Hay que ver cómo el pensamiento (del este y del oeste, esta vez sin distinción) se valió de la imagen del espejo para referir la relación del alma con lo divino, del pensamiento con la experiencia, etc. Acá se sugieren tres casos (pero podrían ser otros) que quieren ser un juego de espejos en el que cada uno amplíe la visión del otro.
1. Según cuenta Hui Neng, en una ocasión Hong Ren, patriarca del zen chino, convocó a sus discípulos para elegir entre ellos, como sucesor de su transmisión, a quien compusiera los versos que mejor demostraran la comprensión de las enseñanzas. Fue Shen Xiu, venerado por su erudición, quien, de acuerdo con las expectativas del resto de los monjes, decidió escribir el cántico que lo consagraría como Sexto Patriarca. Una noche se dirigió hacia la galería del sur con una vela y, a escondidas, escribió en el muro central:
El cuerpo es el Árbol del Bodhi (Despertar)
Un Espejo Brillante, eso es la mente
Mantenlo siempre limpio, un día tras otro
No dejes que se acumule el polvo
Hui Neng, campesino analfabeto que, en condición de novicio laico, trabajaba en el patio trasero del monasterio descascarando arroz, tras leer el cántico de Shen Xiu pidió a un monje que sabía escribir que copiara en el muro opuesto su propio cántico:
El Despertar (Bodhi) nunca tuvo nada que ver con un árbol
No hay sitio aquí para colocar ningún espejo
El Buda interior (la Naturaleza Original) de cada uno resplandece con luz eterna
¿Dónde podría acumularse el polvo?
Hui Neng obtuvo en secreto la transmisión del Dharma.
2. Si hay un motivo común en la esfera de lo religioso es el del espejo del alma, que evoca cómo, apenas se ha purificado y pacificado, el alma humana puede reflejar "las imágenes y las formas de la virtud presentadas por Dios" (Gregorio de Nisa), dejándolas imprimirse en ella. De sus primeras apariciones en Platón y Plotino a su magnificación en la patrística, el espejo es honrado por su capacidad de representar fielmente (pasivamente) la verdad, al tiempo que participa en lo divino. En un estudio célebre, Paul Demiéville creyó poder distinguir, incluso, dos funciones del espejo del alma, según éste sirva para ilustrar la irrealidad del mundo fenoménico o sea considerado, por el contrario, como figura de lo absoluto; y, en su amplio recorrido comparatista, pone juntos, en una misma temática, a los pensadores de la India, el chan, el mundo árabe y el cristianismo. Sin embargo, el espejo, en Zhuangzi, escapa a ese empleo místico y es comprendido de manera totalmente diferente: "El hombre realizado utiliza su espíritu como un espejo: no acompaña ni va delante, responde [a las cosas] sin atesorarlas; por ello, llega al final de las cosas [que se reflejan en él] sin salir herido" (cap. 7; 307). La virtud del espejo es que acoge pero no retiene; refleja todo lo que se le presenta dejándolo pasar, sin apegarse. No rechaza ni quiere guardar para sí, deja aparecer y desaparecer en él sin nunca fijar. Por ello, su facultad se ejerce indefinidamente, sin nunca salir dañado. Incluso el espejo sirve de imagen de esa manera en que, haciéndose el lugar del pasaje, uno se preserva en su capacidad, sin desgastarse.
François Jullien, Nutrir la vida, p. 174-175
3. Los filósofos medievales estaban fascinados por los espejos. En particular, se interrogaban acerca de la naturaleza de las imágenes que en ellos aparecían. ¿Cuál es su ser (o, sobre todo, su no-ser)? ¿Son cuerpos o no-cuerpos, sustancias o accidentes? ¿Se identifican con el color, con la luz o con la sombra? ¿Están dotadas de movimiento local? ¿Y de qué modo el espejo puede acoger las formas?
Por cierto, el ser de las imágenes debe de ser muy particular, porque si fueran simplemente cuerpo o sustancia, ¿cómo podrían ocupar el espacio que ya está ocupado por ese cuerpo que es el espejo? Y si su lugar fuera el espejo, desplazando el espejo también deberían desplazarse con él las imágenes.
Ante todo, la imagen no es una sustancia, sino un accidente que no está en el espejo como en un lugar, sino como en un sujeto (quod est in speculo ut in subiecto). Ser en un sujeto es, para los filósofos medievales, el modo de ser de lo que es insustancial, es decir, lo que no existe de por sí, sino en alguna otra cosa (dada la proximidad entre la experiencia amorosa y la imagen, no sorprenderá mucho que tanto Dante como Cavalcanti definieron en el mismo sentido el amor como "accidente sin sustancia").
De esta naturaleza insustancial derivan, para la imagen, dos características. Dado que no es sustancia, ella no tiene una realidad continua ni puede decir que se mueva a través de un movimiento local. Ella más bien es engendrada a cada instante según el movimiento o la presencia de quien la contempla: "como la luz es creada siempre de nuevo según la presencia de lo alumbrante, así decimos de la imagen en el espejo que ella se genera cada vez según la presencia de quien la mira".
El ser de las imágenes es una continua generación (semper nova generatur). Ser de generación y no de sustancia, ella es creada nuevamente a cada instante como los ángeles que, según el Talmud, cantan la alabanza de Dios y en seguida se hunden en la nada.
La segunda característica de la imagen es la de no ser determinable según la categoría de la cantidad; no ser propiamente una forma o una imagen, sino sobre todo una "especie de imagen o de forma (species imaginis et formae)", que en sí no puede ser larga ni ancha, sino que sólo "tiene una especie de largo y de ancho". Las dimensiones de la imagen no son, por ende, cantidades mensurables, sino solamente especies, modos de ser y "hábitos" (habitus vel disposiciones). Esto -la capacidad de referir sólo a un "hábito" o a un éthos- es el sentido más interesante de la expresión "ser en un sujeto". Lo que es en un sujeto tiene la forma de una especie, de un uso, de un gesto. No es nunca cosa, sino que es siempre y solamente una "especie de cosa". (...)
La imagen es un ser cuya esencia es la de ser una especie, una visibilidad o una apariencia. Un ser especial es aquel cuya esencia coincide con su darse a ver, con su especie.
Ser especial es absolutamente insustancial. No tiene lugar propio, sino que le ocurre a un sujeto, y está en ese sentido como un habitus o un modo de ser, como la imagen está en el espejo.
La especie de cada cosa es su visibilidad, es decir su pura inteligibilidad. Especial es el ser que coincide con su hacerse visible, con su propia revelación.
(...)
Los medievales llamaron a la especie intentio, intención. El término nombra la tensión interior (intus tensio) de cada ser, que lo empuja a hacerse imagen, a comunicarse. La especie, en este sentido, no es otra cosa que la tensión, el amor con el cual cada ser se desea a sí mismo. En la imagen, ser y desear, existencia y conato coinciden perfectamente. Amar a otro ser significa desear su especie; es decir, el deseo con que él desea perseverar en su ser. El ser especial es, en este sentido, el ser común o genérico y éste es algo así como la imagen o el rostro de la humanidad. (...)
Giorgio Agamben, Profanaciones, p. 71-74