Del libro Tres vidas secretas, de Reinaldo Laddaga (Rosario, 1963), el final de la biografía de Osama bin Laden, durante sus años de vuelta en Afganistán, a partir de 1996, cuando muda a su séquito a una vieja granja colectiva soviética cerca de las cavernas de Tora Bora que fueran, diez años atrás, la sede de su refugio Maasada (lit. "el Refugio del León").
Una madrugada, hacia el fin del verano, cuando algunas corrientes frías se desprenden de las montañas próximas y la oscuridad del cielo vira hacia una palidez pulsante, un insecto entra en el estudio de Osama y se posa en el marco de varillas que sostiene la pantalla violeta de la lámpara. Como sobre esta pantalla cuelgan hilos de cuentas que incluso el peso mínimo de este insecto hace mover, en las paredes se proyectan haces súbitos de líneas deslizantes. Cuado Osama trata de apresarlo, el insecto emite un silbido que silencia el rumor grave y constante que es el fondo sonoro de este sitio e inicia de nuevo su vuelo y choca contra los vidrios de las ventanas y se desploma sobre el escritorio y vuelve a volar y busca una salida. Cuando encuentra una ventana que ha quedado abierta, se pierde en la semioscuridad.
Bajo la influencia de esta aparición, Osama concibe un nuevo plan para interrumpir el avance de su pobreza: la granja se consagrará ahora a la cría de las abejas, que se hará a la manera afgana. Un día, un grupo de hombres instala una hilera de cilindros de arcilla, para que las abejas los usen como bases para sus colmenas. Otro día, traen los enjambres y los sueltan. Pronto será el momento de vaporizar las colmenas con sulfuro, de expulsar o matar de ese modo a los insectos y recoger la miel y la cera y venderla en Jalabad y volver con nuevos cargamentos de cordero, de dátiles, de té, y celebrar con las mujeres, en la atónita noche de la granja.
En los panales, llega el día del enjambramiento. Este es el día en que la colmena está rebosante de miel y la colonia entera, y primero que nada la reina, van a salir en busca de otro sitio para poner los huevos de la generación siguiente. Las abejas se han sacudido el sopor del invierno. Millones de abejas nuevas nacen todos los días. Los machos salen de sus vastas células. El atestamiento es tan grande que las que vuelven por la noche no encuentran dónde alojarse y permanecen en el umbral del panal, donde mueren de frío.
Hay una inquietud que recorre a todo el grupo. La reina siente que un destino se prepara, que una fuerza invencible la obliga a abandonar su reposo, que el espíritu de la colmena, que estaba callado, en la incertidumbre y la pobreza, se reactiva. Este espíritu, hasta ahora, ha regulado el número de los nacimientos, ajustándolos a las condiciones del entorno, y ahora, en su lengua incomprensible, le comunica a la reina que es el momento de seguir las leyes lujosas e imbéciles de la naturaleza, que dicen que debe haber migración y sacrificio y muerte.
Osama observa la colmena, pero es poco lo que entiende. La existencia que allí tiene lugar le parece simple y consagrada a las preocupaciones instintivas de la reproducción y la alimentación. Pero si su vigilancia fuera más atenta y más constante percibiría la complejidad verdadera de este espacio, vería que las formas que parecen arbitrarias, la intrincada arquitectura interior de la colmena, tiene como objeto protegerla de sus numerosos enemigos, como cierta especie de avispas que se introducen en el panal e intentan hacer pasar sus propios huevos como huevos de abeja (si lo consiguen, sus crías nacen y, mientras son todavía larvas, devoran a las larvas menores de la población nativa y acaban con los depósitos de polen). Y si pudiera penetrar el volumen, vería que una sustancia todavía fresca, olorosa, se organiza en columnas descendentes hechas de miles de células, sobre las cuales se ven las manchas rojas o malva del polen. En el dominio real, en la parte más caliente de la arquitectura, en medio de las mil cámaras repletas de huevos, están las princesas adolescentes, envueltas por una suerte de sudario y, en medio de ellas, la reina.
Una parte del enjambre comienza a ceder a esperanzas todavía sin forma. Es como si el espíritu hubiera hecho conocer ya su resolución, porque hay una inquietud desacostumbrada. El enjambre está enteramente vuelto sobre sí e ignora los ruidos que se producen en el exterior. La verdadera señal, sin embargo, todavía no fue dada. Por el momento, las abejas se mueven en círculos compactos en torno a la colmena, que vibra lentamente por el movimiento. La temperatura se eleva rápidamente, hasta el punto en que la cera de los edificios se ablanda y se deforma. La reina, que normalmente no deja nunca los sectores del centro, recorre como perdida la superficie de la colmena, rodeada por la multitud que gira en torno suyo. Es difícil decir si comunica alguna cosa y, si lo hace, si son órdenes o imploraciones.
Dentro de ella, de la reina, en la cavidad que protege la costra rígida que encierra sus partes internas, algo sucede. Dentro de ella: en la cavidad que contiene la hemolinfa, la sangre de los insectos. Que no es roja, claro está, como la nuestra, y que tampoco, como la nuestra, lleva el oxígeno, que en ella alcanza a las células y los músculos a través de canales diminutos que recorren su esqueleto. En la parte interior de su cuerpo, hay vastos espacios no obstruidos para los motores que mueven las piernas y las alas y para el combustible circulante, el combustible que se mueve lentamente dentro del cuerpo y que disipa los residuos y el calor.
Los ojos, los receptores químicos y los pelos de las abejas son sensibles al contacto y la presión. Ellos son los que dirigen al sistema nervioso para que cree cadenas de mensajes eléctricos que pasan a los músculos o a las glándulas, que se contraen o se expanden. Las abejas son capaces de expandirse y contraerse de una manera sorprendente. Mucho más que nosotros, que los hombres y mujeres, cuya capacidad de contracción y expansión es muy pequeña. Es que nosotros también, como las abejas, somos sistemas de tubos y bombas, pero nuestro sistema de circulación es cerrado. Nuestra sangre circula a través de arterias, de capilares y de venas. Nuestra sangre debe pasar por los pulmones para llenarse del oxígeno que lleva por todo el cuerpo. Pero no es esto lo que tienen las abejas, que son huecas, hechas de un esqueleto exterior que contiene su sangre, que ocupa un espacio cavernoso en el cual los órganos flotan como si fueran fragmenos de un naufragio.
Lo que no significa que esta sangre translúcida esté quieta. Al contrario, se mueve continuamente, gracias al sistema de bombas que las abejas poseen. Pero su movimiento es lento. Su movimiento sigue el de los anillos de músculos que se activan y se desactivan. El movimiento lleva la sangre a la cabeza, de manera que se bañen las partes que allí viven, y vuelve luego al cuerpo, al conducto digestivo, a las glándulas, y a veces entra en los apéndices, en las patas, las antenas o las alas, transportando alimentos a medias digeridos, hormonas, anticuerpos, parásitos, virus. Cuando esta sangre toca un órgano, este extrae de ella lo que necesita y deja caer sus residuos.
En el recinto extenso del interior de las abejas, los órganos no tienen posiciones fijas, sino que pueden moverse, según sus necesidades y las necesidades de los órganos vecinos. Cada uno de ellos decide qué parte necesita de los materiales que se encuentran en la sangre. Es que no hay ningún sistema de nervios que coordine la totalidad de los movimientos. Y, sin embargo, el sistema se integra cada vez que sus receptores detectan distorsiones en el cuerpo de la abeja, curvaduras sorpresivas de la cutícula o de los apéndices, o vibraciones transmitidas por el aire. Las pompas y válvulas, los tubos y conectores, los reservorios y los transductores se ensamblan, los fluidos se mezclan, los volúmenes se ajustan entre sí.
Y frente a Osama todo se ha paralizado. Las criaturas antes móviles aparecen como miniaturas de laca. Ahora, no hay delicia que pueda afectarlo e impulsar algún flujo de alegría de su corazón a su cerebro. Las divisiones del espacio se separan. En un instante, se cortarán todas las cuerdas.