Continuación del subrayado de Credere di credere (1996), Gianni Vattimo.
Herencia cristiana y nihilismo
Hablo de herencia no sólo porque, en mi caso personal, la adhesión al mensaje cristiano es, por supuesto, algo del pasado que, en un cierto momento de mi vida, se ha actualizado a través de la reflexión sobre los hechos y las transformaciones teóricas de los que he hablado hasta ahora. Creo que se debe hablar de herencia cristiana en un sentido mucho más amplio y que atañe a nuestra cultura en general, la cual ha llegado a ser lo que es, también y sobre todo, porque ha sido íntimamente “trabajada” y forjada por el mensaje cristiano o, más en general, por la revelación bíblica (Antiguo y Nuevo Testamento).
(…) Vuelvo a pensar seriamente el cristianismo porque me he construido una filosofía inspirada en Nietzsche y Heidegger, a cuya luz he interpretado mi experiencia en el mundo actual; pero muy probablemente me he construido esta filosofía, prefiriendo a estos autores, precisamente porque partía de aquella herencia cristiana que ahora creo encontrar de nuevo pero que, en realidad no he abandonado nunca verdaderamente.
No insistiría tanto en estos análisis de la “circularidad” (¿escandalosa, desde un punto de vista lógico?) de mi situación si, precisamente a partir de estas ideas (otra vez, ¿sólo a partir de estas ideas? otro círculo...), no considerase que he descubierto que este círculo es también el que caracteriza la relación entre mi mundo, del final de la modernidad, con la herencia hebraico-cristiana.
Pero intentemos proceder con orden. Ante todo, ¿qué relación puede haber entre mi personal herencia cristiana –el hecho de haber crecido como católico practicante, militante, generalmente también ferviente y empeñado en el esfuerzo de corresponder a las enseñanzas de Jesucristo- y el nihilismo nietzscheano-heideggeriano?
(…) Debo decir que donde creo que se deja sentir más la inspiración cristiana en mi lectura del pensamiento heideggeriano es en su caracterización en sentido “débil”. “Pensamiento débil” es una expresión que usé en un ensayo de principios de los 80 (…). Para mí, la expresión (…) significa no tanto, o no principalmente, una idea del pensamiento más consciente de sus límites y que abandona las pretensiones de las grandes visiones metafísicas totalizantes, etc., cuanto una teoría del debilitamiento como carácter constitutivo del ser en la época del final de la metafísica. Si, de hecho, no se puede proseguir la crítica heideggeriana a la metafísica objetivista sustituyéndola por una concepción más adecuada del ser (pensado, pues, una vez más como objeto), hay que conseguir pensar el ser como no identificado, en ningún sentido, con la presencia característica del objeto. Pero esto, como creo que es fácil de argumentar, implica también que no se puede considerar la historia del nihilismo sólo como historia de un error del pensamiento: como si la metafísica –que identifica el ser con el objeto y, finalmente lo reduce a producto de la voluntad de poder- fuese algo que afecta precisamente sólo a las ideas de los hombres, y específicamente de los filósofos y científicos occidentales, mientras el ser sería algo que, en todo caso, está más allá de todo esto, en su objetiva independencia. Brevemente (y, una vez más, he de remitir para una discusión más detallada, y espero que más convincente también, a otros trabajos míos): si se quiere pensar el ser en términos no metafísicos hay que pensar que la historia de la metafísica es la historia del ser y no sólo la historia de los errores humanos. Pero esto quiere decir que el ser tiene una vocación nihilista, que el reducirse, sustraerse, debilitarse es el rasgo de lo que se nos da en la época del final de la metafísica y de la problematización de la objetividad.
Aquí, espero, se empieza a ver un poco más claramente por qué esta interpretación del pensamiento heideggeriano como “ontología débil” o del debilitamiento se puede pensar como un reencuentro del cristianismo y como un resultado del permanente actuar de su herencia. (…) En un cierto punto, me he encontrado pensando que la lectura débil de Heidegger y la idea de que la historia del ser tenga como hilo conductor el debilitamiento de las estructuras fuertes, de la supuesta perentoriedad del dato real “exterior”, que sería como un muro contra el que se va a chocar y así se da a conocer como efectivamente real (es ésta una imagen de la realidad del ser, y en el fondo de la transcendencia de Dios, que he oído a Umberto Eco en un debate en 1994), no son sino la transcripción de la doctrina cristiana de la encarnación del Hijo de Dios.
Sé bien que el término “transcripción”, que uso aquí a falta de otra palabra, oculta cantidad de problemas. Ante todo, ¿la transcripción es la verdad del texto original o es sólo una copia desvaída de ésta, que en su redacción original lograría ser restablecida? Espero que, por el discurso que sigue, resulte menos oscuro el sentido de esta relación entre filosofía (pensamiento débil) y mensaje cristiano, que yo consigo pensar sólo en términos de secularización, esto es, en el fondo, en términos de debilitamiento, o sea, de encarnación...
Pero, ¿tiene sentido pensar la doctrina cristiana de la encarnación del Hijo de Dios como anuncio de una ontología del debilitamiento? Aquí entra en juego mi lectura (…) de la obra de Girard (…) basada en la tesis de que lo que, desde el punto de vista puramente natural y humano, se llama sagrado está profundamente emparentado con la violencia.
Las sociedades humanas, dice más o menos Girard, se mantienen unidas por un poderoso impulso imitativo; pero este impulso es también la raíz de las crisis que amenazan con disolverlas, cuando la necesidad de imitar a los otros irrumpe en la voluntad de apropiarse de las cosas del otro y da lugar a una guerra de todos contra todos. Entonces, sucede un poco como en los estadios de fútbol, en los que la ira de los aficionados tiende a descargarse unánimemente sobre el árbitro, la concordia sólo se restablece encontrando un chivo expiatorio contra el que orientar la violencia. El chivo expiatorio, dado que funciona verdaderamente –al posibilitar el final de la guerra y al restablecer las bases de la convivencia- es investido con atributos sagrados y se convierte en un objeto de culto, aunque, fundamentalmente, como víctima sacrificial. Estos caracteres “naturales” de lo sagrado se conservan también en la Biblia: la teología cristiana perpetúa el mecanismo victimario concibiendo a Jesucristo como la “víctima perfecta” que, con su sacrificio de valor infinito, como es infinita la persona humano-divina de Jesús, satisface plenamente la necesidad divina de justicia por el pecado de Adán. Girard sostiene, a mi juicio con buenas razones, que esta lectura victimaria de la Escritura es errónea. Jesús no se encarna para proporcionar al Padre una víctima adecuada a su ira, sino que viene al mundo para desvelar y, por ello, también para liquidar el nexo entre la violencia y lo sagrado. Se le mata porque una revelación tal resulta demasiado intolerable para una humanidad arraigada en la tradición violenta de las religiones sacrificiales.
Que las iglesias cristianas hayan seguido hablando de Jesús como víctima sacrificial es sólo testimonio de la pervivencia de fuertes residuos de religión natural en el corazón mismo del cristianismo. Por otra parte, la revelación bíblica, el Antiguo y Nuevo Testamento, es también un largo proceso educativo de Dios respecto a la humanidad, que tiende a un distanciamiento, cada vez más claro, de la religión natural, del sacrificio. Este proceso aún no está cumplido, y es éste el sentido de las pervivencias victimarias en la teología cristiana.
Encarnación y secularización
Lo que encuentro decisivo en estos textos de Girard (…), además del no siempre explícito reconocimiento de que la pedagogía divina continúa actuando, es decir, de que la revelación no se ha cumplido del todo, es la idea de la encarnación como disolución de lo sagrado en cuanto violento. Girard recoge aquí también la herencia de buena parte de la teología del siglo XX, que ha insistido en la radical diferencia entre fe cristiana y “religión”, entendida ésta en el sentido de la natural propensión del hombre de pensarse dependiente de un ser supremo –el cual, precisamente porque responde a esta propensión natural, acaba por ser sino una proyección de los deseos humanos, ofreciéndose a la crítica enérgicamente inaugurada por Feuerbach y continuada después por Marx.
Para seguir por el camino de un reencuentro nihilista del cristianismo basta con ir un poco más adelante que Girard, admitiendo que lo sagrado natural es violento no sólo en cuanto que el mecanismo victimario supone una divinidad sedienta de venganza, sino también en cuanto que atribuye a esta divinidad todos los caracteres de omnipotencia, absolutidad, eternidad y “transcendencia” respecto al hombre, que son los atributos asignados a Dios por las teologías naturales y, también, los que se consideran preámbulo de la fe cristiana. El Dios violento de Girard, en definitiva, es, en esta perspectiva, el Dios de la metafísica, el que la metafísica ha llamado también el ipsum esse subsistens, porque, tal como ésta lo piensa, condensa en sí, eminentemente, todos los caracteres del ser objetivo. La disolución de la metafísica es también el final de esta imagen de Dios, la muerte de Dios de la que ha hablado Nietzsche.
Pero el final del Dios metafísico no prepara el reencuentro del Dios cristiano sólo en la medida en que despeja el campo de los prejuicios de la religión natural. Si el final de la metafísica tiene el sentido de desvelar el ser en cuanto que caracterizado por una íntima tendencia a afirmar la propia verdad mediante el debilitamiento, la ontología de la debilidad no será sólo una preparación negativa para el retorno de la religión; esto es lo que sucede en las filosofías de la religión de planteamiento existencialista, que oponen a la teología natural –que cree demostrar la existencia de Dios directamente, como causa del mundo- una antropología negativa, que demuestra la exigencia de Dios (siempre el Dios omnipotente y absoluto de la metafísica) a partir de la irresoluble problematicidad de la condición humana. La encarnación, es decir, el abajamiento de Dios al nivel del hombre, lo que el Nuevo Testamento llama kenosis de Dios, será interpretada como signo de que el Dios no violento y no absoluto de la época posmetafísica tiene como rasgo distintivo la misma vocación al debilitamiento de la que habla la filosofía de inspiración heideggeriana.
(…)
Si la historia de Occidente fuese verdaderamente interpretable (razonablemente interpretable) como nihilismo, entonces Heidegger no sería sólo el autor de una novela sustancialmente autobiográfica. Y de la historia de Occidente no sólo forma parte, sino que constituye también una suerte de hilo conductor, la historia de la religión cristiana.
Lo que en la reflexión sobre Girard (y también sobre Quinzio, con sus análisis de la historia de la civilización como prueba del “fracaso” del cristianismo si, dos mil años después de Jesús, hemos podido aún ver el Holocausto...) me ha abierto el camino es, brevemente, una concepción de la secularización característica de la historia del Occidente moderno como hecho interno al cristianismo, ligado positivamente al sentido del mensaje de Jesús; y una concepción de la historia de la modernidad como debilitamiento y disolución del ser (de la metafísica).
(…)
La clave de todo este discurso es el término “secularización”. Con él, como se sabe, se indica el proceso de “deriva” que desliga la civilización laica moderna de sus orígenes sagrados. Pero, si lo sagrado natural es aquel mecanismo violento que Jesús vino a desvelar y desmentir, es muy posible que la secularización –que es también pérdida de autoridad temporal por parte de la Iglesia, autonomización de la razón humana respecto a la dependencia de un Dios absoluto, juez amenazador, de tal modo transcendente en relación a nuestras ideas del bien y del mal que parece un soberano caprichoso y extravagante- sea justamente un efecto positivo de la enseñanza de Jesús y no un modo de alejarse de ella. En resumen: quizás el mismo Voltaire es un efecto positivo de la cristianización (auténtica) de la humanidad, y no un blasfemo enemigo de Cristo.
No se trata, sin embargo, de buscar implicaciones paradójicas y pintorescas. El sentido “positivo” de la secularización, es decir, la idea de que la modernidad laica se constituye también y sobre todo como continuación e interpretación desacralizante del mensaje bíblico, es claramente reconocible, por ejemplo, en los estudios de sociología religiosa de Max Weber, de quien todos recordarán la tesis sobre el capitalismo moderno como efecto de la ética protestante y, más en general, la idea de que la racionalización de la sociedad moderna es impensable fuera de la perspectiva del monoteísmo hebraico-cristiano. Se puede hablar de la modernidad como secularización en otros muchos sentidos –ligados siempre a la idea de desacralización de los sagrado violento, autoritario y absoluto de la religiosidad natural-: por ejemplo, la cuestión de la transformación del poder estatal desde la monarquía de derecho divino a la monarquía constitucional y de ésta a la actual democracia representativa se puede describir fácilmente también (si no sólo) en términos de secularización.
Otro autor al que con frecuencia me he referido para hablar de secularización como esencia de la modernidad es Norbert Elias, cuyas obras se dirigen, generalmente, a ilustrar las transformaciones modernas del poder en el sentido de una formalización que lo priva progresivamente del carácter de absolutidad ligado a la soberanía de una persona “sagrada”. En este proceso, entre otras cosas, se seculariza también la subjetividad moderna, en cuanto que, al entrar en un sistema de relaciones sociales y de poder más complejo que el de la relación con una persona soberana, debe necesariamente articularse de acuerdo con un sistema de mediaciones que la hacen menos perentoria, y que se diría que la predisponen a convertirse en el sujeto del psicoanálisis. Éste, por lo demás, representa en sí mismo un poderoso factor de secularización en la medida en que, por ejemplo, disuelve la ilusión de la ultimidad sagrada de la conciencia (la herida al narcisismo del yo, como la llamó Freud).
Se puede observar que, al extender la noción de secularización a fenómenos tan diversos, se corre el riesgo de caer en lo arbitrario. De acuerdo. Por ello me parece más adecuado hablar, más en general, de debilitamiento, considerando la secularización como su caso más eminente. El término secularización sigue siendo, sin embargo, central, a mi modo de ver, porque subraya el significado religioso de todo el proceso. Es esto lo que entiendo cuando digo que la ontología débil es una transcripción del mensaje cristiano. (…) Pero consiguientemente, muy en general, creo que se puede razonablemente reconocer que no sólo la economía capitalista (como mostró Weber), sino todos los rasgos principales de la civilización occidental, se estructuran en referencia a aquel texto base que fue, para esta civilización, la Escritura hebraico-cristiana. Que nuestra civilización ya no se profese explícitamente cristiana, e incluso que se considere generalmente una civilización laica, descristianizada, poscristiana, y que , sin embargo, esté, en sus raíces, profundamente forjada por esta herencia, es la razón para hablar de secularización “positiva” como rasgo característico de la modernidad.
Más allá de la violencia de la metafísica
(…) Hemos intentado pensar el ser fuera de la metafísica de la objetividad precisamente por razones éticas; por tanto, estas razones deben guiarnos en la elaboración de las consecuencias de una concepción no metafísica del ser como la ontología del debilitamiento. En términos más claros: la herencia cristiana que retorna en el pensamiento débil es también y sobre todo herencia del precepto cristiano de la caridad y de su rechazo de la violencia. De nuevo, otra vez, “círculos”: de la ontología débil, como ahora mostraré, “deriva” una ética de la no-violencia; pero a la ontología débil, desde sus orígenes en el discurso heideggeriano sobre los riesgos de la metafísica de la objetividad, nos vemos conducidos porque actúa en nosotros la herencia cristiana del rechazo de la violencia...
Sólo reconocemos que la historia del ser tiene un sentido “reductivo”, nihilista, una tendencia a afirmar la verdad del ser a través de la reducción del imponerse de los entes (sean éstos la autoridad política, el Dios amenazante y arbitrario de las religiones naturales, la ultimidad perentoria del sujeto moderno entendido como garantía de la verdad...) porque hemos sido educados por la tradición cristiana para pensar a Dios no como dueño sino como amigo, para considerar que las cosas esenciales no han sido reveladas a los sabios sino a los pequeños, para creer que quien no pierde su alma no la salvará... y así sucesivamente. Si ahora digo que, al pensar la historia del ser en cuanto guiada por el hilo conductor de la reducción de las estructuras fuertes, estoy orientado a una ética de la no-violencia, no estoy intentando legitimar “objetivamente” ciertas máximas de acción en base al hecho de que el ser está estructurado de una determinada manera; no hago sino reformular de otra forma una interpelación, una llamada que me habla desde la tradición en cuyo interior me encuentro situado y de la que, justamente, la ontología débil es (sólo) una arriesgada interpretación.
Si alguien (pienso de nuevo en Rorty) me dijese que no tengo necesidad de hablar de la historia del ser para explicar la preferencia por un mundo en el que prevalezcan la solidaridad y el respeto a los otros por encima de la guerra de todos contra todos, siempre podría objetarle que es importante y útil, desde el punto de vista también del ejercicio de la solidaridad y el respeto, tomar conciencia de la raíz de nuestras preferencias; de la relación explícita con su procedencia (origen) es de donde una ética del respeto y de la solidaridad recava razonabilidad, precisión de contenidos, capacidad de hacerse valer en el diálogo con los otros.
Ya que no estoy escribiendo un tratado filosófico, sino narrando cómo y por qué creo haber encontrado de nuevo la religión mediante mi trabajo de estudioso de la filosofía, me puedo permitir dejar “huecos” en el discurso, es decir, direcciones problemáticas no desarrolladas hasta el fondo. Éste es el caso de esta complicada relación circular entre herencia cristiana, ontología débil y ética de la no-violencia. Concluiré, pues, breve y provisionalmente con este punto: es verdad que “fundar” una ética de la no-violencia sobre una ontología del debilitamiento puede parecer un enésimo retorno a la metafísica, según la cual la moralidad coincidía con el reconocimiento y el respeto a las esencias, a las leyes naturales, etc. Pero si la ontología de la que se trata habla del ser como algo que, constitutivamente, se sustrae, y cuyo sustraerse se revela también en el hecho de que el pensamiento no puede ya considerarse como reflejo de estructuras objetivas, sino sólo como arriesgada interpretación de herencias, interpelaciones, procedencias –entonces, este riesgo me parece completamente imaginario, un puro fantasma “lógico”-. Es como decir que también la tesis del debilitamiento es una filosofía de la historia que pretende decir la verdad (objetiva) del ser, cuando el único contenido de esta filosofía de la historia es, justamente, la consumación de toda filosofía objetiva de la historia; la paradoja me parece del todo aceptable incluso para una mentalidad atenta a no repetir los errores de la metafísica.
Me doy cuenta de que todo este discurso puede parece huidizo: circularidad entre ontología del debilitamiento y herencia cristiana: carácter paradójico de una filosofía no metafísica que, sin embargo, cree poder hablar aún del ser y de una tendencia suya –tendencia, por otra parte, a huir de toda definición rigurosa, ley, regla, a través de una consumación indefinida de toda estructura fuerte, impositiva-. Es legítimo, sin embargo, sospechar de que la necesidad de “ideas claras y distintas” sea aún un residuo metafísico y objetivista de nuestra mentalidad. No estoy pidiendo que se acepte cualquier enunciado, por vago y contradictorio que aparezca. Intento proponer argumentos que, aunque no pretendan valer como descripciones definitivas de las cosas tal como son, me parecen interpretaciones razonables de nuestra condición, aquí y ahora. El rigor del discurso posmetafísico es sólo de este tipo: busca una persuasión que no pretende valer desde un punto de vista “universal” –esto es, desde ningún punto de vista-, pero que sabe que proviene y se dirige a alguien que está en el proceso y, por tanto, no tiene nunca de ello una visión neutral, sino que aventura siempre, solamente, una interpretación. Una visión neutral, en este caso, no sólo no es posible, sino que carecería literalmente de sentido: como pretender luchar para ver objetivamente las cosas.
Secularización: ¿una fe purificada?
En consecuencia, soy también consciente de que el cristianismo que reencuentro así –como herencia y como texto base de la transcripción que de él propone la ontología débil- es sólo el cristianismo como aparece (a mí; pero, creo, a “nosotros”, a mí y a mis contemporáneos) en la época del final de la metafísica. Pero el cristianismo, la enseñanza de Jesús y su interpretación de los profetas ¿no es algo definitivo, una doctrina enseñada con autoridad de una vez por todas y que, precisamente como tal, se ofrece a nuestro redescubrimiento? Uno de los sentidos, o el sentido principal, de la centralidad de la idea de secularización como hecho “positivo” intrínseco a la tradición cristiana es, precisamente, el de negar esta imagen objetivista del retorno. Secularización como hecho positivo significa que la disolución de las estructuras sagradas de la sociedad cristiana, el paso a una ética de la autonomía, al carácter laico del Estado, a una literalidad menos rígida en la interpretación de los dogmas y de los preceptos, no debe ser entendida como una disminución o una despedida del cristianismo, sino como una realización más plena de su verdad, que es, recordémoslo, la kenosis, el abajamiento de Dios, el desmentir los rasgos “naturales” de la divinidad.
(…) La literatura teológica del XX está llena de meditaciones sobre el significado purificador que la secularización tiene para la fe cristiana, en cuanto disolución progresiva de los elementos de religiosidad “natural” a favor de un reconocimiento más sincero de la esencia auténtica de la fe. Es verdad que este reconocimiento frecuentemente se ha confundido con la afirmación de la absoluta transcendencia de Dios respecto a toda expectativa humana, en el sentido de la teología dialéctica –es decir, a mi juicio, en la dirección aún de una imagen “naturalista”, absoluta, amenazadora y arbitraria, de lo divino.
Por esto, a pesar de las analogías, el sentido en el que entiendo aquí la secularización como una vía positiva de desarrollo del cristianismo en la historia es diametralmente opuesto al de los teólogos dialécticos: la secularización no tiene como efecto el sacar a la luz, cada vez con más plenitud, la transcendencia de Dios, purificando la fe de una relación demasiado estrecha con el tiempo, las expectativas de perfeccionamiento humano, las ilusiones en torno a un progresivo esclarecimiento de la razón. Es, por el contrario, un modo en el que la kenosis, iniciada con la encarnación de Cristo –y antes ya con el pacto entre Dios y “su” pueblo- continúa realizándose en términos cada vez más claros, al seguir la obra de educación del hombre hacia la superación de la originaria esencia violenta de lo sagrado y de la misma vida social.