miércoles, 23 de marzo de 2011

HAY AHÍ CENIZA





-Y cerca del final, al pie de la última página, es como si firmaras con estas palabras: "Hay ahí ceniza". Yo leía, releía, era tan simple y sin embargo comprendía que yo no daba con ello, la frase se retiraba, sin esperarme, hacia su secreto.

-Tanto más cuanto que esta palabra, ahí, usted ya no la daba a oír. Escuchándola tan sólo, con los ojos cerrados, me gustaba tranquilizarme susurrando hay ceniza, confundiendo ese ahí, sí, con la tercera persona del presente de indicativo de un verbo impersonal. Había que descifrar sin perder el equilibrio, entre el ojo y el oído. No estoy segura de haber podido hacerlo.

-En primer lugar, por lo que a mí respecta, había imaginado que ceniza estaba ahí, no aquí sino ahí, como la historia por contar: la ceniza, esa vieja palabra gris, ese tema polvoriento de la humanidad, la imagen inmemorial se había descompuesto por sí misma, metáfora o metonimia de sí, tal es el destino de toda ceniza, separada, consumida como una ceniza de ceniza. ¿Quién se atrevería aún a arriesgarse al poema de la ceniza? Sonaríamos con que la palabra (de) ceniza fuese ella misma una ceniza en este sentido, ahí, allá, alejada en el pasado, memoria perdida para lo que ya no es de aquí. Y, de esa manera, su frase habría querido decir, sin guardarse nada: la ceniza ya no está aquí. ¿Lo estuvo alguna vez?




-Hay ahí ceniza, cuando esto sucedió, hace cerca de diez años, la frase alejaba por sí misma. En ella, portaba lo lejano. A pesar de su lugar y de la apariencia, no se dejaba firmar, ya no pertenecía, un poco como si, al no significar nada que fuese inteligible, viniera de muy lejos al encuentro de su presunto firmante que ni siquiera la leía, apenas la recibía, la soñaba más bien como un pie de texto, un humo de tabaco: esas palabras que salen de nuestra boca y van a perderse sin reconocimiento.

-Supón, he aquí lo que me hubiera gustado preguntarle (¿pero a quién?). Por primera vez esta mañana, diez años después, tomo conciencia, hasta el punto de poder confesármelo, de lo que con la lectura se imprime en mí, en el centro prohibido pero preparado para el goce mudo: el artículo ausente delante de esta ceniza y, en una palabra, la semejanza bosquejada por la homofonía de la "y" griega y de la "i" latina hacían temblar el fantasma de una mujer en el fondo de la palabra, en el humo, el nombre propio en el fondo del nombre común. La ceniza no está aquí pero hay ahí Ceniza.





-¿Quién es Ceniza? ¿Dónde está? ¿Por dónde anda ahora? Si la homofonía retiene el nombre singular en el nombre común, eso lo hizo en efecto ahí, una persona desaparecida pero una cosa que conserva y a la vez pierde su huella, la ceniza. He ahí la ceniza: aquello que conserva para ya no conservar siquiera, consagrando el resto a la disipación, y ya no es nadie que haya desaparecido dejando ahí ceniza, solamente su nombre pero ilegible. Y nada prohíbe pensar que sea también el sobrenombre del susodicho firmante. Hay ahí ceniza, una frase dice así lo que hace, lo que es. Se incinera al momento, a la vista de todos: misión imposible (pero no me gusta ese verbo, incinerar, no le encuentro ninguna afinidad con la ternura vulnerable, con la paciencia de una ceniza. Es activo, agudo, incisivo).

-No, la frase no dice lo que ella es, sino lo que fue y, como usted ya ha utilizado este vocablo tantas veces desde hace un rato, no olvide que éste queda en memoria del difunto, de la palabra difunto en la expresión, el difunto fulanito o la difunta menganita. Ceniza de todas nuestras etimologías perdidas, fatum, fuit, functus, defunctus.

-La frase dice lo que ella habría sido, dándose desde entonces a sí misma, dándose como su propio nombre, el arte consumado del secreto: de la exhibición saber guardarse.






-Pura es la palabra. Requiere un fuego. Hay ahí ceniza, eso es lo que toma sitio dejando sitio, para dar a oír: nada habrá tenido lugar salvo el lugar. Hay ahí ceniza: hay lugar.

-¿Dónde? ¿Aquí? ¿Ahí? ¿Dónde están unas palabras en una página?




Fragmento de Feu la cendre, de Jacques Derrida (1987), traducido por Daniel Alvaro y Cristina de Peretti.