miércoles, 8 de septiembre de 2010

SABOR A MÍ

Del blog de Alberto Silva copio una reflexión zen sobre el dolor y el sufrimiento. Haciendo clic en el título del  post se puede ver en su blog original. Pero antes, el Trío Los Panchos.





Zen y Zazen: pensar el ¿sin?sabor, zafar del ¿des?engaño


Si alguien "atiende" a lo que vive, advierte con rapidez que la vida le depara “sinsabores”. La experiencia se repite, hasta resultar frecuente. No se trata de redactar un elenco personal. Más vale atenerse a una lista famosa, la de los sermones de Buda. El dolor es un concepto que está en la raíz misma de su enseñanza. Menciona cuatro dolores "principales": parto, vejez, enfermedad y muerte. Luego "agrega" otros cuatro, vean cuán concretos y oportunos: separación de los amados, cercanía de los odiados, falta de lo deseado, apego.



¿SABOR A MI?
El asunto que se plantea es el tipo de relación que cada uno establece con algo que, a todas luces, se presenta como inevitable.
- ¿Lo mantenemos a nivel de dolor, ese dolo, embuste o engaño que consiste en concebir los hechos exteriores en función de nuestro punto de vista o de la repercusión que tienen en nosotros? En ese caso, un sinsabor no implica ausencia de sabor, sino todo lo contrario: adquiere un gusto acre que se nos pega al paladar, algo que va amargando el disfrute de ese momento en concreto y luego tiñendo, poco a poco, la percepción de todo lo que nos rodea. Cuanto más nos centramos en nuestro yo, más nos amargan los acontecimientos que nos toca vivir. ¿Por qué sucede así?: en nuestro ilusorio y asfixiante interior estamos convencidos de que “no merecemos” que nos pase eso, o que “no es el momento” para que suceda, o que "ya tuvimos demasiada ración" de lo desagradable, o incluso (¡colmo de nuestra falsa percepción de las cosas!) que si sabemos ingeniarnos "podríamos eludir" el trance ingrato.
- ¿Por qué no situar los sinsabores más bien a nivel de sufrimiento, o sea produciendo esa alquimia efectiva y sutil que consiste en dotarlos de un “discurso explicativo” convincente, (no de mera “justificación” sino) uno dotado de dos características: a) ser capaz de restablecer cierta “justicia” del acontecimiento (por ejemplo: el amigo, el cónyuge, el padre, el hijo, el colega que no cumplen ciertas "expectativas" que nos habíamos creado ante tal o cual acontecimiento tal vez está actuando con su propia coherencia de adulto, o persigue metas que no nos quiere/puede/sabe comunicar); b) restablecer otra “justicia”, la de nuestra persona (siguiendo el ejemplo anterior: ni somos centro de lo que le pasa al otro adulto, ni somos centro de nada de lo que en general le ocurre al mundo exterior: somos, por supuesto, parte integrante de ese mundo; pero de un mundo que discurre con leyes esquivas a nuestro entendimiento y, sobre todo, sin doblegarse ante nuestras razones, en el fondo poco convincentes: es por eso que decimos que la realidad es “exterior” a nuestra argumentación vulgar, espontánea).

Pasar nuestros sinsabores del dolor al sufrimiento implica cambiar de posición de forma considerable.
- Por un lado, aceptando a fondo la libertad del otro (la cual es manifestación de su exterioridad con respecto a nosotros, cosa que suele resultar dura de tragar).
- Por otro, asumiendo de veras nuestra propia exterioridad respecto a los hechos del mundo(éste sigue su marcha, de acuerdo con reglas establecidas sin consultarnos, según constatamos a medida que transcurre el tiempo).

Muchos sinsabores de la vida podrían diluirse en ese mismo flujo que permite a la mente vaciarse, adelgazarse, "ajenizarse" de sí misma, trascenderse a sí misma (es una forma de concebir el Zazen y una coartada para practicarla). Dada la frecuencia y la contumacia con que los saborizados sinsabores arremeten, aquella tarea de “vaciado” tiende a volverse constante: “cada día trae su malicia”, dice el Evangelio, con una lucidez que no siempre captamos.

También conviene comprender que, en materia de sinsabores, tendríamos que dejar que otra nueva dimensión (diferente, a menudo poco considerada) irrumpa con fuerza en nuestra vida: el buen gusto.
- Tanto en el sentido (de Pierre Bourdieu) de refinamiento estético (incluso aceptando el inconveniente de que en algún momento amenace con tipificarnos socialmente, por ejemplo sugiriendo que formaríamos parte de una elite, cosa que no entraba dentro de lo que buscábamos).
- También en el sentido (de Kuki Shuzo) de elegancia moral, de acuerdo a la cual con nuestra actitud “acompañamos” la usura de las cosas, el creciente derrumbe dentro nuestro de la poesía de la vida, con una actitud de comprensión interna, de aceptación siempre alegre, de serena actividad productiva dentro de lo que, si no lo aceptáramos como destino ineludible, acabaría volviéndose condena insoportable.

Ciertamente es un menjurje difícil de probar y digerir, sobre todo si reconocemos que se vuelve ración de consumo frecuente. Cité el caso del desengaño, pero está antes que nada el dolor físico, los derrumbes psicológicos, el quebranto económico. Les tenemos miedo y, de puro temerlos, su ingesta sienta mal al paladar, sobre todo al comienzo. Pero no dejan de expresar el genuino sabor de las cosas de esta vida. Viviríamos más satisfechos o con mayor serenidad si comprendiéramos que el “sinsabor” es ley de vida. En cambio, cuando sentimos “mal gusto”, se trata de sabor desagradable que no procede del exterior (o sea: de las cosas que ocurren) sino de lo que creemos o pensamos ser nuestro interior (en otras palabras: el mal gusto es una regurgitación del ego). El sinsabor es mi sabor, sabor amargo de auto-engaño.