Por qué se escribe
Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas.
Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella, encuentra.
Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reaccion siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia asediante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni, por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria que, al fin, se transmuta en derrota.
Y de esa derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente.
Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora, en el escribir, distinta función; no estarán al servicio del momento opresor; ya no servirán para justiftcarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.
Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora, en el escribir, distinta función; no estarán al servicio del momento opresor; ya no servirán para justiftcarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra.
En Hacia un saber sobre el alma (1950)
El templo y sus caminos
Una tinieblas que prometen y a veces amenazan abrirse. Y es difícil creer que quien recorre tal camino no se vea acometido por el tempor y un temblor casi paralizantes. Es la luz de un viaje más bien extrahumano, que el hombre emprendía asomándose al lado dé allá, a ese lado al cual se supuso, cada vez con mayor ligereza, que sólo se asoman los místicos. Es la luz que se vislumbra y la luz que acecha, la luz que hiere. La luz que acecha en la inmensidad de un horizonte donde perderse parece inevitable, y que hiere con un rayo que despierta más allá de lo sostenible, llamando a la completa vigilia, ésa donde la mente se incendiaría toda.
En Los bienaventurados (1990)
La mirada
Sólo cuando la mirada se abre al par de lo visible se hace una aurora. Y se detiene entonces, aunque no perdure y sólo sea fugitivamente, sin apenas duración, pues que crea así el instante. El instante que es al par indeleblemente uno y duradero. La unidad, pues, entre el instante fugitivo e inasible y lo que perdura. El instante que alcanza no ser fugitivo yéndose.
Inasible. El instante que ya no está bajo la amenaza de ser cosa ni concepto. Guardado, escondido en su oscuridad, en la oscuridad propia, puede llegar a ser concepción, el instante de concebir, no siempre inadvertido.
Y así, la mirada, recogida en su oscuridad paradójicamente, saltando sobre una aporía, se abre y abre a su vez, "a la imagen y semejanza", una especie de circulación. La mirada recorre, abre el círculo de la aurora que sólo se dio en un punto, que se muestra como un foco, el hogar, sin duda, del horizonte. Lo que constituye su gloria inalterable.
Inasible. El instante que ya no está bajo la amenaza de ser cosa ni concepto. Guardado, escondido en su oscuridad, en la oscuridad propia, puede llegar a ser concepción, el instante de concebir, no siempre inadvertido.
Y así, la mirada, recogida en su oscuridad paradójicamente, saltando sobre una aporía, se abre y abre a su vez, "a la imagen y semejanza", una especie de circulación. La mirada recorre, abre el círculo de la aurora que sólo se dio en un punto, que se muestra como un foco, el hogar, sin duda, del horizonte. Lo que constituye su gloria inalterable.
En De la aurora (1986)
La pensadora del aura
Nacer sin pasado, sin nada previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosura! No siendo nada o apenas nada por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo espléndido, un regalo de un Dios que nos sabe, que nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser...
...Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde y todas, cualquier obligación, de las que vienen de ser yo, o del querer serlo.
...Y como estoy libre de ese ser, que creía tener, viviré simplemente, soltaré esa imagen que tenía de mí misma, puesto que a nada corresponde y todas, cualquier obligación, de las que vienen de ser yo, o del querer serlo.
En Delirio y destino (1989)
La noche, en una de sus formas de plenitud es la noche del sentido, cuando el sentido del que está al filo de la muerte, o sobre la muerte como un mar único sostenido, se produce, la salvadora noche del sentido por desolada que sea. Porque entonces se siente, aunque sea pálidamente, que la germinación de lo que la ceguera y la mudez que la oscuridad sin más traería, no es solamente anuncio sino comienzo y razón al par.
En De la aurora (1986)
La grandeza de una cultura quizás se aparezca en las metáforas que ha inventado, si es que las metáforas se inventan. Ya que todo lo que el hombre hace tiene además del sentido primario otro sentido, por lo menos, más oculto y recóndito que luego salta y se manifiesta. Y así sucede igualmente con lo que mira y discierne, con lo que fija su atención. Nada es solamente lo que es.
En Notas de un método (1989)