domingo, 12 de julio de 2009

CREER QUE SE CREE (III)

Continuación del subrayado de Credere di credere (1996), Gianni Vattimo.



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La revelación continúa

Desde este punto de vista no es en absoluto escandaloso pensar en la revelación bíblica como en una historia que continúa, en la que estamos implicados y que, por tanto, no se ofrece al “redescubrimiento” de un núcleo de la doctrina, dado de una vez por todas y permanente (disponible en la enseñanza de una jerarquía sacerdotal autorizada para custodiarlo). La revelación no revela una verdad-objeto; habla de una salvación en curso. Esto se ve, por lo demás, desde la relación que Jesús establece con los profetas del Antiguo Testamento: Él se presenta como la auténtica interpretación de las profecías, aunque, en el momento de dejar a los discípulos, les promete que les mandará el Espíritu de Verdad que continuará enseñándoles –por tanto, que seguirá la historia de la salvación con la reinterpretación del contenido de sus doctrinas-. Desde aquí se empieza a ver también en qué sentido el autoritarismo de la Iglesia católica, acentuado sobre todo en las actitudes de algunos pontífices como Wojtyla, está ligado a la metafísica: no sólo a una metafísica determinada, la que penetra toda la tradición occidental en la forma del aristotelismo reelaborado por santo Tomás, sino a la metafísica en sentido heideggeriano, a la idea de que haya una verdad objetiva del ser que, una vez conocida (por la razón iluminada por la fe) se convierte en la base estable de una enseñanza dogmática y, sobre todo, moral que pretende fundarse sobre la naturaleza eterna de las cosas.

Historia de la salvación e historia de la interpretación están mucho más estrechamente ligadas de lo que la ortodoxia católica quisiera admitir. No se trata sólo del hecho de que para salvarse es necesario escuchar, entender y aplicar correctamente en la propia vida la enseñanza evangélica. La salvación se desarrolla en la historia a través también de una interpretación cada vez más “verdadera” de las Escrituras, en la línea de lo que sucede en la relación entre Jesús y el Antiguo Testamento: “Habéis oído que se dijo... pero Yo os digo”. Y sobre todo: “No os llamo ya siervos, sino amigos”. El hilo conductor de la interpretación que Jesús da al Antiguo Testamento es la nueva y más intensa relación de caridad entre Dios y la humanidad y, en consecuencia, también de los hombres entre sí. A esta luz –de la salvación como evento que realiza cada vez más plenamente la kenosis, el abajamiento de Dios que, así, desmiente la sabiduría del mundo, es decir, los sueños metafísicos de la religión natural que lo piensa como lo absoluto, omnipotente, transcendente: o sea como el ipsum esse (metaphysicum) subsistens- la secularización, esto es, la disolución progresiva de toda sacralización naturalista, es la esencia misma del cristianismo.







Cristianismo y modernidad

Una primera consecuencia del considerar la secularización como la esencia misma del cristianismo será la de transformar la concepción cristiana de la modernidad, reforzando también un transformación paralela del punto de vista sobre la civilización moderna. Este último, en efecto, ha estado dominado en nuestro siglo por los desarrollos “apocalípticos” de la crítica existencialista de comienzos de siglo que, como hemos visto, inspira también el inicio de la polémica heideggeriana contra la metafísica. Para la filosofía, de lo que se trata es de defender la libertad, la historicidad, la finitud también, de la existencia humana contra las consecuencias de una radical extensión, a todas las esferas de la vida, de la mentalidad metafísica, es decir, científico-técnica. Pero, precisamente al reflexionar sobre las raíces de la mentalidad metafísica, Heidegger descubrirá (…) que esa subjetividad humana que se quiere defender contra la organización total, preparada e impulsada por la ciencia-técnica, es profundamente cómplice de la metafísica, en la medida en que cree poder hacer valer los propios derechos en nombre de una esencia estable, una vez más “objetiva”, que es sólo otro aspecto del mundo de las esencias del que proviene el objetivismo técnico-científico. El sujeto humano, humanista, que se intentaría preservar de los efectos nefastos de la organización total es sólo, dice Heidegger, el “sujeto del objeto” –podríamos decir: el sujeto cristiano-burgués que ha construido el mundo de la voluntad de poder y que ahora se retrae, asustado, ante las consecuencias de su propia acción.

En resumen, la enemistad de la filosofía de origen existencialista hacia el mundo técnico-científico está inspirada por una idea de la esencia humana que en ella se defiende que ya no puede valer, una vez reconocida, precisamente en nombre de la libertad y la historicidad de la existencia, la necesidad de salir de la metafísica. En base a estas reflexiones, y mientras buena parte del pensamiento crítico del siglo XX sigue ligado a una visión estigmatizadora de la sociedad tecnológica, Heidegger (al menos en algunas páginas de su obra) reconoce que, justamente a través de la disolución del sujeto que acontece en esta sociedad, es posible que se prepare la salida de la metafísica.

Todo esto podemos traducirlo, sumariamente así: el pensamiento “humanístico” de comienzos del XX se ha preocupado, ciertamente, de oponerse a la incipiente organización total de la sociedad que se perfilaba como efecto del dominio de la ciencia-técnica; precisamente en nombre de esta exigencia, Heidegger criticó el objetivismo de la metafísica y reconoció en ello su resultado nihilista. Sin embargo, la crítica de la metafísica condujo a Heidegger a reconocer también la profunda complicidad del “sujeto moderno” (por ejemplo, para entendernos, del individuo que es propietario o también del sujeto que cree en su conciencia como última instancia de verificación y valoración) con la metafísica objetivista. Este reconocimiento le permite considerar las transformaciones sociales, que parecen amenazar a la subjetividad moderna, como posibles (lo subrayamos) chances de emancipación respecto a la metafísica. Concretamente, todo esto significa preguntarse si esa indudable disolución de la individualidad, que se realiza en la sociedad de la comunicación generalizada, no es también ocasión de “salvación”, en el sentido de la máxima evangélica: quien no pierde su alma no la salvará.

Volvemos así a la secularización como esencia de la modernidad y del mismo cristianismo. La amenaza de la sociedad técnico-científica sobre el sujeto es lo que, desde el punto de vista religioso, se ve como la disolución de los valores sagrados por parte de un mundo cada vez más materialista, consumista, babélico, en el que, por ejemplo, se cruzan y conviven diversos sistemas de valores, que parecen imposibilitar una “verdadera” moralidad, y donde el juego de las interpretaciones (una vez más, en la Babel de los mass media, por ejemplo) parece imposibilitar cualquier acceso a la verdad. A todo esto se le aplica también el nombre de secularización; y, desde el punto de vista de la hipótesis que defiendo aquí, precisamente a esta experiencia de “disolución” o, podríamos decir también, de debilitamiento de estructuras fuertes se le reconoce el carácter de kenosis en la que se realiza la historia de la salvación.

Por supuesto, aquí la idea se presenta en términos voluntariamente escandalosos y provocativos, necesarios, a mi juicio, para sacudir la costumbre, tanto religiosa como filosófica, de dar por descontado que la modernización amenaza los valores, la autenticidad, la libertad, etc. Por lo que respecta específicamente al cristianismo y, sobre todo, al catolicismo romano, se entiende el significado y la importancia de esto si se piensa que muchos de los conflictos que han caracterizado la vida de la Iglesia en la modernidad –aunque quizá desde mucho antes- se han desarrollado en torno al problema de la defensa de la doctrina auténtica, que es siempre la más antigua, y, más concretamente, de la defensa de aspectos de la doctrina y de la práctica que, evidentemente, reflejaban la vinculación a la cultura de un determinado mundo histórico, considerada erróneamente como la única adecuada a la enseñanza evangélica. El asunto de la oposición de la Iglesia a la democracia moderna, por no remontarnos a las cuestiones vinculadas a la condena de Galileo, muestra claramente que el problema recurrente en la historia de la Iglesia es esta absolutización de determinados horizontes históricos contingentes que se pretende que, por el contrario, sean inseparables de la verdad de la revelación.

(…) La noción de secularización que defiendo aquí no significa que la Iglesia deba ir hacia una separación cada vez más neta de su doctrina por el compromiso con la historia –ésta, como he dicho antes, creo que es la vía que sigue una determinada teología dialéctica y, en general, toda teología que, metafísicamente aún, entiende la experiencia religiosa auténtica como encuentro con una transcendencia totalmente otra, hasta el punto de resultar incomprensible, paradójica, “absurda”-. Es precisamente al contrario: si la secularización, es decir, la transformación “reductiva” de lo sagrado metafísico-natural, en virtud de la relación de amistad que Dios decide instaurar con el hombre y es el sentido de la encarnación de Jesús, es la esencia de la historia de la salvación, lo que se debe oponer a la indebida vinculación con esta o aquella realidad histórica determinada es la disponibilidad más total a leer “los signos de los tiempos”, a identificarse, por tanto, siempre de nuevo con la historia, reconociendo con franqueza la propia historicidad. Repito: es esto lo que hace Jesús en su lectura y “realización” (también ésta histórica) de las profecías del Antiguo Testamento.







Desmitificación contra paradoja: el sentido de la kenosis

Sobre esta base ¿no resultará también más “fácil” acercarse, desde el punto de vista de la razón “moderna” –generalmente considerada enemiga de la fe-, a los contenidos de la revelación cristiana? Como se sabe, uno de los términos más populares en una determinada teología del siglo XX –obviamente, no tanto en la teología católica, al menos en la “oficial”- ha sido el de “desmitificación”. (…) Tanto en el plano de los dogmas como en el de la moral, lo que siempre ha obstaculizado la adhesión al cristianismo o, como dicen, la “elección de la fe” por parte del hombre moderno medio es, precisamente, la apariencia “escandalosa” de muchas doctrinas y posiciones morales. El texto evangélico, para hablar sensatamente al hombre medianamente culto de hoy, parece necesitar, precisamente, de una buena dosis de desmitificación, de eliminación del mito. Sé bien que, con mucha frecuencia, la fe cristiana se ha presentado – también con buenas razones textuales (ciertos pasajes de san Pablo sobre el escándalo de Cristo; aunque era escándalo para los judíos, tal vez porque no restauraba el reino de Israel...)- como esencialmente escandalosa, paradójica, de tal manera que exige un “salto”.

Pero tengo la sospecha –creo que fundada- de que toda esta retórica está profundamente ligada, como ya he apuntado, a una concepción todavía metafísico-naturalista de Dios: la única gran paradoja y escándalo de la revelación cristiana es, justamente, la encarnación de Dios, la kenosis, es decir, el haber puesto fuera de juego todos aquellos caracteres transcendentes, incomprensibles, misteriosos y, creo, también extravagantes que, por el contrario, conmueven tanto a los teóricos del salto en la fe, en cuyo nombre, en consecuencia, es fácil dar paso también a la defensa del autoritarismo de la Iglesia y de muchas de sus posiciones dogmáticas y morales ligadas a la absolutización de doctrinas y situaciones históricamente contingentes y, frecuentemente, superadas de hecho. Todos deberíamos reivindicar el derecho a no ser alejados de la verdad del Evangelio en nombre de un sacrificio de la razón, requerido sólo por una concepción naturalista, -humana, demasiado humana y, en definitiva, no cristiana- de la transcendencia de Dios.

¿Estoy intentando sustituir por un cristianismo demasiado fácil aquel, severo y paradójico, propuesto por los defensores del “salto”? Yo diría que intento sólo atenerme más fielmente que ellos a la paradójica afirmación de Jesús, de acuerdo con la cual no debemos ya considerarnos siervos de Dios, sino sus amigos. No es, pues, un cristianismo fácil, sino, en todo caso, amigable, justo como Cristo mismo nos lo ha predicado.

(…)






Desmitificar los dogmas

(…) No sólo es (o debe ser) objeto de secularización la moral religiosa tradicional; también la visión general cristiana de Dios y del hombre puede afrontar tranquilamente un proceso de desmitificación sin temor a desfigurarse y a perder lo esencial, si es verdad que la totalidad de la relación de Dios con el mundo es lo que debe ser mirado desde el punto de vista de la kenosis y, por tanto, de la reducción, del debilitamiento, del desmentido de lo que la mentalidad religiosa natural creía que debía pensar de la divinidad. (…)

¿Es verdaderamente imposible escuchar la enseñanza de Jesús si no se admite que Dios sea, demostrablemente, la causa de la existencia del mundo físico? Ciertamente, la Biblia llama a Dios creador y padre; pero, si es por eso, le llama también pastor; y también le atribuye muchas actitudes como Dios “guerrero” y le hace compartir el odio de Israel por los enemigos, a los que, a veces, Él manda exterminar.

(…) La verdad del cristianismo es sólo la que se produce cada vez, a través de las “autentificaciones” que advienen en diálogo con la historia, y con la asistencia del Espíritu como ha enseñado Jesús. Podemos pensar que la Iglesia del XVII se equivocó al condenar a Galileo; pero lo pensamos legítimamente sólo desde nuestro punto de vista históricamente situado, en virtud de lo que, entre tanto, ha acontecido y hemos aprendido; no desde el punto de vista de la verdad eterna de las Escrituras o, también, sólo de la “Ciencia”. No podemos, pues, ni siquiera imaginar la empresa de desmitificación del mensaje cristiano de modo definitivo; quizás es éste otro de los sentidos de la estrechísima relación entre la fe y las obras de la que habla frecuentemente la Biblia; sólo en la historia de la salvación, que avanza a través de las épocas y los distintos momentos a lo largo de una línea guiada por la Providencia (y, por tanto, de acuerdo con un ritmo cuyo sentido es el de un progreso hacia la madurez y el final de los tiempos), el significado mismo del mensaje evangélico se aclara o, mejor, adquiere sentidos cada vez menos comprometidos con la religiosidad naturalista de lo sagrado como violencia.

Lo que sabemos, pues, y lo que vemos claro con la idea de secularización como rasgo esencial de la historia de la salvación es que no podemos, y sobre todo no debemos, dejarnos alejar de la enseñanza de Cristo por prejuicios metafísicos, sean los cultivados por la mentalidad cientifista o historicista que la consideran “lógicamente” inaceptable, sean los del autoritarismo eclesiástico que fijan de una vez por todas el sentido de la revelación en forma de mitos irracionales a los que deberíamos adherirnos en nombre de la absoluta –metafísica y violenta- transcendencia de Dios. La religiosidad moderna –la única que nos es dada como vocación, si queremos que sea auténtica- no puede prescindir, por esto, de una de las enseñanzas originarias de Lutero: la idea del “libre examen” de las Escrituras. Aunque, como diré dentro de poco, este examen no pueda dejar de lado la vinculación con la comunidad de la Iglesia (que no se identifica, sin embargo, con la autoridad eclesiástica), la verdad es que no podemos (ya) imaginar la salvación como escucha y aplicación de un mensaje que no necesita interpretación. La actualidad de la hermenéutica, que con buenas razones se piensa como la filosofía de la modernidad, significa desde el punto de vista de la experiencia religiosa que para nosotros, quizás mucho más que en cualquier otra época del pasado de la cristiandad, la salvación pasa a través de la interpretación; no sólo es necesario entender el texto evangélico para aplicarlo prácticamente a nuestra vida: antes, y con mayor generalidad que cualquier “puesta en práctica”, esta comprensión se identifica con la historia misma de (nuestra) salvación, y la interpretación personal de las Escrituras es el primer imperativo que las Escrituras mismas nos proponen.

(…)

El cristianismo que yo encuentro de nuevo, o que los medio creyentes de hoy encontramos de nuevo, incluye, ciertamente, también a la Iglesia oficial, pero sólo como parte de un acontecimiento más complejo que comprende también la cuestión de la reinterpretación continua del mensaje bíblico.


Más claramente: lo que reencuentro es una doctrina que tiene su clave en la kenosis de Dios y, por tanto, en la salvación entendida como disolución de lo sagrado natural-violento; esta doctrina se me ha transmitido por una institución que, sin embargo, por lo que consigo entender, tiende a poner en segundo plano precisamente este núcleo kenótico y secularizante, pero no hasta el punto de impedir que se manifieste (sobre todo en la experiencia religiosa concreta de los creyentes) y de substraerse al juicio que, en su nombre, se emite sobre la institución misma. Por esto insisto tanto en el “no dejarse alejar de la enseñanza de Cristo” a causa del escándalo de la enseñanza oficial de la Iglesia. (…) Puedo aceptar buenamente que es necesario que haya escándalos. Pero en este caso, su sentido es, justamente, advertirme de la necesidad de una interpretación personal de las Escrituras, sin la cual Jesús y la salvación seguirían siendo inaccesibles para mí.






Secularización: el límite de la caridad

(…) El cristianismo reencontrado como doctrina de la salvación, es decir, de la kenosis y de la secularización, no es, pues, un patrimonio de doctrinas definidas de una vez por todas y a las que dirigirse para encontrar finalmente un terreno firme en el mar de la incertidumbre y en la Babel de lenguajes del mundo posmetafísico; proporciona, sin embargo, un principio crítico lo suficientemente claro como para orientarse en relación a este mundo, en relación, ante todo, a la Iglesia y en relación, en fin, al proceso mismo de secularización. El principio crítico se aclara si se intenta responder a la pregunta por el “límite” de la secularización. La kenosis, realmente, no se puede pensar como indefinida negación de Dios, ni puede justificar cualquier interpretación de las Sagradas Escrituras.

De nuevo hay que referirse al paralelismo entre teología de la secularización y ontología del debilitamiento. En el caso de esta última, el largo adiós a las estructuras fuertes del ser sólo puede ser concebido como un proceso indefinido de consumación y disolución de estas estructuras, que no desemboca en la “nada plenamente realizada” (ya la expresión revela lo contradictorio de la idea). La nada “finalmente” alcanzada como conclusión de la historia del nihilismo sería también una presencia objetiva, desplegada como tal. El nihilismo sólo puede ser una historia (Nietzsche, cuando habla de nihilismo cumplido, entiende sólo el nihilismo vivido no ya, reactivamente, como pérdida y lamento por el final de la metafísica, sino como chance de una nueva posición del hombre en relación al ser). ¿Es sólo un motivo lógico –la contradicción de pensar la nada, en lugar del ser, como única presencia metafísica desplegada al final del proceso- lo que obliga a concebir el nihilismo como una historia infinita? ¿O debemos considerar que es precisamente la inspiración cristiana la que actúa en la filosofía (en esta filosofía) orientando el pensamiento en este sentido? Es ésta una pregunta que ya se ha presentado varias veces en estas páginas, y a la que no creo posible responder, al menos no en el sentido de que, una vez reconocido el parentesco o la auténtica dependencia de la ontología débil respecto al mensaje cristiano, se deba remitir a su verdadero origen (…). La relación de la filosofía –de esta filosofía- con la teología cristiana se reconoce en el marco de una concepción de la secularización que, de algún modo, prevé precisamente una “transcripción” filosófica, de este tipo, del mensaje bíblico; pero no considera la transcripción como un equívoco, un enmascaramiento, una apariencia que se trataría de disipara para encontrar la verdad originaria, sino como una interpretación, legitimada por la doctrina de la encarnación de Dios...

Si se formula la idea del nihilismo como historia infinita en los términos del “texto” religioso que, podemos admitir, la sustenta y la inspira, éste nos hablará de la kenosis como dirigida y, por tanto, también limitada y provista de sentido, por el amor de Dios. Dilige, et quod vis fac, un precepto que se encuentra en la obra de san Agustín, expresa bien el único criterio en base al cual se debe ver la secularización. (…) Todo el Nuevo Testamento orienta al reconocimiento de este único criterio supremo.

La interpretación que Jesucristo da de las profecías del Antiguo Testamento, incluso esa interpretación de las profecías que es Él mismo, desvela su verdadero sentido que, finalmente, es uno sólo: el amor de Dios por sus criaturas. Este sentido “último”, sin embargo, precisamente por el hecho de ser caritas, no es jamás verdaderamente último, no tiene la perentoriedad del principio metafísico, más allá del cual no se va y frente al cual cesa todo preguntar. La infinitud inagotable del nihilismo quizás esté motivada sólo por el hecho de que el amor, como sentido “último” de la revelación, carece de verdadera ultimidad; por otra parte, la razón por la que la filosofía, al final de la época de la metafísica, descubre que ya no puede creer en el fundamento, en la causa primera objetivamente dada ante la mente, es que se ha dado cuenta (al haber sido educada en esto también, o precisamente, por la tradición cristiana) de la violencia implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta.





Fotos de Abbas