Pintura de Franco Battiato
Dos videos. El primero es el final de Francesco, giullare di Dio (Francisco, juglar de Dios; Rosellini, 1950). Es la separación de San Francisco de los monjes de su orden. Les dice:
Llegó la hora de separarnos. Desde este momento, cada uno irá solo por el mundo a predicar.
-Padre, ¿por qué camino tenemos que ir?
-Por el que les indicará el señor.
-¿Pero cómo haremos para conocer la voluntad del señor?
-Yo les ordeno, por santa obediencia, que giren en el lugar donde están parados, como hacen los chicos.
Y que no paren de girar sobre sí mismos hasta que les dé vueltas la cabeza.
-Padre, ¿por qué camino tenemos que ir?
-Por el que les indicará el señor.
-¿Pero cómo haremos para conocer la voluntad del señor?
-Yo les ordeno, por santa obediencia, que giren en el lugar donde están parados, como hacen los chicos.
Y que no paren de girar sobre sí mismos hasta que les dé vueltas la cabeza.
(...)
-¿Pero no te da vueltas la cabeza?
-No.
-¿Todavía no te da vueltas?
-No.
-¿Pero te sentís bien?
-¡Ahora me da vueltas!
-Vení, Giovanni, vení.
-¡Me da vueltas la cabeza!
-No.
-¿Todavía no te da vueltas?
-No.
-¿Pero te sentís bien?
-¡Ahora me da vueltas!
-Vení, Giovanni, vení.
-¡Me da vueltas la cabeza!
A continuación, San Francisco pregunta uno por uno, a todos los monjes, hacia dónde han caído.
Cada uno dice el nombre de un pueblo hacia el que apunta su cuerpo. Y termina con Giovanni:
-¿Y a vos, Giovanni, hacia dónde caíste?
-Ah, hacia allá donde está ese... hacia aquello que está allá.
Cada uno dice el nombre de un pueblo hacia el que apunta su cuerpo. Y termina con Giovanni:
-¿Y a vos, Giovanni, hacia dónde caíste?
-Ah, hacia allá donde está ese... hacia aquello que está allá.
Los monjes se ríen y San Francisco dice:
-Vas a ir para allá que es el camino que te indicó el señor. Vayan por el mundo y prediquen la paz.
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El segundo video es el inicio de la película Die große stille (El gran silencio; Gröning, 2005). Haciendo clic en el video se puede ver, en partes, la película completa, que es una contemplación sobre la vida contemplativa de los monjes de la orden de los Cartujos en el monasterio francés Grande Chartreuse.
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Dos maneras muy distintas de entender la vocación. La primera, con San Francisco, es una vocación que se realiza en el mundo, siguiendo la vida ejemplar de los Apóstoles y de Cristo. La segunda, siguiendo a San Bruno de Colonia, es una vocación que se retira del mundo para buscar a Dios. En ambos casos (y los dos son plenamente cristianos) hay una renuncia fuerte, pero sólo en el segundo caso (el de los Cartujos) es una renuncia explícita, que va acompañada con la reclusión efectiva en el claustro. En el caso franciscano hay una renuncia implícita: renunciar por completo al mundo por el amor a Dios conlleva, en el mundo, la glorificación de todas las criaturas por el mismo amor. Dejarlo todo por Cristo significa, al mismo tiempo, recobrarlo todo en Cristo, o recobrar a Cristo en todo.
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Yo, Señor, sé con certeza que os amo, y no tengo duda en ello. Heristeis mi corazón con vuestra palabra y luego al punto os amé. Además de esto, también el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen por todas partes me están diciendo que os ame [...]
Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea, ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones, no la gustosa fragancia de las flores, ungüento o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente deleite alguno que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.
Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una cierta luz, una cierta armonía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume comiéndose; y se posee estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.
Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: «No soy yo eso»; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Preguntéle al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas y respondieron: «No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros». Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: «Anaxímenes [filósofo del siglo VI a. de C. que enseñaba que el aire es infinito y principio de todas las cosas] se engaña porque no soy tu Dios». Pregunté al cielo, Sol, Luna y estrellas, y me dijeron: «Tampoco somos nosotros ese Dios que buscas». Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: «Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él». Y con una gran voz clamaron todas: «Él es el que nos ha hecho».
Estas preguntas que digo yo que hacía a todas las criaturas era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas, y las respuestas que digo me daban ellas es sólo presentárseme todas con la hermosura y orden que tienen en sí mismas.
Después de esto, volviendo hacia mí la consideración, me pregunté a mí mismo: «Tú ¿qué eres?». Y me respondí: «Soy hombre». Y bien claramente conozco que soy un todo compuesto de dos partes: cuerpo y alma, una de las cuales es visible y exterior, y la otra, invisible e interior. ¿Y de las dos es de las que debo valerme para buscar a mi Dios, después de haberle buscado recorriendo todas las criaturas corporales que hay desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar por mensajeros los rayos visuales de mis ojos? No hay duda en que la parte interior es la mejor y más principal, pues ella era a quien todos los sentidos corporales que habían ido por mensajeros referían las respuestas que daban las criaturas, y la que como superior juzgaba de lo que habían respondido cielo y tierra, y todas las cosas que hay en ellos, diciendo: «Nosotras no somos Dios, pero somos obra suya». El hombre interior que hay en mí es el que recibió esta respuesta y conoció esta verdad, mediante el ministerio del hombre exterior. Es decir, que yo considero según la parte interior de que me compongo, yo mismo, en cuanto al alma, conocí estas cosas por medio de los sentidos de mi cuerpo. Pregunté por mi Dios a toda esta grande máquina del mundo y me respondió: «Yo no soy Dios, pero soy hechura suya».
San Agustín, Confesiones, 10,6.
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