viernes, 24 de julio de 2009

EL LÍMITE



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Es esencial entender que el principio básico de toda libertad espiritual, de toda libertad respecto de lo que es menos que el hombre, significa antes que nada sumisión a lo que es más que el hombre. Y esta sumisión comienza con el reconocimiento de nuestra propia limitación.
Thomas Merton

Cuando compré mi primera colchoneta (mat), mi práctica de yoga obtuvo un espacio en mi medio cotidiano. Sólo pude hacer un hueco en mis actividades habituales para incorporar la práctica de asanas cuando tuve un mat en el que practicar. Es curioso cómo la presencia de un rectángulo de goma puede ocupar un espacio que, sin su solicitud, no parece vacante. A diferencia de un espejo, que hace parecer más grande una habitación (¿al aludir el espacio en nosotros mismos?) con un efecto de ampliación hacia fuera (como un eco), el mat irrumpe en la sala desde adentro y, como rasgando el espacio, descubriendo una grieta, fija sus límites, corriendo de lugar lo que hay a su alrededor. Y la manera en que se suele asumir ese espacio inaugurado con violencia es acatando, según el beneficio de la obediencia, la imposición de sus límites. Así es cómo el mat pasa a ser, para el practicante de yoga, un equivalente del cuadrilátero (ring) para el boxeador.
La disciplina del cuerpo parecería necesitar, para su ejercicio, no sólo la comodidad de la goma sino además la delimitación de un espacio (separado, visualmente también, del suelo) que marca, notablemente, las posibilidades motrices del cuerpo: la referencia de un par de lados opuestos indica el plano sagital (que divide el cuerpo en mitad derecha y mitad izquierda), el otro par de lados opuestos funciona como referencia del plano frontal (que divide el cuerpo en mitad anterior y mitad posterior), y la proyección de su perímetro nos permite imaginar el plano transversal (que divide el cuerpo en mitad superior y mitad inferior). Podemos pensar el mat, entonces, no como un rectángulo sino más bien como un cubo virtual.
En el Bhagavad-gītā se especifica el método de meditación que debe seguir el yogui: “en un lugar libre de impurezas, ni muy alto ni muy bajo, aparéjese su asiento mullido con hierba kusha, cubierta de tela y una piel negra de antílope” (VI,11). Ahora bien, la delimitación del espacio para la práctica de yoga implicada en este dispositivo rudimentario (precursor del zabutón utilizado en el zazen), que en el contexto hinduista del yoga tradicional implicaba una localización de la hierofanía (el término lo acuña Mircea Eliade para indicar la transfiguración de un espacio profano en sagrado), hoy, en el contexto de la práctica espiritual secularizada y, sobre todo, de las técnicas especializadas de la espiritualidad (pienso en Iyengar por ejemplo), puede ser pensada en términos de una tecnología de la experiencia.
El mat es un producto diseñado de acuerdo a las necesidades de un yoga estereotipado y, como tal, es una herramienta muy efectiva para el desarrollo de las prácticas de ese yoga. Una vez que nos habituamos a la medida del mat, cuando reconocemos sus dimensiones, podemos hacer uso de ese espacio libremente (me animo a anticipar: el acatamiento a un límite es condición de la liberación, con la aclaración de que la manera de atenerse a la limitación tiene que implicar conciencia).


En los Yoga sūtra, texto fundacional del yoga que practicamos hoy en día, Patanjali muestra cómo se suceden, tras el dominio del cuerpo (con las asanas), el control del Prana (pranayamas) y el control de los sentidos (pratyahara) los estados de dharana (fijación de la atención en un solo objeto), dhyana (meditación) y samadhi (concentración de la mente o “absorción” de la conciencia en un solo objeto). Estos últimos tres estados constituyen samyama. Haciendo un seguimiento de este concepto podemos entender cómo se da, en este esquema escalonado de Patanjali, la trayectoria que, para nosotros, parte de nuestro cuerpo en el mat, para llegar a la realización de la unión (yoga) en el samadhi.
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(III, 21) Ejerciendo samyama en la forma del cuerpo y suspendiendo la receptividad de la forma, sin contacto entre el ojo y la luz, el yogui puede volverse invisible.
(III,43) Por samyama en relación al cuerpo y el espacio (akasha), y fusionando la mente con la suavidad del algodón, existe atravesar el espacio.
(III,53) A través de samyama en el momento y su orden de sucesión, nace el conocimiento de la realidad fundamental.
Me gustaría volver al mat. Parece ser que, con el ejercicio de samyama (que ahora, muy libremente, voy a resumir como conciencia) sobre un objeto, este puede ser trascendido. Y también parece ser que los primeros objetos que hay que trascender son aquellos que existen en una dimensión espacio-temporal.
Si es cierto que la conciencia del cuerpo es condición necesaria para trascenderlo, entonces podemos ver cómo el perfeccionamiento de nuestros métodos, inseparable del perfeccionamiento de nuestra tecnología, no sólo puede volvernos buenos gimnastas del yoga, sino que además puede servirnos de trampolín hacia la experiencia mística. Con el reconocimiento (consciente) de nuestro cuerpo y del espacio que ocupa, delimitado por las dimensiones del mat, que contribuye al control (consciente) ejercitado en asanas, pranayama y pratyahara, podemos volvernos invisibles, según Patanjali. Y como no es posible la conciencia física sin la atención (conciente) en el momento presente (anoto la fórmula: aquí y ahora), no sólo vamos a trascender el espacio sino también el tiempo, realizando “el conocimiento de la realidad fundamental”.
La repetición de ciertas prácticas, algunos hábitos, pueden funcionar en nuestra vida como un mat, dándonos un marco al cual circunscribirnos y que funcione como foco de atención, para poder desarrollar, desde su interior, la experiencia humana más profunda.
Quiero cerrar el post con una cita de uno de los autores más brillantes de nuestra época, el cineasta Alexandr Sokurov. Aplicando este concepto de restricción al arte, analiza los íconos del cristianismo ortodoxo ruso: “La pintura religiosa de íconos en Rusia representa el ideal de cómo esta norma opera sobre el autor; los más grandes resultados artísticos surgían de una miríada de limitaciones a las cuales debían someterse los pintores de íconos. No se podían realizar cientos de obras, si no se era capaz de realizar solamente dos. Y sólo en el ámbito de estas únicas dos se podía plasmar el rostro, la composición, la luz. En este caso, ¿en dónde obtiene el autor la capacidad necesaria? En sí mismo. Él mismo está listo, dispuesto a buscarla dentro de sí. Esta es la condición ideal. Y así, la obra de arte vive eternamente” (Las ranas, 2006).

Fotos de Eadweard Muybridge