domingo, 17 de julio de 2011

CAMINO DE LA SANGRE






Copio un fragmento del artículo Sangre: una visión desde el zen, de Alberto Silva. Puede leerse entero en su fuente original
Pero antes, la canción que da título a la entrada, Camino de la sangre, del muy valioso (y silencioso) Pablo Berardi (pianista, cantor, compositor).





Sangre vivida
Hacerse presente a la propia existencia, en carne y alma. Es la vía que Maurice Merleau-Ponty sugiere para vivir el cuerpo. Recurramos a lógicas distintas, reunidas por la confluencia que se produce cuando dos vocablos extranjeros se funden, al traducirlos, en sólo uno de la nueva lengua. Nuestra palabra sangre reúne connotaciones provenientes de términos latinos bien diferenciados. Cruor designa sangre que se escapa, marcando su derrame el final de una existencia. Sanguis nombra, en cambio, sangre preservada para mantener y desarrollar vida. Ante la bifurcación de los sentidos, el archivo cultural japonés abre opciones que permiten comprender otros modos posibles de vivir la sangre.


La sangre derramada es vector de una estética japonesa perenne, la samurái, aggiornada por el novelista Yukio Mishima, quien traspasó el telón de la representación e hizo de su fantasía una cruenta realidad, mediante seppuku o suicidio ritual. Es de los pocos nipones modernos que intentó rasgar el velo de mayacon su propio cuerpo, atravesando la pantalla de la representación. Colegas suyos cometieron suicidio: Osamu Dazai, Shusaku Endo, Yasunari Kawabata; pero sólo Mishima hizo de su muerte un trance digno de la conjunción cuerpo-mente. 


Desde su best-seller inicial de 1948, Confesiones de una máscara, Mishima introdujo en su obra el leit-motiv de la sangre. Esta constituía, para él, índice fehaciente de “seguir vivo”, a pesar de tenerse por “un ser inviable” (se veía enjuto y chaparrito; le avergonzaba su bisexualidad). Dudando hasta el final entre vivir y conocer, en 1970 Mishima tomó una decisión radical: regueros de sangre brotaron de su abdomen para cerciorarlo de que era, al fin y al cabo, "un ser viviente". Le llevó 22 años completar una experiencia que, como a menudo anticipara, compendiaba su modo de buscar una obra maestra.


El zazen, meditación sentada del zen japonés, señala otro camino, bien distinto, para relacionarse con la sangre. Es cierto que también considera al cuerpo como parte indispensable del ejercicio de conocer. Pero, en marcado contraste, a cotinuación hace del comprender una opción orientada a la vida, concibiendo la circunstancia cotidiana como materia prima plausible de su pensar. ¿Cómo fluye la sangre en el curso del zazen?


Durante la meditación, la atención incursiona por las tuberías de la mente. ¿Se trata de una operación lóbrega, aceitosa? Se trata por contra de un paseo liviano y juvenil. Nadie quita momentos de pasmo, escalofrío o vértigo. Pero el zazen crea una cámara obscura donde el atento fotógrafo revela las tomas de su angustia. Y cuando la angustia desvela su sentido, brota un gozo inesperado que la mente, ¡esa estrecha!, cree extravagante, extemporáneo. No es extraño: vivir plenamente en la materialidad del propio cuerpo, suele parecerle fuera de tiempo y de lugar a la razón razonante. Su drama es ése.


Me sirvo del prefacio de Georges Bataille a su Historia del ojo, texto de 1928, reescrito y madurado en décadas siguientes, aunque oriento sus palabras en una dirección distinta a la suya. Bataille exclama: “Dios, qué triste es la sangre del cuerpo en el fondo del sonido”. Dice algo muy cierto: cuando hasta el menor ruido se acalla, quedamos confrontados al sonido. Ahora bien: ¿cuál es ese sonido propio cuando hacemos en nosotros (como busca el zazen) un silencio profundo? No es otro que el flujo rítmico de la sangre o, si se quiere, el pulso de la vida, el latir del corazón. Entonces, ¿por qué tan suave vibración Bataille la considera triste y, como agrega, "merecedora de descarga"? Llegamos al nudo de la cuestión: Bataille concibe la liberación como excreción de sustancia propia tinta en sangre. Relaciona la descarga efusiva con el tránsito que intenta desde una experiencia interior, puramente mental, hasta un cuerpo convocado al derroche de sus facultades. Bataille vive la corporalidad como acreditación de su vida: ese tramo lo recorre con Mishima. Sin embargo, llegado a la encrucijada del dolor toma, como el extranjero de Albert Camus, una senda distinta a la podíamos estar esperando: no se sacrifica. 


Tal vez una experiencia interior sin derrame ("sin destrucción", dice el patriarca Dôgen) sea posible porque, como aclara el zen, el sonido primordial de la sangre es una pauta musical necesaria para enfocar la vida: Niezsche decía que, "sin música, la vida sería un error". O porque el latido de la sangre es gozoso, un vagido que anuncia al recién nacido. O porque es salutífero, ofreciendo abundante, gratuito y continuo recomienzo de la vida a cada pulsación. La sangre, así, constituye para el zen el camino. Un camino paradójico, como el de la vida. Plenamente invisible, la sangre se vuelve aguda conciencia del tenaz empeño por existir. Tan presente a nuestros actos que acabamos considerándola lo más preciado nuestro, a saber: alegría de volver a la vida con cada latido; diapasón de nuestros actos cotidianos; sabiduría de no desperdiciar ni una gota, ajena o propia; desprendimiento por saber que, al fin y al cabo, lo vivo nunca podemos poseerlo. La sangre sólo trasunta realidad cuando circula. Y nosotros en ella.