lunes, 30 de mayo de 2011

GANAS DE CAMBIAR






Si la interpretación, en los mejores de los casos, es una expansión de la propia experiencia asistida por un dispositivo que la explicita o la aclara, no es extraño pensar que el Zen, en su operar, se valga de la hermenéutica.
Ahora bien, lo que resulta curioso del Zen es que esa operación hermenéutica que aprovecha en beneficio de su aclaración es aplicada a todo, incluso a sí mismo. El Zen necesita interpretar el Zen. Necesita actualizar la pregunta cada vez, acaso porque la respuesta que se da no consiste en encontrar una verdad (universal) sino en lo que Hans-Georg Gadamer llamó "experiencia de verdad", un evento (dice Gianni Vattimo) de "transformación-integración de lo nuevo con todo lo viejo que la conciencia ya era", y agrega Vattimo: experiencia de verdad es experiencia verdadera. La pregunta por la "venida de Bodhidharma" (que podremos traducir, llegado el momento, a la cuestión de la llegada del Zen a Occidente), vuelve a formularse una y otra vez, y la respuesta nunca va a ser la misma. Aigo Castro, en su estudio sobre Dogen, da pie a esta cuestión desde el prefacio: preguntarse quién es Dogen, dice, equivale a plantearse interrogantes como: ¿quién o qué soy yo?
En mi lenta, torpe y muy difusa interpretación del Zen encuentro que hay un asunto que, tal vez por un vicio de traducción que nos hace excedernos en el andamiaje cristiano que le damos a su recepción, o acaso porque llega él mismo ligado en exceso a su propio andamiaje budista, puede y suele ser equívoca. El Zen, y en general todas las prácticas espirituales de cuño oriental que se difunden en Occidente, llegan con un mensaje o una propuesta de cambio. Seguramente ahí esté uno de los principales enganches que volvieron a estas prácticas tan masivas. Se ofrece un cambio, un gran cambio. "Cambie su vida" es una oferta que suele verse asociada a la meditación, por ejemplo. Ese gran cambio tiene lugar, de algún modo, en los fundamentos de estas prácticas, pero creo que muy a menudo se lo interpreta de una manera confusa. 






Es cierto que estas prácticas, desde el Yoga hasta el Zen, son prácticas soteriológicas en algún sentido. Se habla de "salvación", se habla de "liberación". Pero es en este punto que me parece que aparece la confusión. Si atendemos a Mircéa Eliade vemos que "tanto las técnicas soteriológicas como las doctrinas metafísicas encuentran su razón de ser en el sufrimiento universal; pues no valen sino en la medida en que liberan al hombre del dolor". Hay algo cierto en esto: son las diferentes manifestaciones personales del sufrimiento que inhiere a la condición humana las que llevan a las personas a incorporar a sus vidas una práctica espiritual. Pero si hay un acuerdo en la causa (o sería mejor decir, en el motor) que lleva a la adopción de estas vías, la cosa no es tan clara en cuanto a la dirección o el sentido que se les imprime. Se busca una liberación y se ofrece un gran cambio. La ecuación parece cerrar, pero la cosa no es tan sencilla. Resulta que la persona se convierte, con mayor o menor facilidad, a un culto, a una preceptiva, a una práctica o estilo de vida, pero la conversión queda trunca. No termina de convertirse, no termina de realizar ese gran cambio que se le ofrecía como medio de liberación. El Gran Cambio (a esta altura, está claro que lleva mayúsculas) se vuelve un fin que nunca llega y hacia el que, en el mejor de los casos, se evade la imaginación en forma de esperanza. François Jullien se dedica a analizar con cuidado esta tendencia general, arraigada en la base de nuestro pensamiento, a establecer una finalidad. La teleología de Aristóteles, la escatología cristiana, y un largo camino que Jullien detecta, pasando por Hegel, hasta Freud, vuelven comprensible que la recepción de las prácticas espirituales de proveniencia oriental se dé bajo la perspectiva (apoyada por buena parte de las mismas tradiciones orientales) de la soteriología.






El Zen (volviendo al umbral de esta entrada) propone un cambio, un giro, un "desplazamiento de la conciencia"  (de nuevo, la lectura que hace Vattimo de Gadamer, de la cual nos apropiamos con afán traductorio). Pero ese cambio no es, al menos en el Zen Soto (habría que ver qué pasa en la rama Rinzai de la "iluminación súbita", de la "iluminación relámpago"), un advenimiento extático, un trance de unión mística, un cambio de una vez y para siempre, un Gran Cambio que libera definitivamente de la ilusión y del sufrimiento. Mucho más modestamente, el cambio efectivo que el Zen ofrece y realiza en la práctica, es un cambio que consiste en una aclaración progresiva, acaso sinuosa y también inestable, del cambio pequeño pero constante, de los breves cambios sucesivos. El sentido de la realización que el Zen tiene para ofrecer, en todo caso, sería más afín al de la palabra inglesa realization (como Alberto Silva sugirió en una ocasión), que mantiene su acepción performativa pero que quiere decir también "darse cuenta". El satori del Zen es ese darse cuenta. Darse cuenta, en este caso, de que lo único permanente es el cambio o, en palabras del poeta norteamericano Charles Olson, de que "lo que no cambia/ es el deseo de cambiar". Por supuesto que en el proceso vital de cada uno advienen grandes cambios (una muerte cercana, una mudanza) que son seguidos a su vez por cambios más pequeños, pero todos esos cambios, de diferentes formas y tamaños, no son más que, recurriendo a la imagen del cielo, como nubes que pasan, que toman distintas formas, que producen precipitaciones, tormentas, claridad, luz, en fin, cambios climáticos.
Seguro que es liberadora, en algún sentido, esa comprensión (o realización) progresiva que pone en marcha (o que realiza) y que acompaña el Zen, pero lo es en un sentido débil, no definitivo. La vida o la vía se presenta así como un camino sin fin. No hay una finalidad, sólo "ganas de cambiar".