jueves, 16 de julio de 2009

CREER QUE SE CREE (IV)

Continuación del subrayado de Credere di credere (1996), Gianni Vattimo.


Lu-Nan


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Ilustración reencontrada

(…)
En particular, ya que aquí de lo que intento hablar es de la cuestión religiosa, la idea de secularización como indefinida deriva, limitada sólo por el principio de la caridad, me permite salir del impasse en el que siempre se ha encontrado la conciencia moderna ante la revelación cristiana: la imposibilidad de adherirse a una doctrina que aparece, con demasiada dureza, en oposición a las “conquistas” de la razón ilustrada, demasiado mezclada de mitos que requieren imperiosamente ser desenmascarados. Desde el momento en que me esfuerzo por entender seriamente el sentido de la kenosis, siguiendo también los resultados de la crítica filosófica a la mentalidad metafísica, me doy cuenta de que el desenmascarador es el mismo Cristo, y de que el desenmascaramiento que inaugura (o cuyo verdadero sentido muestra finalmente, ya que la kenosis comienza con la creación misma y con el Antiguo Testamento) es el significado mismo de la historia de la salvación. Creer en ella, entonces, no querrá decir aceptar literalmente todo lo que está escrito en el Evangelio y en la enseñanza dogmática de la Iglesia, sino esforzarse por entender, ante todo, qué sentido tienen los textos evangélicos para mí, aquí, ahora; en otras palabras, leer los signos de los tiempos, sin más reserva que el mandamiento del amor –éste sí, no secularizable, pero precisamente porque, si queremos, es un mandato “formal”, casi como el imperativo categórico kantiano-; no manda algo determinado y de una vez por todas, sino aplicaciones que se deben “inventar” en diálogo con las situaciones específicas, a la luz de lo que las Sagradas Escrituras han “revelado”.
(…)
(…) Lo que quiero decir es que, si se razona prescindiendo de los prejuicios metafísicos (que creen que pueden establecer definitivamente la existencia y los atributos esenciales de Dios, para, después, hacer descender de ahí también los principios de la ley “natural”, descendiendo hasta las más mínimas prescripciones relativas a la vida individual y social, y así, hasta la prohibición de los profilácticos...), no hay razones inderogables para no intentar entender también el sentido cristiano (“kenótico”, secularizante, desacralizante en sentido positivo) de las desmitificaciones modernas más radicales, a condición de que éstas abandonen también las pretensiones de absolutidad que con demasiada frecuencia las han inspirado. En otras palabras: una vez abandonadas las pretensiones de objetividad de la metafísica, hoy nadie debería poder decir que “Dios no existe”, ni, por otra parte, que su existencia y su naturaleza están racionalmente establecidas de forma definitiva. Lo que creo que se puede decir en términos de un pensamiento no metafísico es que gran parte de las conquistas –teóricas y prácticas, hasta llegar a la organización racional de la sociedad, al liberalismo y a la democracia- de la razón moderna están arraigadas en la tradición hebraico-cristiana y no son pensables fuera de ella.
El modo razonable de ver este hecho, dado que tomamos en consideración que no puede ser juzgado desde un punto de vista “externo”, absoluto y suprahistórico, es intentar formular una interpretación del mismo; esto es, como diría Luigi Pareyson, intentar captar la regla interna del proceso, como sentido de un itinerario en el que estamos implicados y que contiene indicaciones a tener en cuenta en nuestros juicios y en nuestras acciones. (…) Otra de las razones para reencontrar el cristianismo, junto al reconocimiento (interpretativo, por supuesto) de la relación de pertenencia que nos vincula a la tradición cristiana, es precisamente el hecho de que en su doctrina está “prevista” la interpretación, está previsto el universal carácter interpretativo (kenótico) de la historia del ser.


Gilles Peress

Los contenidos de la fe

(…) Ni siquiera el “descubrimiento” de la secularización como sentido de la historia de la salvación pretende ser un enunciado metafísico, esencial. Es desde el punto de vista de “nuestra” situación al final de la modernidad desde donde esta interpretación de la historia del ser como debilitamiento y de su relación con la revelación cristiana parece razonablemente (la más) sostenible.
Mantengámonos, sin embargo, a nivel de premisas, a modo de introducción: una vez consolidado el principio de la secularización como lo que me permite escuchar de nuevo los contenidos de la revelación bíblica y una vez individuado el límite de la “transcripción” secularizante en el mandamiento de la caridad, ¿cómo me comportaré, en concreto, respecto a lo que pasa bajo el nombre de religión, cristianismo, fe y moral cristiana? (…)
(…) Es en el cristianismo donde encuentro el “texto” original de esa transcripción que es la ontología débil, a la que, muy probablemente, he llegado porque partía, precisamente, de esas raíces cristianas. Círculo, por tanto; relativa casualidad de la totalidad. ¿Y bien? Quien encuentre todo esto escandaloso debería tomarse la molestia y aceptar el peso de la prueba contraria, que sólo podría ser una renovada posición metafísica; ésta no parece mucho más probable.
(…)


Larry Towell



Retornar, ¿adónde?

(…) Estoy convencido, y no sólo por “bajos” motivos de apego a mis pasiones, de que, si hay para mí una vocación a reencontrar el cristianismo, ésta significa ante todo la tarea de volver a pensar los contenidos de la revelación en términos secularizados –también en el sentido de “conformes al siglo”-; en formas, pues, que no repugnen a mi, poca o mucha, cultura de hombre de mi tiempo. Todo lo contrario a un volver arrepentido a la casa del padre (entendida como la disciplina católica), disponiéndose a la sumisión y mortificando la propia soberbia intelectual.
Muy simplemente –creo que es el momento de repetirlo- reivindico el derecho a escuchar de nuevo la palabra evangélica sin tener por ello que compartir las auténticas supersticiones, en materia de filosofía y de moral, que todavía la oscurecen en la doctrina oficial de la Iglesia. Quiero interpretar la palabra evangélica como el mismo Jesús enseñó a hacerlo, traduciendo la letra, frecuentemente violenta, de los preceptos y de las profecías, a términos más conformes con el mandamiento supremo de la caridad.
Volveré en un momento sobre el ejemplo de la obstinada negación del sacerdocio femenino por parte del actual Pontífice. Aquí se ve claramente la puesta en práctica de una superstición metafísica (la mujer tiene un determinado papel natural que no comprende la posibilidad del sacerdocio) contra un deber de caridad que consiste en atender a la nueva conciencia de las mujeres en nuestra sociedad. No reivindico el “natural” derecho de la mujer al sacerdocio, oponiendo una metafísica a otra. Digo, solamente, que es expresión de caridad el reconocimiento de los “nuevos” derechos, la atención hacia todos aquellos movimientos de “promoción” que tienden a reducir las situaciones de violencia objetiva contra alguien; esta atención no puede ser obstaculizada por la creencia en estructuras metafísicas objetivas, una creencia que deviene fatalmente superstición y auténtica idolatría.
(…)



Josef Koudelka


Una fe "reducida"

(…) La interpretación “kenótica” de los artículos de la fe corre paralela a la vida de cada uno, al compromiso por encarnar concretamente los principios en la propia existencia, y ello no puede convertirse en fórmula. Por lo demás, el Credo es también y sobre todo un “símbolo” de valor externo, en el que se reconocen los miembros de una comunidad, una especie de consigna, de “tarjeta” destinada a funcionar como signo de reconocimiento. Ciertamente, si se piensa en cómo la historia de la cristiandad ha estado marcada por luchas sanguinarias en torno a un término particular del Credo, a una palabra particular de las Escrituras, mi posición parece irrealista; pero quizá podría encontrar precisamente aquí una justificación, en el sentido de que orientaría a entender, ante todo, que no hay que considerar las palabras de las Escrituras como algo en torno a lo que uno puede enfrentarse al otro y, eventualmente, degollarlo. Nuevamente, la esencia de la revelación reducida a la caridad, y todo lo demás dejado a la no definitividad de las diversas experiencias históricas, también de las mitologías que, en cada momento, han aparecido como “comprometedoras” para las particulares humanidades históricas.
(…) En el uso del término Padre ¿quedará sólo lo que Schleiermacher llamaba el sentimiento puro de la dependencia? Probablemente sí, y de nuevo éste es el núcleo que no pienso que pueda ser objeto de reducción y desmitificación; el porqué no lo sé, pero lo cierto es que todo el discurso sobre la superación de la metafísica, que me conduce a no poder ya hablar del ser como estructura eterna, me orienta a pensar el ser como evento y, por tanto, como algo que viene iniciado por una iniciativa, y por una iniciativa que no es la mía. La historicidad de mi existencia es procedencia y la emancipación, o la salvación, o la redención, consiste precisamente también en el tomar en consideración este carácter eventual del ser que me pone en la situación de entrar activamente en la historia, y no de contemplar simplemente y pasivamente sus leyes necesarias. Es éste, una vez más, el sentido de la frase “no os llamo ya siervos, sino amigos”.
Pero, entonces, los contenidos de la tradición cristiana que reencuentro en virtud de la ontología débil y de la idea de secularización ¿se reducirán todos a la caridad? ¿Creo “solamente” que Dios ama y crea el mundo por amor, y que esto requiere como respuesta un compromiso con la caridad por parte de las criaturas? Porque es verdad que también en el Evangelio toda la ley y los profetas se reducen a dos mandamientos: “Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. ¿Qué significarán, entonces, para mí, todas las historias narradas en las Escrituras y las interpretaciones que de ellas se han dado en la historia de la espiritualidad cristiana? Alguna verdad, en este resultado reductivo del discurso, creo que hay. La revelación bíblica, con toda su carga de mitos, se dirige sólo a nuestra instrucción, y el sentido de ésta es, justamente, el amor de Dios y el amor del prójimo. También el bellísimo incipit de la carta de san Pablo a los hebreos, “Multifariam mutisque modis olim Deus loquens patribus in prohetis...” (Dios, que en tiempos antiguos había ya hablado muchas veces y en diversos modos a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo) –que la liturgia propone en una de las tres misas de Navidad- puede ser leído en el mismo sentido. Pero contra la pura y simple reducción está el hecho de que tampoco Jesús se consideró a sí mismo el desvelamiento último y definitivo de las profecías: prometió mandar el Espíritu de Verdad porque la revelación debía proseguir. Las historias y los mitos de la Biblia tienen el mismo sentido que la encarnación y, antes aún, que la creación, al menos si se la ve desde el punto de vista de la fe cristiana. Son modos a través de los cuales el ser divino se comunica fuera de sí, reduciéndose y abajándose por amor. Esto también, naturalmente, es un mito, es la “explicación” cristiana de la historia, una explicación difícil porque, desde el punto de vista de un ser divino totalmente realizado en sí mismo, sería imposible justificar cualquier historia, no sólo los mitos de las Escrituras, sino, en primer lugar, la creación misma.
¿Y si el acto de fe que Dios nos pide consistiese precisamente en reconocer en los mitos de las Escrituras, y en la historia de la espiritualidad y de la teología cristiana, ese único contenido que es el mandamiento de la caridad? ¿Equivaldría esto a decir que aquellos mitos y esta historia no tienen sentido alguno para nosotros, una vez hemos llegado al descubrimiento de la verdad última, que sería, justamente, el mandamiento de la caridad? Sería como decir que no tiene sentido proponerse leer los signos de los tiempos, tal como el Evangelio nos invita a hacer, porque sabemos ya que en éstos se revelan la providencia y la voluntad redentora de Dios. Como la caridad no se puede ejercitar en abstracto, sino que debe aplicarse a las situaciones concretas, es probable que también el sentido de la revelación pueda sernos dado sólo dentro de un contexto histórico, el contexto histórico en el que, de hecho, vivimos. También en este sentido quizás hay que reconocer que la secularización es la verdad del cristianismo: el mensaje de Cristo no resuena en vacío, sino que propone una tarea en relación con la situación en la que nos encontramos y esta situación, para ser comprendida a la luz de la caridad, debe, en todo caso, definirse en términos reconocibles. (…) La secularización desmitificadora que la fe nos invita a realizar en relación con la “historia” –desde los mitos heredados a la espiritualidad, a los escritos de los Padres de la Iglesia, a la cultura común, etc.- está siempre cualificada e históricamente comprometida, y es, por tanto, tributaria de otras mitologías y de otras historias de las que no prescinde como no puede dejar de lado la propia individualidad específica.


Larry Towell


Secularización contra pensamiento trágico

Es más, en definitiva es quizá precisamente la caritas la que impone no olvidar las múltiples historias que se nos han transmitido y de las que somos herederos, al menos en cuanto que constituyen nuestra procedencia. (…)
La secularización (…) se sitúa en un ángulo diametralmente opuesto al de tanto cristianismo apocalíptico o dostoievskiano de hoy, por el que tengo mucho respeto (pensando, sobre todo, en mi maestro Pareyson), pero que creo que constituye el último gran equívoco metafísico del pensamiento cristiano: la idea de una separación radical entre la historia de la salvación y la historia secular, respecto a la que la revelación tendría sólo un significado apocalíptico: de desvelamiento de la insensatez de la historia mundana a la luz de un asunto totalmente otro, para el que los tiempos y los ritmos de la historia secular sólo tienen un sentido negativo, que hay que quemar en la paradoja del salto en la fe o, como mucho, considerar como tiempo de prueba.
(…) Es ésta
-->[la imagen trágica y apocalíptica del cristianismo], también, un efecto del final de la metafísica, al menos en el sentido de que no ve la religión como la culminación de una escala que, recorriendo el orden objetivo de los seres, llega finalmente al ser supremo, a Dios. El orden objetivo del mundo se ha hecho trizas, bien porque la tradicional imagen realista del conocimiento (como si la mente fuese un espejo que refleja fielmente las cosas como son fuera) no ha resistido las críticas filosóficas, bien porque, sobre todo, de hecho la voluntad de poder se ha afirmado como la única esencia de la ciencia-técnica, por lo que el orden del mundo, si lo hay, es una producción del hombre, de su intelecto y de su praxis. Si ya no se concibe como el punto supremo del orden objetivo del mundo, Dios reafirma su transcendencia: aparece a la conciencia religiosa como lo “totalmente Otro” del que habla buena parte de la filosofía contemporánea y que se hace presente en nuestra experiencia, sobre todo, en acontecimientos “catastróficos”, al menos en cuanto que ponen en crisis todas las certezas y seguridades que podamos construirnos con nuestros medios humanos. La filosofía de la religión de nuestro siglo es prioritariamente “existencialista”: mientras santo Tomás y la Edad Media pensaban probar la existencia de Dios a partir del orden del mundo, el pensamiento religioso moderno busca las pruebas de Dios, sobre todo, en la precariedad y tragedia de la condición humana, al encontrar, naturalmente, mucho material para la propia reflexión especialmente en tantos clamorosos “fracasos” de la razón moderna: Auschwitz, por un lado, y la destrucción del colonialismo eurocéntrico, por el otro, han hecho insostenible la ideología del progreso; y hoy, las muchas contradicciones de la ciencia-técnica, desde la devastación ecológica hasta los recientísimos problemas de la bioética, parece que nos deban hacer reconocer a todos que “ahora ya sólo un Dios puede salvarnos”, como dice Heidegger en una famosa entrevista de los últimos años, publicada póstumamente.
La duda que –como se habrá entendido- intento despertar contra este cristianismo trágico y apocalíptico, que parece que sólo puede probar su propia verdad sobre la base de una radical desvalorización de la historia mundana, es que éste quizá sea sólo el reverso, igualmente inaceptable, de aquel cristianismo que creía legitimarse con la metafísica tradicional. Aquí, no sólo no se da ningún paso adelante respecto a la religiosidad metafísica del pasado, tal vez se da algún paso atrás. (…)
Si pensamos, como creo que debemos hacer en base al Evangelio, que el sentido de la creación y de la redención es la kenosis, probablemente tendríamos que reconocer que la continuidad que la metafísica clásica establecía entre Dios y el mundo es más auténticamente “kenótico” que la transcendencia que se le reconoce cuando se le llama el “totalmente Otro”. (…)
-->[Al cristianismo trágico] se podría, incluso, describir como inspirado por una fe prioritariamente vetero-testamentaria, que tiende a dejar en segundo plano el significado de la misma encarnación de Cristo; ésta se considera, sobre todo, como condición de la muerte en la cruz, y esta última como confirmación de la paradójica transcendencia y alteridad de Dios respecto a toda lógica mundana.
Hay una suerte de predominio de la religiosidad hebraica en el retorno de la religión en el pensamiento contemporáneo. (…) Es un hecho que la total alteridad de Dios respecto al mundo parece afirmarse también en detrimento del reconocimiento del evento cristiano. Para Emmanuel Lévinas, por ejemplo, aunque también en cierta medida para Jacques Derrida, que retoma y comenta todo esto, no hay una verdadera diferencia entre los tiempos históricos: todo momento de la historia está en relación inmediata con la eternidad, la historicidad de la existencia se reduce totalmente a su finitud –al hecho de que estemos siempre arrojados a una situación, a cuyos peculiares caracteres, sin embargo, no se presta atención verdaderamente, ya que lo que importa es la relación, puramente “vertical”, con lo eterno, con lo Otro.
Si se intenta ser coherente con las razones “antimetafísicas” que, al menos así me parece, originan profundamente el retorno de la religión en la filosofía de hoy, creo que se debe tomar en consideración que el resultado de este retorno no puede ser el cristianismo trágico, porque no capta en todo su significado el anuncio de la kenosis y, en consecuencia, retorna fatalmente a una concepción de Dios que tiene todos los caracteres del Dios metafísico –fundamento “último”, perentorio, más allá del cual no se va- con una recuperación explícita, además, de los rasgos de autoridad personal propios del Dios premetafísico de la religión natural.