miércoles, 2 de marzo de 2011

SOBRE LA VIDA PROPIA

Del número 13 de la revista Otra parte copio esta entrevista fantástica que Alberto Silva hizo a Kin'en Furita, figura importante y muy necesaria del zen japonés. Nada más, acá va el texto entero, renovador, develador.




Kin’en Furita. De la soberanía plena sobre la vida propia
Alberto Silva
Hijo del reputado calígrafo homónimo y de una abuela muy devota, el maestro Kin’en Furita nació en Kioto en 1948. Educado en la estima de las tradiciones japonesas, estas lo llevaron al monasterio como bonzo y de allí a una ermita como mendicante. La capacidad de respuesta de Furita ante las crisis sociales de los noventa hizo de él portavoz oficioso de movimientos abolicionistas y antinucleares. Su honradez y franqueza lo han hecho víctima de duras campañas de desprestigio. Es ampliamente conocido en Japón por sus sermones y discursos, pero no tiene obra publicada en lenguas occidentales.
En 2003, tras declarar que en Japón,“esta vez sí”, el zen “morirá aplastado bajo el peso de su propia indignidad”, el maestro Furita dejaba el país para instalarse a orillas del lago Évian. El suyo había de ser un exilio breve. Y frustrante: a diferencia de lo ocurrido con Daisetsu Suzuki o Taisen Deshimaru, los dos maestros zen más conocidos en Occidente en el siglo XX, cuatro años no bastaron para dar a conocer a Furita como último avatar de la sabiduría oriental en el Oeste. En 2007, en la ceremonia de año nuevo (ôshogatsu), soltó frases terribles ante una audiencia atónita:“Ustedes son demasiado complicados para entender lo que les ofrezco y de paladar demasiado fino para tragarse la ración”. Recientemente, una vez vuelto a su choza de Saigai Guni (tierra de desastres), Furita ha agudizado el enfrentamiento con la cúpula zenista japonesa. Descatalogado por lo que se juzga una erudición asiática poco fiable, en asuntos occidentales a veces se muestra impreciso y algo displicente. A consecuencia de esto, el Furita orador casi no tiene quien lo publique, cosa que compensa multiplicando declaraciones. No es incomprensible entonces que alguien se pregunte si no busca convertirse en un héroe mediático. Tomas de posición estridentes, comportamientos excesivos, lengua viperina: todo lo vuelve icono (atrayente pero también horrible) de un zen primitivo y salvaje en lucha por volver a la palestra. ¿Podrá reanimarlo la hiperquinética presencia de Furita, ofrecer respuestas a problemas que dieron su razón de ser al zen de los comienzos?
Usted afirma: “En Japón el zen se está muriendo”. Y en sus últimos discursos repite: “Japón es indigno del zen”. Sin embargo, el prestigio del zen oficial no deja de crecer en el país; sus jardines y estanques reciben millones de turistas. Grandes industriales y burócratas sostienen la restauración de edificios y la labor de ciertas universidades.
El éxito de este zen es clamoroso y falso. Implica la muerte de la propuesta arcaica con la que sueño. Deja al zen en manos de un gobierno reaccionario y de una burocracia budista rancia. Lo que pone en evidencia son manejos de poder y mucho negocio. El zen de hoy apesta a dinero. ¿Me deja ser concreto? La universidad zenista a que usted alude es Hanazono. El logotipo de Hitachi predomina en los impolutos jardines de piedra de Nanzen-ji Daisen-in en Kioto. Jefes del pulpo transportista Sagawa, mayoristas de chips para máquinas tragaperras, pujantes hoteleros del distrito tokiota de Chiyoda, tiburones del cemento, capos de las redes de inmigración clandestina con sede en Kobe... todos ellos, todos, entrelazan sus intereses con los gobiernos de turno. Y en el cruce de millares de negocios infames, un mismo hecho, muy sugerente: bustos de Rinzai, Bassui, Ikkyu o Hakuin, grandes iconoclastas del zen japonés, presidiendo las salas de juntas más codiciadas del país. ¡Han reducido el zen a puro objeto estético, a diseño elegante, a decorado!
Usted no sólo critica. También denuncia. Incluso cita nombres y apellidos, señalando con el dedo a los que acusa. ¿No lo atemoriza oponerse a tanto poder?
En Japón dicen que cuando dos se pelean ambos tienen la culpa. Yo no insulto a nadie. Pero en mi país hablar abiertamente de entrada provoca pasmo y de a poco una resistencia que, en mi caso, se está transformando en acción sistemática, orquestada por poderosos que se sienten amenazados apenas alguien ejerce la libertad de expresión.
¿No lo ayudan los movimientos populares?
Me apoyan minorías resistentes. Unos en torno al alcalde de Hiroshima, más un racimo de templos renovadores como Tsukiji, de Tokyo, o Kiyomizu en Kioto. También están conmigo ciertas asociaciones: la que denuncia y combate el síndrome de muerte por agotamiento laboral, grupos antinucleares o algunas ong opuestas al retorno del militarismo. Pero el grueso de la población se extenúa con consumo basura, una docilidad exacerbada y pornografía light que gotea en publicaciones de supermercado, centros educativos, shopping-centers y oficinas. Japón es un país enfermo y el zen no es capaz de curarlo. Ni está dispuesto a velarlo en su agonía.
¿No es un diagnóstico algo apocalíptico?
Dicen que exagero. Sin embargo, sólo sigo la tradición budista…
Los pensadores occidentales prefieren hablar de riesgo, liquidez, levedad, normalización…
Si pretenden designar la crisis actual, esos conceptos no tienen suficiente garra. Les falta un toque de decadencia y degeneración, con el consiguiente peligro de colapso, eliminación, extinción. Esto lo aporta el concepto budista de mappô (dharma terminal y decadente), que señala una situación peligrosa, típica del Japón actual: la enseñanza del camino se ha transformado en asunto abstracto, privativamente filosófico y, para colmo, una entelequia abstrusa, irrelevante, como la de los filósofos de la Escuela de Kioto. En su deriva al abismo, Japón ha perdido capacidad colectiva, multitudinaria, para establecer prácticas y alcanzar conciencia esclarecida. Mappô marca, es cierto, una dimensión metafísica de impermanencia: lo que ahora es, en un instante se degrada y deja de ser; se trata de nuestra vida, claro, y también de lo que llamamos mundo, o lo que por costumbre y debilidad declaramos real. Sucede empero que mappô enuncia además el resultado de una observación a gran escala. ¿Qué vemos por doquier? Iniquidad: violencia, hambre, destrucción y muerte. La exhibición de atrocidades se ha vuelto planetaria y no basta pintarla con un espectáculo televisivo que miramos comiendo pochoclo. Necesitamos vivenciar las realidades salvajes y chocantes de Irak o Darfur. ¿Sigue pensando que exagero?
Hay quienes le reprochan que traduzca las escrituras sagradas con una libertad excesiva. En sus sermones usted cita a Buda caprichosamente, usándolo para asentar puntos de vista heterodoxos o desacreditar a sus rivales. En la Sutra del Nirvana, por ejemplo, Buda dijo textualmente: “Issai no shujô wa kotogobotoku busshô o yûsu // Nyorai wa jôjû nishite henyaku arukoto nashi”. Los exégetas traducen unánimes: “Todos los seres sensibles sin excepción tienen naturaleza de Buda: Tathâgata es permanente sin el menor cambio”. Pero usted no sólo modifica la interpretación –está en su derecho– sino que, remitiendo al mismo versículo, le endosa a Buda un texto a todas luces diferente: “Issai wa shujô nari; shitsuu wa busshô nari”. La nueva traducción en realidad es una nueva redacción, que da a la sentencia búdica un sentido casi opuesto: “Todo es ser sensible, todos los seres constituyen la naturaleza de Buda. Tathâgata es a la vez el ser, el no-ser y el camino”. En este y otros ejemplos usted aplica a destajo un sistema de citas trucadas, inventa a las escrituras sentidos inexistentes a propósito para sus tesis.
Hay una cuestión con los textos de Buda, pero el problema empieza por Buda mismo. En cuanto a los textos, lo importante es hacer entender correcta y adecuadamente el sentido de lo que se quiere decir. La pregunta del que predica siempre tendría que ser: ¿qué diría Buda en esta ocasión? El asunto consiste en transmutar a Buda, dándole una nueva interpretación.
¿Eso significa que para usted vale todo?
Es preciso distinguir entre verdad formal y verdad real. Para mí, la que vale es esta última; la podemos entender como verosimilitud. Lo que valida un discurso no es su adecuación a otro anterior (¿de qué sirve una fidelidad a la letra?), sino su eficacia para dar cuenta de experiencias presentes: la que es capaz de transmitir el que habla y la que asimila el que escucha. Un texto añejo en realidad no existe: todo texto pasado fue peor. Un texto nace y renace por su elocución, la cual no produce más que interpretación.
En el camino usted pisotea escrituras que, me atrevo a suponer, deberían ser sagradas.
Supone mal. La idea básica del zen es separar la enseñanza de cualquier hipóstasis de la persona de Buda y, además, alejar el aprendizaje de cualquier mitificación de lo escrito. No innovo al afirmar que la enseñanza del camino ha de ir separándose de Buda hasta matarlo, si es posible, en el fuero interno del discípulo. Ni agrego algo nuevo a la doctrina milenaria cuando advierto que, si “la letra mata”, se necesita mantener la palabra independiente de lo escrito, para evitar que muera antes de tiempo.
¿Qué hacer entonces con las escrituras?
¡Ah, las famosas escrituras que fascinan a los occidentales! Cuando lo escrito se acumula en las estanterías de la mente, más allá de un punto crítico, ¡cómo estorba! Quita agilidad, apesadumbra. A menudo lo escrito es la tumba del ser. Por eso conviene ir borrando de a poco lo escrito. Rinzai sugería alumbrar con papeles el fuego de la cocción, relacionando conocimiento y placer digestivo. Otros sabios optan por el agrado que le sigue de forma inevitable: usar manuscritos para limpiarse, después de la descarga.
No parece que usted hable como un maestro zen.
¿Y qué es un maestro zen?
Me refiero a la provocación...
¿Es provocativo bromear con lo santo para mostrar que se está descomponiendo? Lo que choca de mi conducta es que soy poco hipócrita, vale decir poco japonés en un sentido confuciano. Me llaman kokusaika (extranjerizado), me tratan como un marginal. No oyen que hablo con la voz de la tierra. Critican que dé la cara y airee palabras tabú.
¿Podría explicar esto un poco mejor?
El tabú cumple una función social: algo peligroso se transforma en rito, al precio de silenciar la palabra que lo designa. Esa función se ha perdido en Japón: los ritos para neutralizar fuerzas negativas (muerte, enfermedad, menstruación, masturbación, mezcla de sangres) han caído en manos de gente incapaz. Ahora el problema se invierte y lo urgente es verbalizar lo que antes se disimulaba ritualmente: que tenno (el emperador) está desnaturalizado como institución, que se sigue marginando a los burakumin (minoría racial estigmatizada), que el pacifismo es sólo máscara hipócrita, que el pueblo se ha tornado oportunista e ignorante. Digo en voz alta lo que todos susurran en la oreja. Conste que hablando en este tono soy más suave que los maestros que el zen oficial venera en sus nichos y edulcora.
Pero ¿usted es un maestro? Convengamos que muchos lo ponen en duda. De los años que pasó a la sombra de Shumpei Harada llegan informaciones confusas. Dicen, por ejemplo, que no aceptó el inkan (sello de habilitación) que le ofrecía el maestro, que pasaba más tiempo en la taberna del pueblo que en la sala de meditación del templo... Y luego está el tema de su nombre religioso, Furita. Lo eligió usted mismo, desafiando la costumbre ancestral.
En la vida, uno mismo ha de elegir el nombre que mejor lo designa. No hago más que seguir los pasos de Sidarta Gautama, quien se descubrió “despierto” (Buda) a la par que silenciosomiembro de la familia Sakya (Sakyamuni).Yo nací Furuta Fujita. Furita suena a apellido japonés, enlace del paterno Furuta y el materno Fujita. Pero en realidad Furita transcribe, con apenas disfraz, la expresión americana free time (fu-ri-ta-i-mu) y designa a quienes no se deciden a asumir compromisos corporativos después de formarse. Ya sabe: los recién licenciados sueñan con trabajar en Toyota o en Johnson & Johnson. Así, Furita remite a mi sangre. El cambio es ínfimo y de paso señala cuán poco modifica nuestras vidas la religión. La religión no transubstancia nada. Además, Furita designa mi voluntad de no integrarme al sistema. Soy un free-lance de la vía iluminativa, un part-timer de la carrera religiosa. Si soy o no maestro, no cabe a una corporación religiosa el derecho de convalidar al que merece honores religiosos. No quiero honores. Y sobre todo no quiero religión. El zen tiene poco que ver con tribunales burocráticos. Fíjese otra cosa: tan importante es para ellos designar el nombre de los demás, que ponen dificultades para publicar mis sermones, salvo que vaya cambiando la firma al pie de la columna. Así, Furita se transmuta en mil apelativos de ocasión: a veces me vuelvo Konran (“confusión salvaje”, lo opuesto a la armonía), otras soy Kejime (“el que traza una línea”, “el distinto”).
¿Los continuos cambios de nombre anuncian cambios de personaje?
Todo hombre público tiene vena de actor. No nos cuesta admitirlo de los artistas y hasta de políticos u otros comerciantes. Pero la expectativa popular exige al sacerdote ser siempre igual a sí mismo. ¡Qué disparate! Por mi parte, me reclamo seguidor de Eihei Dôgen, para quien la dimensión de todos los seres no es la generación/extinción (shometsu: forma de la afirmación de cierta presencia o continuidad de la persona), sino la aparición/ desaparición (kimetsu) o el ser/no-ser (umu). No existe un yo permanente, eso que llamamos persona. Sólo existen personajes. Para el hombrede- palabra no hay mejor entrenamiento que el teatro. Tuve formación de actor y desde los sesenta adherí al grupo Butai (“escenario”).
A propósito de su identificación como hombre de la palabra, hay otra objeción hecha a sus planteamientos. De una forma que muchos consideran descarada, usted derriba tres pilares del edificio zen: que constituya una iluminación, que ocurra de forma repentina y que resulte inefable.
No sé por dónde empezar.Tal vez negándome a aceptar la relevancia que usted da a mis modestas opiniones. En lo tocante a satori kenshô (“liberación”), me limito a seguir los pasos del sotoshû, la escuela zen de estilo soto establecida por el patriarca Dôgen. Mire, no hay tal iluminación, si por ella se entiende un esclarecimiento mental de cariz filosófico: lo que produce el kenshô es un estado especial de conciencia, provisional y reversible.
Algunos antropólogos lo comparan con el que provocan ciertas drogas. O con el que se induce mediante prácticas de trance en el misticismo yoruba o el espiritismo kardecista.
Ese estado especial no ocurre de forma súbita.
Jacques Lacan arriesgó que satori es como un relámpago o un estallido.
A mis conversaciones junto al lago asistieron discípulos de esa persona y nunca se planteó nada así. Pero volviendo a ese estado especial, lo que se produce es más bien un goteo continuado, fruto de la diaria actividad/ pasividad del zazen (meditación sedente).Y, claro, esa nueva conciencia tiene poco de inefable. ¿Sabe que los que llegan a satori corren todos a contar la experiencia? Diría más: la liberación que se va produciendo aparece ligada a la capacidad para transmitirla, al lenguaje que verbaliza la crónica de un evento a la vez irrepetible y repetible.
Hace unos años usted se mudó a Occidente en una especie de exilio espiritual. ¿Qué buscaba en Europa? Y ¿qué encontró allí de chocante para renunciar al proyecto después de cuatro años?
Mi mudanza a las montañas francesas buscaba ser un gesto espectacular.“Sé tu propio maestro”, había pedido yo cada día durante años a mis discípulos japoneses. Yéndome, quise hacerles saber que les hablaba muy en serio. Mi exilio también expresó una esperanza: comprobar si, como alguien dijo al invitarme, “la luz llega de Oriente”. En ambos sentidos, creo que la experiencia fue un fracaso. Muchos de mis discípulos japoneses no podían (ni querían) asumir soberanía plena sobre su propia vida: ¡incluso dos cometieron la payasada de seguirme hasta Évian! En cuanto a la audiencia europea (franceses, alemanes, italianos), llevaban tan incrustada una figura idílica de “maestro oriental”, que les costó adecuarla al pobre bonzo que tenían delante. Esperaban (y deseaban) a alguien lanceolado, musculoso, modesto, vegetariano, virginal, autosubsistente, indiferente a sexos y violencias.
Como si buscaran estampas pintadas por Lafcadio Hearn o Pierre Loti.
Eso no puedo decírselo. Sé que no dejaban de buscar en mí a Suzuki o a Deshimaru. Con mi porte y mi renguera, no estaba a la altura de quienes se considera erróneamente mis predecesores. Muchos no me lo perdonaron. Por otra parte, esperaban del zen un sonsonete relajante, el adorno de un haz de sentencias misteriosas, mucho ingenio vacuo, enigmas indoloros y elegantes. Lo mío, en cambio, es lo tradicional del budismo, y hasta lo más trivial del cristianismo: he venido a traer fuego a la tierra… y quiero que arda. De cualquier forma, como suele ocurrir en la vida, el fracaso francés me abrió un imprevisto éxito nipón: alertado por mis críticas al intelectualismo occidental, la prensa de aquí me abre las puertas y se hace eco hasta de mis estornudos. Pero en la vida nada dura y esto tampoco va a durar.
¿Quién es usted? ¿Qué es usted?
No sé quién soy. Sólo puedo insinuar qué personaje quiero llegar a ser: un budadharmavacilante.
(Ordenando mis notas en el tren de regreso, a Furita lo recuerdo potente y falible, con experiencia de luces y deseoso de compartirla con los demás. Lo vi como un intermediario, una especie de correveidile de la alegre desesperanza. Sin embargo, la falta de pertenencia a un núcleo social duro y establecido, sumada a la ausencia de un yo preclaro y discernible, lo transforman, quiera o no, en un médium indefenso, una figura que oscila entre la envarada seriedad del profeta y la risa amarga del payaso. Al inclinarse para despedirme, me dijo: “Soy un ser en peligro. Cada día me digo a mí mismo: ‘un paso en falso y ¡zas!’”.)
Lecturas. La terminología budista zen de Furita se apoya en los textos de Eihei Dôgen, especialmente Fukan-zazengi (El zazen es algo universalmente recomendable), así como en la reinterpretación reciente de Shumpei Harada en Kao wo Dasu (Muestra por fin tu verdadera cara). Los sermones y las plataformas de Kin’en Furita están siendo editados en lengua japonesa con el título Muda, mura, muri (Derroche, disparate, inconsistencia),Kyôdo Kumiai Shoten (Ediciones Cooperativas), Kioto, tres volúmenes.