogado" para transformarlos en índice de una recurrencia mucho más abstracta, y más peligrosa: el eterno retorno) sino por la precipitación hacia el punto incandescente de cierre (la explicación de Eloise Hawkins lo había anticipado todo).
Lost terminó la quinta temporada no en un momento de riesgo del relato sino en el momento en que el relato terminaba para siempre. Y como Lost hace lo que nunca antes fue hecho en la historia de la televisión, continúa después de haber terminado.
Repasemos lo que sabemos: en un acto desesperado de amor, Juliet apedrea una bomba de hidrógeno para hacer explotar un campo magnético de una potencia única en el planeta (la sola posibilidad de articular esta frase habría justificado la existencias de Lost).
El comienzo de la sexta temporada, incluido el resumen, que se llama El capítulo final (¿alguien alguna vez se detendrá a analizar los nombres?), insistió tres veces en esa escena decisiva. Tres veces se contó lo mismo, ¡se subrayó!, que Lost ya había terminado. Porque Juliet consigue hacer explotar la bomba de hidrógeno y el resultado es el previsible: la destrucción total y definitiva de la isla, de sus habitantes permanentes y sus ocasionales visitantes (¿alguien pensaba que podía ser de otro modo?). La imagen muestra la pata de cuatro dedos hundida en el fondo del mar.
¿Hace falta un letrero que aclare todavía más lo ya evidente? Si hiciera falta más, allí están esos retratos pronunciados por una voz tan, tan extranjera: ¿no son las biografías que componen El capítulo final como epitafios de unos muertos más o menos queribles? ¿No vienen a decirnos esos resúmenes (a todas luces arbitrarios, incompletos, como escritos a las apuradas por parientes que no saben muy bien cómo resolver la situación) que de quienes se está hablando están ya muertos, y que el recuerdo ha comenzado a distorsionarlos?
Pero la narración (que es un puro deseo) continúa, más allá del relato. Se sobrevive a si misma, se sobrepone a (en) su propio goce. Y todo continúa, como si nada hubiera sucedido. ¡Como si nada hubiera sucedido! ¡Como si hubiera sucedido nada! Las naderías del relato, de las causas y los efectos, de las explicaciones siempre insatisfactorias para los buscadores de inconsistencias: esa nada fue lo que sucedió ante nuestros ojos, durante los últimos cinco años.
Por supuesto, los detractores de Lost hablan en nombre del realismo, la coherencia narrativa, la profundidad psicológica e, incluso, el deber del narrador: son la policía del discurso. Jamás levantaron sus dedos admonitorios en contra de los Simpson o en contra de las sempiternas resurrecciones de Kenny. Pero habiendo, no sé qué, ¿cuerpos?, parece que se ponen sus bonetes cardenalicios para salir a cazar brujas.
Lo que los detractores de Lost no quieren que se note es que los creadores de Lost hicieron de la agonía becketiana un suceso de masas, lo que los que se resisten al abrazo envenenado de Lost (mientras aceptan sin hesitación las caricias de House) temen, hasta el insomnio y la indignación, es la aceptación de la muerte (del relato, la novela) y al mismo tiempo, la supervivencia de la narración a esa interdicto (lógico) o imposibilidad (histórica).
Lost continúa después de la muerte. Y lo que sigue son como series nuevas (podrían hacerse mil, o mejor: mil y una). En Lost (1), Boone aparece ya con el look de vampiro perverso que otro relato le ha impuesto, en Lost (2), Sayid (¿Sayid?) vuelve de la muerte, en Lost (3), Ben es un pelele irremediable. Pero ninguna de esas partes por venir debe leerse como continuación de las cinco temporadas anteriores, sino como una coda, una interpretación posible (según la lógica de los mundos posibles y los posibles narrativos) de lo que ya ha sucedido: la destrucción, por amor, del mundo.
Seguiremos discutiendo si está bien o mal tal pormenor de la trama, si es sensata o peregrina la resolución de aquella situación ya casi olvidada. Lo mismo sucede en los velorios, cuando los deudos recuerdan a sus muertos y empiezan a contar anécdotas. Jack, que es la taradez del mundo, no en vano se quejará, en alguna de las mil y una versiones de Lost, de que le han perdido el cadáver y le han arruinado el servicio fúnebre ("Quería terminar con esto lo antes posible", dice). Y no en vano Locke (o la nada que se esconde en esa imagen) le contestará que la potencia es lo que importa: la pura potencia, y no los actos.