viernes, 10 de julio de 2009

CREER QUE SE CREE (I)




Dejo un subrayado, espero que no del todo deficiente, de Credere di credere (Creer que se cree, 1996), un libro de Gianni Vattimo (Turín, 1936).








Retorno
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Es verdad que he llegado a un punto de la vida en el que parece obvio, previsible, y también un poco banal, que uno se replantee la cuestión de la fe. Replantear: puesto que, al menos para mí, se trata, desde luego, del retorno de una temática (digámoslo así, también aquí un término que dice poco) a la que he estado ligado en el pasado. Entre paréntesis, ¿es posible que la cuestión de la fe no sea un replanteamiento? Es una buena pregunta, ya que, como se verá por lo que sigue, encuentro que es constitutivo de la problemática religiosa precisamente el hecho de ser siempre la recuperación de una experiencia hecha ya de algún modo. Ninguno de nosotros, en nuestra cultura occidental – y quizás en todas las culturas-, comienza desde cero en el caso de la cuestión de la fe religiosa.

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Insisto en este asunto de la “recuperación” porque tiene que ver con uno de los temas del discurso que pretendo desarrollar al intentar individualizar la “secularización” como rasgo constitutivo de una auténtica experiencia religiosa. Ahora bien, secularización significa precisamente, y ante todo, relación de procedencia desde un núcleo de lo sagrado del que uno se ha alejado y, sin embargo, permanece activo, incluso en su versión “decaída”, distorsionada, reducida a términos puramente mundanos, etc. Los muy creyentes pueden obviamente interpretar la idea de la recuperación y del retorno como signo de que se trata sólo de volver a encontrar un origen que es la misma dependencia de las criaturas con respecto a Dios; pero, por mi parte, considero que es igualmente significativo e importante no olvidar que este reencuentro es también el reconocimiento de una relación necesariamente deyecta; como en el caso del olvido del ser del que habla Heidegger, tampoco aquí (analogía, alegoría; una vez más, ¿secularización del mensaje religioso?) se trata tanto de recordar el origen olvidado, trayéndolo al presente a todos los efectos, cuanto de recordar que ya siempre lo habíamos olvidado, y que la rememoración de este olvido y de esta distancia es lo que constituye la única experiencia religiosa auténtica.

Pero entonces, ¿cómo “retorna” –si retorna, como creo- lo religioso en mi-nuestra experiencia actual? Por lo que a mi respecta, no me avergüenza decir que en ello interviene la experiencia de la muerte –de personas queridas con las que había pensado recorrer un camino mucho más largo, personas, en algunos casos, que había imaginado, siempre, presentes a mi lado cuando me hubiese tocado a mí irme y que, por otra parte, me parecían estimables también por su virtud (afectuosa ironía respecto al mundo, aceptación del límite de todo ser vivo...) de hacer aceptable y vivible la misma muerte (como en un verso de Hölderlin: heilend, begeisternd wie du).

Quizá más allá de estos accidentes, lo que en un cierto momento de la vida vuelve a poner en juego la cuestión de la religión tenga que ver también con la fisiología de la madurez y del envejecimiento. La idea de hacer coincidir lo “externo” y lo “interno”, según el sueño del idealismo alemán (era ésta la definición de la obra de arte de Hegel, pero también, en el fondo, el trabajo de la razón para Fichte), en otras palabras, a lo largo de la vida, la existencia de hecho con su significado adquiere nuevas dimensiones, en consecuencia se da cada vez más relieve a la esperanza de que esa coincidencia, que no parece realizable en el tiempo histórico y en el marco de una vida humana media, se pueda realizar en un tiempo distinto. Los postulados de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios en Kant se justifican precisamente con un argumento de este tipo: hay que tener un sentido del esfuerzo por hacer el bien, por actuar de acuerdo a la ley moral, es necesario poder esperar razonablemente que el bien (es decir, la unión de virtud y felicidad) se realice en otro mundo, dado que en éste evidentemente no se da.

No estoy, sin embargo, del todo convencido de que sea “fisiológica” la renuncia a la coincidencia de existencia y significado en el más acá. Tiendo a creer (como en el caso del retorno de la religión, que se me presenta como un hecho “colectivo”, además de ligado a mi específica experiencia de vida) que el abandono del sueño idealista (en el sentido usual y en el técnico-filosófico del término) está ligado también, o sobre todo, a específicas circunstancias históricas: para alguien, cuya vida coincidiese perfectamente con un largo proceso revolucionario de renovación y construcción entusiasta de un mundo (recuerdo lo que Sartre dice del “grupo de fusión” en la Crítica de la razón dialéctica), la renuncia podría no ser tan inevitable. Si, con todo, una posibilidad así parece absurda cuando se piensa sólo en la revolución (y así sucede en Sartre, donde los momentos de plenitud del grupo en fusión recaen -¿fatalmente?- en lo práctico-inerte, en la routine, en la burocratización), podría no ser tan impensable en el caso, por ejemplo, de una vida de artista.

Se resuelva como se resuelva este no banal problema, no consigo ver mi experiencia de la permanente discrepancia entre existencia y significado como un hecho exclusivamente fisiológico; se me presenta también, francamente, como la consecuencia de un proceso histórico en el que se han quebrado, de forma totalmente contingente, proyectos, sueños de renovación, esperanzas de rescate, también político, con los que me había sentido profundamente comprometido. Tal vez Pascal, el teórico del divertissement, diría que, con todo, incluso quien consiguiese vivir toda la vida en un clima de ininterrumpida intensidad proyectiva no haría sino esconder de este modo la amenazante posibilidad de la muerte individual, para la que no hay a la vista ninguna esperanza razonable de rescate. Probablemente no hay solución teórica para este problema. Tal vez la promesa cristiana de la resurrección de la carne invite precisamente a no resolverlo demasiado “fácilmente”, como ocurriría si uno se limitase a remitir todo posible cumplimiento al “más allá”. Que se trate de la “carne” y de su resurrección parece querer decir que, entre los contenidos de la esperanza cristiana, está también la idea de que el cumplimiento de la redención no está en discontinuidad total con nuestra historia y nuestros proyectos terrenos.








Por estos últimos pasajes debería ya resultar clara, al menos, una cosa: que el retorno de la religión y del problema de la fe no carece de relación con la historia mundana y no se reduce a un mero tránsito de fases de la vida, pensada como un modelo permanente (todos, cuando envejecemos, comenzamos a pensar más en el más allá, y por tanto en Dios). Las ocasiones históricas que reclaman el planteamiento del problema de la fe tienen también, sin embargo, un rasgo en común con la fisiología del envejecimiento: en uno y otro caso el problema de Dios se plantea en conexión con el encuentro de un límite, con el darse de una derrota: creíamos poder realizar la justicia en la tierra, vemos que no es posible, y recurrimos a la esperanza en Dios. Nos amenaza la muerte como acontecimiento ineludible y huimos de la desesperación dirigiéndonos a Dios y a su promesa de acogernos en su reino eterno. ¿Se descubrirá, pues, a Dios sólo allí donde se choca con algo radicalmente desagradable? ¿Por qué la costumbre de decir “que sea lo que Dios quiera” sólo cuando algo va verdaderamente mal y no, por ejemplo, cuando se gana la lotería?

El mismo fenómeno del retorno de la religión en nuestra cultura parece que esté hoy ligado a la enormidad y aparente insolubilidad, para los instrumentos de la razón y de la técnica, de muchos problemas planteados, finalmente, al hombre de la modernidad tardía: cuestiones referentes, sobre todo, a la bioética, desde la manipulación genética a las cuestiones ecológicas, y además todos los problemas ligados al prorrumpir de la violencia en las nuevas condiciones de existencia de la sociedad masificada. Contra esta idea de reconocer a Dios sólo allí donde se encuentran límites insalvables y, por tanto, choques, derrotas, negatividad, se pueden levantar numerosas objeciones válidas, incluso desde el punto de vista de los creyentes (recuerdo la polémica de Dietrich Bonhoeffer contra la idea de Dios como “tapagujeros”), pero, sobre todo, desde el punto de vista de la razón “laica”. Dios, si existe, no es, ciertamente, sólo el responsable de nuestros problemas, y tampoco es sólo alguien que se da a conocer principalmente en nuestros fracasos. Sin embargo, este modo de experimentarlo está profundamente ligado a una cierta concepción de la trascendencia, sobre la que volveré más tarde.

Es como si, efectivamente, los prejuicios de nuestra cultura, y aún más los hábitos mentales heredados de una especie de atávica religión “natural” –aquella que ve a Dios en las potencias amenazadoras de la naturaleza, en los terremotos y huracanes de los que tenemos miedo y de los que, en una fase primitiva de la civilización, no sabemos defendernos si no es con creencias y prácticas mágicas y supersticiosas-, indujeren a concebir la trascendencia, ante todo, como lo opuesto a toda racionalidad, como una fuerza que manifiesta su alteridad a través de la negación de todo lo que nos aparece como razonable y bueno. Puede muy bien darse que, en el horizonte de estos prejuicios, la trascendencia divina aparezca sobre todo bajo esta luz, pero la experiencia de la fe también podría estar dirigida a consumar y disolver esta apariencia inicial –siguiendo la máxima evangélica “no os llamo ya siervos, sino amigos”- mientras cierta teología y un cierto modo de vivir la religión, e incluso la autoridad de la Iglesia católica, parecen querer fijarla como definitiva y verdadera.

Que el retorno de Dios en la cultura y en la mentalidad contemporánea tenga que ver con las condiciones de derrota en las que parece encontrarse la razón frente a muchos problemas que se han agrandado precisamente en la actualidad, no quiere decir en absoluto, por lo tanto, que se deba considerar insuperable la imagen de la trascendencia divina como potencia amenazadora y negativa, en cuanto que estos rasgos garantizarían mejor su efectiva alteridad respecto a lo simplemente “humano”. Por lo demás, la dramaticidad de estos problemas abiertos es sólo uno de los factores que determinan hoy la renovada actualidad de la religión. Se pueden recordar, al menos, otros dos tipos de razones, unas más específicamente “políticas”, otras, ligadas a las cuestiones filosóficas. Por lo que se refiere a las razones políticas, éstas remiten, ante todo, al decisivo papel que ha jugado el papado de Wojtyla en la erosión y después en la auténtica disolución de los regímenes comunistas del Este de Europa. A esta presencia política del Papa se une, fuera de la Europa cristiana y católica, la creciente importancia política de las jerarquías religiosas islámicas (con todas sus diferencias) en el mundo musulmán.

Se podrá decir que el nuevo y relevante peso político de las jerarquías religiosas no es causa, sino efecto de la renovada sensibilidad religiosa. Aunque naturalmente, es difícil zanjar claramente la cuestión, encuentro más probable que la política, aquí, sea causa, aunque sólo sea porque la explicación que proporciona es mejor y más determinada; desde la otra hipótesis habría que recurrir o, simplemente, a la Providencia que misteriosamente atrae hoy a los hombres hacia Dios, o a los discursos, demasiado genéricos siempre, sobre la gravedad de la crisis de nuestro tiempo, que –de acuerdo con el mecanismo al que he aludido antes- debería explicar por qué Dios es de nuevo un elemento tan central de nuestra cultura.

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El retorno y la filosofía


Pero junto a estas explicaciones, para el renacer de la religión han sido también determinantes una serie de transformaciones acaecidas en el mundo del pensamiento, en las cuestiones teóricas. Si durante muchos decenios en nuestro siglo las religiones han aparecido, de acuerdo con la idea ilustrada y positivista, como formas de experiencia “residual”, destinadas a agotarse a medida que se imponía la forma de vida “moderna” (racionalización técnico-científica de la vida social, democracia política, etc.), hoy aparecen nuevamente como posibles guías para el futuro.

El hecho es que el “fin de la modernidad” o, en todo caso, su crisis ha traído consigo también la disolución de las principales teorías filosóficas que pensaban haber liquidado la religión: el cientificismo positivista, el historicismo hegeliano y, después, marxista. Hoy ya no hay razones filosóficas fuertes y plausibles para ser ateo o, en todo caso, para rechazar la religión. El racionalismo ateo, en efecto, había tomado en la modernidad dos formas: la creencia en la verdad exclusiva de la ciencia experimental de la naturaleza y la fe en el desarrollo de la historia hacia una situación de plena emancipación del hombre respecto a toda autoridad transcendente.

Estos dos tipos de racionalismo se han mezclado con frecuencia, por ejemplo en la concepción positivista del progreso. En ambas perspectivas el lugar de la religión no era sino provisional: un error destinado a ser desmentido por la racionalidad científica o un momento que debía ser superado por el desarrollo de la razón hacia formas de autoconsciencia más plenas y “verdaderas”. Pero lo que hoy ha sucedido es que tanto la creencia en la verdad “objetiva” de las ciencias experimentales, como la fe en el progreso de la razón hacia su pleno esclarecimiento aparecen, precisamente, como creencias superadas. Todos estamos ya acostumbrados al hecho de que el desencanto del mundo haya producido también un radical desencanto respecto a la idea misma de desencanto; o, en otras palabras, que la desmitificación se ha vuelto, finalmente, contra sí misma, reconociendo como mito también el ideal de la liquidación del mito. Naturalmente, no todos reconocen pacíficamente este resultado del pensamiento moderno; pero, al menos, que es insostenible tanto el racionalismo cientificista como el historicista en su términos más rígidos –aquellos, precisamente, que dejaban fuera de juego la posibilidad misma de la religión- es un dato, generalmente, bastante asumido de nuestra cultura.

Es, pues, de aquí de donde parte mi discurso, que se inspira en las ideas de Nietzsche y de Heidegger sobre el nihilismo como punto de llegada de la modernidad y sobre la consiguiente tarea, para el pensamiento, de tomar en consideración el final de la metafísica. Puesto que estas ideas marcan profundamente el modo en el que propongo interpretar el retorno de la religión, daré de ellas aquí, al menos, una descripción sumaria. En las ideas nietzscheanas de nihilismo y “voluntad de poder” se anuncia la interpretación de la modernidad como consumación final de la creencia en el ser y en la realidad como datos “objetivos” que el pensamiento se debería limitar a contemplar para conformarse a sus leyes. En una famosa página del Crepúsculo de los ídolos, bajo el título “Cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en fábula”, Nietzsche recorre de nuevo las etapas de esta consumación. En primer lugar, la filosofía griega creyó colocar la verdad del mundo en un más allá metafísico –el mundo de las ideas de Platón que, con su precisión y estabilidad, debían garantizar la posibilidad de conocer rigurosamente las cosas cambiantes y mutables de la experiencia cotidiana-; después, mucho más adelante en la misma historia filosófica de la idea de verdad, llegó el descubrimiento kantiano de que el mundo de la experiencia está co-constituido por la intervención del sujeto humano (sin las formas a priori de la sensibilidad y del entendimiento no hay “mundo”, sólo una “cosa en sí” de la que no sabemos nada, salvo que no podemos negar que exista); finalmente, el pensamiento toma consciencia de que lo que es verdaderamente real, como dicen los positivistas, es el hecho “positivo”, esto es, el dato verificado por la ciencia; pero como la verificación es, precisamente, una actividad del sujeto humano (aunque no del sujeto individual), la realidad del mundo del que hablamos se identifica con aquello que viene “producido” por la ciencia en sus experimentos y por la tecnología con sus aparatos.

No hay ya ningún “mundo verdadero”, o mejor, la verdad se reduce totalmente a lo “puesto” por el hombre, esto es, a la “voluntad de poder”.








Heidegger toma de nuevo, sustancialmente, esta reconstrucción nietzscheana de la historia de la cultura occidental, sólo que, para él, esto significa que, con el nihilismo (el tomar en consideración explícitamente que el ser y la realidad son posición, producto del sujeto), ha llegado a su fin la metafísica, es decir –y éste es el sentido que el término adquiere en Heidegger- el pensamiento que identifica el ser con el dato objetivo, con la cosa ante mí, frente a la cual sólo puedo adoptar la actitud de contemplación, de silencio admirado, etc. Esta identificación, para Heidegger, es inaceptable; no porque se la pueda desvelar como un error, al que debería sustituir una visión más verdadera, aunque siempre “objetiva”, de lo que es verdaderamente el ser: así estaríamos aún completamente dentro de la metafísica de la objetividad. Las razones para rechazar la metafísica son, para Heidegger, las mismas que valen para buena parte del pensamiento de vanguardia, no sólo filosófica sino también literaria y artística, de comienzos del siglo XX (recuerdo, como ejemplo, a Ernst Bloch y su Espíritu de la utopía, publicado en 1918 y que es una especie de summa de la mentalidad expresionista de vanguardia): la metafísica de la objetividad concluye en un pensamiento que identifica la verdad del ser con la calculabilidad, mensurabilidad y, en definitiva, con lo manipulable del objeto de la ciencia-técnica. Ahora bien, en esta concepción del ser como objeto medible y manipulable se esconden las bases del mundo que Adorno llamará de la “organización total”, en el que, fatalmente, también el sujeto humano tenderá a devenir puro material, parte del engranaje general de la producción y del consumo.

A partir de esta crítica de la metafísica –que, repito, no tiene principalmente bases teóricas sino ético-políticas (no se trata de oponer a la visión del ser como objeto una concepción más adecuada y verdadera, que seguiría siendo objetiva, sino de salir de un horizonte de pensamiento que, finalmente, se muestra enemigo de la libertad y de la historicidad del existir)- Heidegger construye una filosofía que se esfuerza en pensar el ser en otros términos, distintos de los de la metafísica. Respecto a otros desarrollos del espíritu de la vanguardia de comienzos del XX en la filosofía de nuestro siglo (el marxismo crítico de Lukács, la teoría crítica de la escuela de Frankfurt, las diversas corrientes existencialistas, etc.), la posición de Heidegger me parece la más radical y consecuente –no diré, obviamente, la más “verdadera”, al menos no lo diré en el sentido de adecuación descriptiva a un objeto, el ser, presente ante nosotros.

El pensamiento de Heidegger encuentro que es radical y consecuente en relación con la experiencia que he tenido y tengo de la condición humana en el final de la modernidad, una experiencia en la que me parecen evidentes los caracteres nihilistas: la ciencia habla de objetos cada vez menos equiparables a los de la experiencia cotidiana, por lo que ya no sé bien a qué debo llamar “realidad” –a lo que veo y siento o a lo que encuentro descrito en los libros de física, de astrofísica; la técnica y la producción de mercancías configuran cada vez más mi mundo como un mundo artificial, en el que las necesidades “naturales”, esenciales, no se distinguen ya de las inducidas y manipuladas por la publicidad, por lo que tampoco aquí tengo ningún parámetro para distinguir lo real de lo “inventado”; tampoco la historia, después del fin del colonialismo y la disolución de los prejuicios eurocéntricos, tiene ya un sentido unitario, se ha disgregado en una pluralidad de historias irreductibles a un único hilo conductor.

El nihilismo en el que Nietzsche y Heidegger ven el resultado y, creo, el sentido de la historia de Occidente (por otra parte, Heidegger insiste también en la etimología de la palabra Occidente: la tierra del ocaso, del declinar del ser) no aparece, desde su punto de vista, como un vagabundeo del espíritu humano del que se podría salir corrigiendo la ruta, con el descubrimiento de que el ser, en realidad, no es sólo voluntad de poder sino, también y sobre todo, otra cosa. Una “corrección” de este tipo, piensa Heidegger, no se sustraería a la trampa de la mentalidad objetivista. ¿Quién y con qué instrumentos podría establecer experimentalmente que el ser no es “producto”, posición, objeto de la voluntad de poder, dado que siempre deberá establecer esta verdad con un procedimiento científicamente atendible, con métodos, con instrumentos y mediante cálculos? Desde el punto de vista de Heidegger son también inútiles los esfuerzos por encontrar de nuevo el ser en lo inmediatamente vivido, aún sin enjaular en los esquemas del método científico y que escaparía a los mecanismos de la objetivación.








(…) Aquí me limito a declarar que mi reflexión sobre el retorno de la religión parte de la idea de que Heidegger y Nietzsche tienen razón y de la constatación de que, quizá, más allá de las motivaciones teóricas, que también me parecen convincentes, mi preferencia por la “solución” heideggeriana de los problemas de la filosofía de hoy está condicionada e inspirada, profundamente, por la herencia cristiana.





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